
Atención: Se revelan detalles importantes del argumento.
Te vas a la mierda, Darius Marder. El póster de tu película es un primer plano de un baterista en cuero, tatuado. El título de tu película es El sonido del metal. Y cuando entre tu platea tenés a una buena cantidad de músicos entusiasmados, resulta que te estabas refiriendo a una prótesis que nos va a torturar dos horas. Terrible humor negro te mandaste. Sí, todos regresando la cerveza a la heladera.
La ópera prima del estadounidense Darius Marder es un dramón. Rubén (Riz Ahmed) es un baterista de un dúo bastante ruidoso formado junto a su pareja Lou (Olivia Cooke), que toca la guitarra y grita. Subidos a su motorhome vienen girando por bares de Estados Unidos, en busca de pegarla o de subsistir para perpetuar el romanticismo, la magia del plan. Cuando recién nos adentramos en esa trama, en lo que bien podría haber derivado en una road movie, el baterista experimenta unas —siguiendo el “humor” del título— fallas técnicas que tuercen el volante. Rubén se queda sordo. Para la platea musical, todo se vuelve una película de horror.
Inmediatamente le bajamos, por lo menos, cinco barritas al volumen. Y el sillón empieza a incomodar. Alguien puede dudarlo pero Marder no viene a contar la historia de ser sordo. El director escupe toda su crueldad: ¡deja sordo a un músico! Busca a la peor víctima para esta desgracia. Como dejar ciego a Mark Rylance en Puente de espías, cortarle la lengua a Germán Martitegui, o serrucharle el tronco a Rocco.
Lo mejor de esta película está vinculado al sonido. Cuando Rubén se queda sordo, empieza el embote, los ruidos, la fritura, el desbalance del estéreo y todas los recursos bien usados que un director puede aprovechar para poner al espectador en los zapatos del protagonista. Marder podría contar la historia sin imágines, sólo con sonidos. Y todo ese logro va en perjuicio de la trama, que se estanca un poco en el sufrimiento y la experiencia y pierde de vista el horizonte narrativo, o un giro resolutivo.

Aparece la sordera y en dos minutos la pareja de Rubén lo descarta en una comunidad de sordos. Nadie quiere estar en esos zapatos para descubrir cómo reaccionaría, pero a priori ese giro narrativo suena apresurado. Pero bueno, así el drama recorre los caminos de la adaptación, el lenguaje de las señas y un debate entre la aceptación, la lucha y lo irrevertible. También subyace el planteo de cuál es el lugar de los sordos —y de los que tienen otra incapacidad— dentro de esta sociedad de mierda en la que vivimos. En cuanto a la trama, al horizonte narrativo, Rubén quiere volver a la música y a su pareja, pero el espectador presagia -sabe- que esas aspiraciones no conducen a un final feliz.
Lo actoral, en todo el reparto, no sólo protagónicos, es otro fuerte de la película. Aunque las señas podrían ser cualquier cosa, y para alguien que desconoce el idioma resultar indescifrables, todo parece correcto. Y parece, en primer lugar, porque gran parte del reparto está integrado por sordos, lo que supone un gran trabajo en la dirección de actores. Pero el mayor desafío actoral está en lo gestual, donde Riz Ahmed, siendo que protagoniza y por ende es quien más tiempo está frente a cámara, logra hacernos fruncir el traste, traspirar, agarrarnos las orejas, la nariz, mordernos la nudillos, y la concha de tu madre All Boys. Riz Ahmed la rompe, y qué mal que la pasamos por su culpa. Él nos hace suponer ese mundo, nos acerca a esa realidad que magnífica y trágicamente expone esta ficción.
Volviendo a la historia, Rubén hace todo para acceder a un implante que le permita recuperar la audición. Mientras transcurre el tiempo en una comunidad alejada de la ciudad, que alberga a otros como él y a personas por problemas de adicciones, toma desesperadas decisiones para reunir el dinero de la operación. Pero cuando lo reúne y consigue operarse, el espectador confirma que los resultados no son lo que él deseaba. Pero a él le toma un tiempo más darse cuenta y así se adentra en ese final que lo lleva otra vez junto a su pareja, y de regreso a una ciudad no apta para personas como él. Esos minutos finales no prometen, y finalmente no muestran, ningún giro sorpresivo. Es esperar lo inevitable, que Rubén acepte lo que le tocó, tire el implante a la mierda y se apague la música para siempre.

La puesta en escena de El sonido del metal viaja al compás de ese sueño frustrado y alineado en pos de generar sensaciones afines a los sentimientos del protagonista. Cuando los cuadros reúnen a muchos niños, no edifican lugares comunes ni golpes bajos, hay naturalidad. En el arranque de bares y en el final de ciudad, prima la oscuridad; en la comunidad de sordos la claridad. Detrás de este drama, hay un fino balance de luces y sombras que acompañan el ir y venir de la trama y los espacios. El sentido de calma y amplitud en las escenas en las que el protagonista se relaciona con los chicos de la granja, cura con belleza el drama principal.
El sonido del metal (Sound of Metal, Estados Unidos, 2019). Dirección: Darius Marder. Guion: Darius Marder, Abrham Marder, Derek Cianfrance. Fotografía: Daniël Bouquet. Montaje: Mikkel E. G. Nielsen. Elenco: Riz Ahmed, Olivia Cook, Paul Raci, Lauren Ridloff, Mathieu Amalric. Duración: 120 minutos. Disponible en Amazon Prime Video.
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Estoy entrando en la locura, sí, pero a hora que veo la segunda foto, pienso que a la novia del batero se le cerró el apetito por la desgracia.