“Yo amo a quien no reserva para sí ni una gota de espíritu, sino que quiere ser íntegramente el espíritu de la virtud: avanza así en forma de espíritu sobre el puente.”
Así habló Zaratustra, Prólogo, 4. F. Nietzsche.
Tár podría ser la historia de una mujer en proceso de desintegración maníaca; pero más profundamente -o pensando la película como unidad de sentido que excede lo relatado- su personaje y la música son protagonistas y medios de una variación que se desplaza del ritmo estrategizado al caos disruptivo del estar en contacto con lo orgánico de la existencia. Y aquel desarme que ella encarna no es más que una suerte de desintegración sufrida por la música en su pasaje de la estructura tonal, con su clave reguladora del todo, a la no estructura atonal como entrega y creación, desbordando los límites de aquella sujeción.
Una película con demasiados elementos en juego, abrumadoramente bien organizados, creada desde la comprensión profunda de la sustancia temporal de la que está hecha la música. Estructurada por medio de los paralelismos con la obra y vida de Gustav Mahler -más específicamente la relevancia de su Sinfonía Nº 5 y su relación con el cuerpo de obra del compositor. Tár, una pieza cinematográfica compleja, desplegada durante 2h 38min fáciles de acompañar, en la que su director Todd Field y su protagonista Cate Blanchett (quien aprendió alemán y piano para interpretar ella misma las piezas) componen una junta endemoniada que lleva la espesura de la trama con destreza y calidad.
Field como guionista, director y compositor, desarrolla una película orgánica, cargada de información de todo tipo. Una trama llevada adelante por la tremenda actuación de Blanchett en el papel de Lydia Tár, neoyorquina butch, estratega intolerante e intempestiva, formada en las mejores academias y exploradora de culturas aborígenes, quien se instala en Berlín como directora de orquesta; presentada cual referente que tejió una estructura piramidal de control y poder donde ella se presenta como articuladora de los hilos que mueven gran parte del mundo sinfónico del más alto nivel. Muchos temas actuales son esbozados y/o desarrollados en la película: la cultura de la cancelación, las luchas feministas, las disidencias, los criterios vía redes sociales, los conflictos etarios, los recursos del poder, las traiciones, por nombrar solamente algunas, mientras el hilo conductor es la inminente grabación en vivo de la Sinfonía Nº 5 de Gustav Mahler, de la cual ella es responsable.
La vida y obra del compositor son una enorme metáfora que recorre e hilvana la misión de Lydia y de la trama. Trayendo algunos detalles vemos el reflejo: Mahler sometió el entorno de los lazos afectivos al ritmo y necesidades de su vida profesional; su gestión como director del Hofoper de Viena fue tachada de histriónica y dictatorial enfrentando denuncias, levantamientos y durísimas campañas de prensa (composición de personaje casi calcado de Lydia); fue la causa de su definitivo destierro pero haciendo el camino inverso al de nuestra protagonista: Mahler se trasladaba de la Viena de la Triple Alianza hacia Nueva York, donde dirigió la Metropolitan Opera House y la Orquesta Filarmónica de la ciudad. Sobre la estructura e implicancias de la Sinfonía Nº 5 de 1904, nos interesa en lo que difiere de las anteriores, convirtiéndose en el puntapié inicial de una serie de sinfonías en las que Mahler tiende gradualmente al abandono de la tonalidad a favor de la trascendencia de la música; a diferencia de la estructura de la sinfonía clásica, para la 5ta Mahler no deja marcación de clave tonal inscripta, esto permite que la obra pueda terminar en una tonalidad diferente de aquella con la que había comenzado, soltando el criterio que limita y encarrila una pieza de principio a fin, generando un sonido nuevo que parece desarticulado y no encadenado entre sí. La base del entramado de la película está anclada a esta variación.
Filmada, entre otras locaciones, en el emblemático edificio de la Berliner Philharmonie , construido por el arquitecto expresionista y referente organicista Hans Scharoun en 1963, Tár transcurre en la post-pandemia actual y en la más alta cultura berlinesa donde el lesbianismo es un pilar más de la familia burguesa. Tanto en el guion como en la puesta en escena -ambos cuidados al milímetro-, pinponean detalles específicos del exquisito mundillo del arte moderno. La película es el increscendo crítico de la crisis personal de la protagonista, quien avanza codiciosa, enfocada y tenaz hacia la excelencia en su rol de intérprete. Pero lo incontrolable comienza a hacerse presente y el personaje va perdiendo el norte hacia el éxito perfecto, negando una parte de sí. Lydia se desencuentra en su esfuerzo como compositora de sus propias piezas -es que aún no hay espacio para Aion, aquel dios mitraico recuperado por los romanos donde se da el pensamiento, el arte, el amor y la poesía- es por ahí, finalmente, donde el conflicto se extiende. Es que, desconectada de lo sensible y de las formas del amor más allá de lo especulativo -y alejada de lo que sintoniza con lo irregular-, lo que se escapa a todo orden entra caótica y violentamente en la trama. Tanto lo entiende que se le escapa, es su crisis y su lucha: durante una clase exige entender la limitación que implica descansar en la pobreza de lo idéntico y epocal, frente a lo necesario de ser atravesado por la complejidad de las composiciones de un otro con quien incluso no concordemos y, por medio de la dilución de nuestro yo, atravesar la enormidad desafiante de una obra ajena.
Desde el comienzo, el personaje se nos presenta como alguien que tiene el control de todo, y que habita el centro de un remolino hecho de su propio temple. En ese cuasi monólogo del principio, en el que interrumpe insistentemente al periodista, Lydia Tár nos explica que, en lo que consideramos como orgánico y cadencial en una orquestación, ella es el tiempo. Literalmente se presenta como Cronos, aquel dios del tiempo secuencial, divisible, cronológico, empírico y limitado, que moldea y detiene el devenir, dándole una forma representable; aquel que para conservar su reinado devoró toda su descendencia necesitando engullir y matar a lo otro para que su poder permanezca. Se dice que una vez se mira el reloj se trae a Cronos a la presencia, reduciendo así la experiencia a minutos, días, meses o años. Entrar así al ritmo de la película puede ser exigente, nos demanda concentración directa y esa demanda nunca baja, es la invitación a entender que, bajo esa fuerza y determinación por dominar la existencia y pretender crearla a la manera de un dios único, hay lo incontrolable que se va filtrando con la atonalidad de vivir entre varios dioses nunca únicos, nunca iguales y nunca propios.
Difícil manejar semejante cantidad de información que Field nos convida en dos ritmos, dos tiempos de regulación narrativa diferentes y, hasta bien entrada la trama, totalmente desconectados. El conflicto que nos presenta la película quizás sea cómo lidiar con ambas modulaciones y que ninguna se haga totalitaria ni hegemonice a la otra; incluso podemos pensar esto último como la definición de la vida del artista: vivir en el ritmo descifrable, gramatical, en el diálogo certero y necesario, aunque siempre fallido; a la vez que en un tiempo inmedible, donde nos valemos por nosotros mismos, donde no hay reglas por fuera de lo que ocurre, donde lo incierto no es una palabra posible pero no sabemos si lo que se nos presenta nos llevará a puerto, o si son simplemente impulsos para seguir. Es por ahí, en la tensión constante entre ambas fuerzas entrelazadas -que al decir de Nietzsche son los dioses del arte o, más específicamente, del Espíritu trágico de la música-, donde la película se compone. Las fuerzas están en pugna y Lydia Tár pareciera ser un punto de intensidad que las convoca para confrontarlas. Ella avanza concentrando y expulsando intereses, estilos, órdenes, fantasmas, energías varias, estrategias, regulaciones y embestidas; en ella conviven determinaciones, pasiones, angustias, sacrificios y, sobre todo, tenacidad y mucha negación. Es nuestra heroína la que, cual Héroe trágico, avanza de manera contradictoria, corporizando el movimiento constante que implica la musicalidad y la intensidad de la vida.
En algún momento, algo de lo inexplícito de sus experiencias con las comunidades aborígenes Shipibo-Conibo empieza a ganar espacio y, en medio de esta carrera demencial, aquella tendencia se hace presente. Ciertos indicios retrospectivos dan cuenta de que Tár no va a seguir siendo un envase del éxito obsesivo, y que por cada martillazo hay múltiples piezas que se descolocan; aparecen elementos que desordenan la trama sin ninguna información que nos ayude a ordenarlos, dibujos incomprensibles y sonidos desconectados que, en principio, referimos a su obsesión por la sutileza de la escucha o a anecdóticas represalias, consecuencia de sus actos: gritos en medio de la nada, cronómetros encerrados, perros en sótanos, llamaradas en sueños, viejas moribundas, dibujos kené, partituras perdidas; ella no puede descifrarlos. Pero más abajo, y en los cimientos, son la estructura de Cronos y su tonalidad las que se le están escapando y dejan de ser aprensibles. Es Cronos quien, apagándose, deja que empiece a ´haber tiempo´. Entonces es clara su desconexión, los viejos recursos de Lydia ya no le sirven en ese plano. Llegamos a la recta final, la trama sigue siendo pendular entre ambas atmósferas, se intensifica su crisis personal y entra en total descomposición rítmica, perdiendo como una cascada todos los elementos que la sostenían en su espiral de poder. No tenemos ya clave tonal; es Aion -dios de lo indivisible, el que siempre está, que no nace ni tiene que sublevarse contra nada para ser eterno- el que está emergiendo.
En la Vigésimo tercera serie de su Lógica del sentido, Del Aion, Gilles Deleuze trae lo siguiente:
Cronos expresaba la acción de los cuerpos y la creación de cualidades corporales, Aion es el lugar de los acontecimientos incorporales, y de los atributos distintos de las cualidades. Cronos era inseparable de los cuerpos que lo llenaban como causas y materias, Aion está poblado de efectos que lo recorren sin llenarlo jamás. Cronos era limitado e infinito, Aion es ilimitado como el futuro y el pasado, pero finito como el instante. Cronos era inseparable de la circularidad y de los accidentes de esta circularidad como bloqueos o precipitaciones, estallidos, dislocaciones,endurecimientos, Aion es la verdad eterna del tiempo: pura forma vacía del tiempo, que se ha liberado de su contenido corporal presente, y, con ello, ha desenrollado su círculo, se extiende en una recta, quizá tanto más peligrosa, más laberíntica, más tortuosa por esta razón; este otro movimiento del que hablaba Marco Aurelio, el que no tiene lugar ni en lo alto ni en lo bajo, ni circularmente, sino solamente en la superficie: el movimiento de la«virtud»… Y si hay un querer-morir también de este lado, es de un modo completamente diferente.
Con simples toques que Field nos trae a la mano, comenzamos a ver en esta incomodidad un respiro. Mientras la atonalidad nos desorienta y nos demanda creatividad, entendemos que si queremos seguir habrá que perder la forma, para luego encontrar otra, pero no pretérita. Lydia conecta con su hija Petra, o quizás mejor dicho con lo no lineal, y es por ahí que la trama drena -no sin antes pasar por la locura y una desorientación voraz- encontrando una forma de amor que como red transversal le teje un velo a la crudeza y envuelve lo que hasta este punto se nos hacía inconexo. Así, en Aion, son Petra y los sueños quienes llevan a Lydia a lo que sigue; habiendo perdido su castillo, parece que ahora a Lydia le toca ´limpiar los vidrios del templo´, uno hecho de fantasmagorías y auto-creaciones. Comienza un derrotero que nos lleva de su emoción musical inicial a su destierro físico e incluso lingüístico. Un evento cierra la historia; quizás el final sea abrupto, pero así son las conexiones, no graduales, no están inscriptas en un proceso especulativo ni pretenden ir puliendo su forma de manera lenta y progresiva para ocupar el lugar más conveniente en la partida. Así son los amores maduros, posibles, desprolijos e imperfectos, nunca utópicos, aunque indudables; y Lydia habita ahí, en la sustancia del devenir, más presente que nunca en sus actos, a favor de la trascendencia de lo musical y diluida como sujeto.
“Nada sube a la superficie sin cambiar de naturaleza”. Ya lo dijo Deleuze.
Tár (Estados Unidos, 2022). Guion y dirección: Todd Field. Fotografía: Florian Hoffmeister. Montaje: Mónika Willi. Elenco: Cate Blanchett, Nina Hoss, Noémi Merlant, Marlk Strong, Sylvia Flote, Sophie Kauer, Julian Glover. Duración: 158 minutos.
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