Con la primera sinfonía de Schumann como acompañamiento y la cámara fija, tomando en un contrapicado largo un partido de fútbol 5 unisex que muta paulatinamente en una especie de ballet y finaliza en una carrera muy al estilo Banda aparte, se sobreimprimen los créditos actorales de La princesa de Francia. Contamos seis chicas y dos varoncitos, si omitimos la voz en off de un locutor que, en perfecto italiano, presentó la pieza de música clásica un momento antes. En escasos cinco minutos Matías Piñeiro acaba de poner en escena uno de los preámbulos más atípicos de la historia del cine argentino y enseguida trasladará la acción al Museo Nacional de Bellas Artes –elección no casual, veremos–, marcando la señal de largada de la historia. Recién llegado al país desde México, Víctor (Julián Larquier Tellarini), un joven actor y director de teatro, ha insistido en citarse allí con Ana (María Villar), su amante, que se encuentra trabajando en una muestra dedicada al pintor academicista francés, William-Adolphe Bouguereau. Retengan este apellido uno o dos párrafos. Desoyendo las tibias objeciones de la muchacha, Víctor va a su encuentro directamente desde el aeropuerto, con mochila y todo, y sin saber siquiera dónde dormirá esa misma noche. Pero el amor es más fuerte (y más urgente), a juzgar por los besitos clandestinos que le da en los corredores, mientras Ana lucha para no dejarse llevar y le habla entrecortadamente de los cuadros de Bouguereau. La necesidad de secretismo obedece a la presencia de Lorena (Laura Paredes), una amiga en común de Ana, de Víctor y de Paula (Agustina Muñoz), la novia “oficial” de Víctor que, durante su ausencia, estuvo engañándolo con su mejor amigo, Guillermo (Pablo Sigal). Por supuesto, al menos por ahora, ni Víctor sospecha de Paula, ni Paula sospecha de Víctor, lo cual quizás explique que Víctor haya vuelto con la idea de encarar un proyecto en común: producir un radioteatro basado en la obra de Shakespeare, Trabajos de amor perdidos, para lo que planea convocar a Ana, a Lorena, a Paula, a Guillermo, y también a una ex novia, Natalia (Romina Paula), y probablemente a otra chica con la que se tienen ganas, Carla (Elisa Carricajo).
Desde lo argumental, La princesa de Francia se presenta como un episodio más de la eterna batalla de los sexos, un topos literario que Shakespeare no se privaba de explotar y del que Piñeiro se apropia con maestría. El engaño, el develamiento del engaño, el despecho, las dudas de los amantes, aparecen como inflexiones privilegiadas de una trama llena de capas, saltos y atajos, de cambios de perspectiva y puntos de vista, de escenas que se repiten con sutiles alteraciones, y que por momentos logran desorientar al espectador (uno de los pocos puntos flojos de la película). En cierto modo, la complejidad de la arquitectura narrativa que elige Piñeiro replica como un eco la densidad y la complicación de los sentimientos de los personajes, la forma emulando el contenido. O, como declaró el director en una entrevista, “personajes que se manipulan y se dejan manipular”. Piñeiro hace además otra jugada atrevida que consiste en saturar la película de intertextos. Librada a sí misma -es decir, a los personajes y sus conflictos sociales y psicológicos, o incluso a los juegos formales con la gramática de la cámara-, La princesa de Francia corría el riesgo de convertirse en un laberinto cerrado, asfixiante, mezcla de Parque Chás y melodrama de Almodóvar, aunque con menos tacones, cocaína y música caribeña. Lo cierto es que a veces se acerca mucho a ello. Sin embargo, con gran astucia, Piñeiro va abriendo aquí y allá vasos comunicantes, calles a doble mano que conducen simultáneamente hacia su texto y hacia el mundo exterior. Las referencias hacia otros lenguajes como la pintura, la radio, el teatro o la música clásica, abundan y son los ejemplos más fáciles.
Algo de esta rítmica –de esta intensidad–se trasluce también en los diálogos y la puesta de cámara. Por un lado, la película se define por una caligrafía visual impecable: es una escritura a mano alzada que se vale de un repertorio de encuadres rico y flexible. El ojo de la cámara es tan capaz de meterse entre los actores, seguirlos de cerca en un estilo casi documental, como de tomarlos en extraños contrapicados o demorarse en los detalles de una pintura o de un cuerpo. Y en cuanto a los diálogos, expresan un sentido del humor de naturaleza eminentemente verbal y satírica. Los parlamentos de los intérpretes son veloces, contrapuntísticos: flechazos que los personajes no paran de arrojarse. A diferencia de la fiesta colectiva del humor grotesco, que reposa en lo que se exhibe y en lo que sobresale, que es popular y desenfadada, la sátira se define por su esencia agonística y desafiante y, a menudo, la vemos asumir la forma de un duelo de palabras donde se hiere tanto por lo que se dice como por lo que se sugiere. Es el arte del envite, de hacer pisar el palito, sus mejores armas son la sorpresa y la elegancia –dos características de la pluma cinematográfica de Piñeiro– y cuando mueve a risa no es porque lo busque explícitamente, sino que se produce a la manera de un daño colateral. En ese sentido, La princesa de Francia escoge los senderos arduos y directos antes que los caminos más transitados.
Aquí pueden leer un texto de Marcos Rodríguez sobre esta película y otro de Marcos Vieytes sobre el director.
La princesa de Francia (Argentina, 2014), de Matías Piñeiro, c/ Julián LarquierTellarini, Agustina Muñoz, María Villar, Romina Paula, Laura Paredes, Elisa Carricajo, Gabriela Saidón, Pablo Sigal, Julián Tello, Juan Chacón, AlessioRigo de Righi, 70′.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: