El tango, como gran unificador cultural que fue a principios del siglo XX –sobre todo, entre los inmigrantes– dio origen a un universo y un imaginario que pronto sería asimilado indivisiblemente a la identidad nacional. El cine argentino, como Hugo del Carril, devienen de esa cultura, la tanguera. Pero en su caso, como realizador, el tango será más bien un punto de partida y no tanto una gramática cerrada a la que se le rinda culto, y esto se debe, en realidad, a que la búsqueda de del Carril tiene más que ver con el origen de la identidad criolla que con los cuchillos y malevos per se (o gauchos y facones, para el caso). Sus historias se sumergen mucho más profundo, su búsqueda es la del mago, la del alquimista: Primero intenta entender la naturaleza –la suya, la nuestra– y segundo, transformarla: porque es un militante, porque es un hombre que busca justicia social, porque es un optimista.

No intenta meramente dilucidar nuestro funcionamiento como sociedad, no es un científico, y mucho menos busca hacer un retrato pintoresquista (no se queda con el chanta que quiere zafar ni con la costurerita que dio el mal paso ni con el viejo arrabal), él trae una dimensión ética consigo. No se trata de una dimensión moralizante, de viejas tradiciones ni de la Iglesia ni de las Buenas Costumbres, sino que parece provenir de la contradicción misma, de dos modos marcadamente diferentes de entender el mundo, incluso antagónicos ¿A qué me refiero con esto? Quiero decir que del Carril es un gigante que tiene una pierna en un mundo y la otra, en otro. Uno es material, terrenal, de barro y sudor, de trabajo, de explotación y sed de justicia. Realista y naturalista a más no poder. Pero la otra pierna la tiene sumergida en un romanticismo feroz, en lo fantástico, en ese lugar en el que nace el mito. Un misticismo que, se puede entrever, apunta a dilucidar los confines del espíritu (¿alma?,¿conciencia1?), llegando a los recovecos más recónditos y oscuros. Será quizá a causa de su abuelo anarquista o por su procedencia italiana o su crianza francesa, por sus tertulias en la noche porteña o toda esa mezcla, entre burguesa y bohemia y falta de pertenencia a ninguna clase, que dio por resultado una inquietud profunda, una búsqueda identitaria-colectiva que absorbe una fuerte tradición previa del cine argentino (Ferreyra, Soffici, Torres Ríos, Christensen) y prefigura lo que vendrá después (Favio, Kuhn, Caetano). Todas estas facetas, sumadas a una exitosísima carrera como cantor –primero–, como galán del star system hispanoamericano –después– y su entereza como artista comprometido –siempre–, convierten a Hugo del Carril, en lo que refiere a nuestra propia cultura, en más grande que los Beatles.

Antes de adentrarnos en las películas, es importante mencionar que si bien su cine es el de los oprimidos y el del Pueblo, también es el de las pasiones. Desbordadas, cálidas, destructivas, luminosas, iracundas. Si la primera dimensión se la ha asociado con la tierra, la segunda podemos asociarla con el padre de los elementos, el fuego.

AhÍ tenemos, por ejemplo, el sueño de Emma (María Rosa Salgado), que es a la vez deseo y pesadilla, en El negro que tenía el alma blanca (1951). Ella se encuentra perdida en una suerte de ritual, que resulta entre expresionista y surrealista, subrayando el carácter onírico de la escena. De pronto, entran en plano dos antorchas encendidas y el fuego oficia como transformador por medio de una truca en la que el rostro blanco de ella se va convirtiendo en una cara negra. Ella misma, desdoblada, entrará en pánico con dicha transformación. El fuego hizo su alquimia en el interior de Emma, y ésto la aterra.

El fuego destruye, a simple vista, pero lo que hace en realidad, es pasar el estado de una cosa a otro. El fuego convierte. Su calor derrite el hielo. Como en Una cita con la vida (1958), en la que el fuego se presenta más sutil, apaciguado, incluso cálido.

Para ser una película en blanco y negro, es impresionante lo fácil que resulta captar su paleta de colores: Nélida (Gilda Lousek) huye de su casa, que es fría y azul, porque tanto su madre (con quien convive pero no percibe su afecto) como su padre (empresario ausente, con una nueva familia) son témpanos de hielo con ella. Luis (Enzo Viena) viene de una familia con un padre abusivo, que golpea a su madre, y un hermano delincuente, es decir, un seno familiar donde todo está teñido de rojo: el fuego de la violencia. Nélida es virgen y Luis solo conoce la carnalidad sin afecto, el destino los junta y juntos son equilibrio. Si ella es el agua, él es la arena. Como unos Adán y Eva adolescentes que ante la incomprensión de los demás huyen juntos a un delta que podría ser el paraíso. Pero la calidez de su amor inocente, lejos de ser una tragedia –aunque por un momento uno teme que así concluya la historia– termina por derretir el frío corazón de la madre de Nélida, que la había encerrado en su cuarto como si fuera Rapunzel. La tragedia se evita –con balcón de Romeo y Julieta mediante– gracias a que la madre de ella escucha los sentimientos genuinos del muchacho (Enrique Carreras haría un remedo de esta escena en otra película con Enzo Viena en un rol principal, Viva la Vida, de 1969). La película es la más esperanzada de Hugo del Carril, y temática y formalmente (salvo por la música de Tito Ribero que le da un carácter clásico, volviéndola magistralmente atemporal) se adelanta a la llamada Generación del 60, la del primer nuevo cine argentino.

La última toma de Una cita con la vida es la de dos palomas que salen volando. El final de fábula es acorde al tono de la película. Las palomas volverán a aparecer en otra película del realizador, Amorina (1961), esta vez como farsa.

“Si no se pone fuego en el piano, hay que tirar el piano al fuego” dice el maestro de piano a María Elena (Alicia Paz), la hija de Amorina (Tita Merello), y lo repiten varios personajes a lo largo de la película. Las palomas aparecen también en las escenas que evidencian el amor joven, pero para la madre, para Amorina, esas palomas son ajenas. Amorina viste las pieles de un felino en la escena en la que se entera que su marido la engaña, a través de un detective que contrató su hermana2. Ella, su situación emocional (su mente, su conciencia) está en la entropía misma, donde el calor del sol se siente lejos. Donde casi no se perciben sus miles de explosiones nucleares y todo lo que queda es aferrarse a un pasado que se desvanece, a través del rencor, la culpa y, finalmente, la locura. Aunque Amorina se victimice, no podemos evitar sentir que todos son victimarios en esa familia aburguesada y pese a que todo suene a tragedia hay algo de comedia negra –negrísima– en el tratamiento que le da Hugo, como en un reverso burlón a otra película suya: Más allá del olvido (1955–56), donde también trata la temática del apego, la de intentar evitar que el fuego se apague, como si el fuego se pudiera controlar, reducirlo a una propiedad.

Si en Amorina el centro temático es la ausencia del calor, en Más allá del olvido lo que observamos es la ausencia de la luz. El fuego forma parte de las escenas más importantes de la película, que –vale la pena recordarlo– es una obra maestra del romanticismo gótico vernáculo.

Clara (Laura Hidalgo) mira por la ventana, decidida. Algo se siente mal, siniestro, ella luce como un fantasma porque pronto lo será. Se acerca a su marido, Fernando (Hugo del Carril), como un animal que acecha a su presa y apoya su cabeza sobre el regazo de él, mostrándose dócil, pero es evidente que es ella quien lo está domando a él. Junto al hogar, es decir, junto al fuego, ella lo está convirtiendo en su propiedad más allá de la muerte, porque él no sabe –pero ella sí– que está próxima a morir. Ella le pide perdón por no haberle dado hijos (recordemos la importancia del asunto en el siglo XIX en relación con la permanencia de las propiedades dentro de la familia), él desestima el asunto y le dice que pueden tenerlos en el futuro. En ese momento, ella –vemos el dominio en sus ojos– le dice que si él muriera ella se quedaría encerrada en la casa, esperando gustosa el momento del reencuentro en el Más Allá. Es una trampa para que diga lo mismo, y él cae.

Clara muere y él se dedica a tocar siempre la misma canción en el piano, la canción de Clara. Contempla, borracho, el retrato de ella sobre el hogar, con las llamas debajo como si su espíritu estuviera mirándolo desde el mismo infierno. Ella está ahí y no está. La ausencia se presenta desde las sombras para atormentarlo. Y la promesa, la trampa. El fuego es una imposición eterna. Con una llama perversa debajo que solo puede iluminar una pintura en la casa, un mero recuerdo. De pronto, como en un delirio febril, Fernando es expulsado de la casa por su primo médico, que le pide que haga un viaje para olvidar, y en ese olvido, un nuevo fuego se prende. Fuego en un cuchillo que se clava junto al rostro de una bataclana que no es cualquiera porque es igual a Clara, aunque se llama Mónica y –salvo en el rostro, salvo en la actriz (Hidalgo nuevamente)– es otra persona. Otra persona con otro pasado, pasado que le será negado al casarse con Fernando. Eso mismo le cuestionará Mónica, una vez más junto al fuego del hogar. Cuando Fernando decida salir de las sombras –sombras que revestían a Mónica, que era Pueblo y era individuo– será demasiado tarde. Frente al retrato burlón y la llama eterna de la muerte, Mónica es asesinada por la espalda por uno de esos cuchillos de su cafishio, ya sin fuego, porque ya nada queda.

La tragedia es una deconstrucción del tango mismo, cuyos elementos ya había puesto en juego en su primera película, Historia del 900 (1949), y a la vez funciona como lectura y reflexión sobre el peronismo como movimiento, sobre todo a través de la figura de Eva Perón3. Amorina, por otro lado, rompe y deconstruye la propia deconstrucción. Lo que en Más allá del olvido es tragedia en Amorina es farsa, donde había fuego de hogar ya no hay más, donde no había luz ya no hay calor tampoco y donde había solo víctimas ahora hay solo victimarios. La solemnidad es cambiada por costumbrismo y humor. El clasicismo cinematográfico de las formas (en contrapunto con el romanticismo del contenido), que resulta perfecto en Más allá del olvido, es sustituido por urbanidad, modernidad y un naturalismo de rasgos intencional y paradójicamente melodramáticos en Amorina. Si en la primera criticaba a la burguesía y sus valores, en la segunda la crítica mordaz es al aburguesamiento.

En el fondo, la crítica es al poder mismo, al poder como división y dominación, que puede llamarse terratenientes, corporaciones, Iglesia, Corona o patriarcado. Por eso la cabeza de La Quintrala, doña Catalina de los Ríos y Lisperguer (1955), flota sobre los fuegos del infierno. Porque es la opresora oprimida que tiene una moral propia, un fuego que no se mezcla con los otros fuegos, pero sí se mezclan, en su sangre, la santidad y la herejía, el placer y el dolor, en un mismo ardor. Porque la moral del oprimido puede traducirse de cualquier manera y empuñar el látigo del opresor. Si en Esta tierra es mía (1961) vemos que las condiciones económicas pueden llevar a los patrones, por más buenos que sean, como el personaje de Mario Soffici a incendiar sus propias plantaciones, ¿por qué no podemos pensar que el mal patrón de Las aguas bajan turbias (1952) es también un resultado de ese aparato de explotación que él mismo reproduce?

El fuego que calienta el mate –actividad social– mientras Nelly Meden se frota un mono por la cara –actividad privada– ardiente de deseo. El fuego es el poder, que une a los hombres, pero que también es su pasión y, en el peor de los casos, su destrucción o peor, la aridez absoluta, como en Las tierras blancas (1958), cuya estructura anti-épica, intencionalmente frustrante, logra reflejar cómo se termina matando todo rasgo de inocencia que puede haber en el hombre. Pero en realidad, en el fondo, no hay tal destrucción: nada muere, todo se transforma.

Para terminar, una escena de La sentencia (1964): Bettina (Virginia Lago) e Hilario (Emilio Alfaro) están en una suerte de estanque, que también remite al paraíso. La vida de él es pura represión, la de ella es un sin rumbo desenfrenado, y en el estanque, bajo la luz de la luna, encuentran los dos un momento de calma. Ella, como una sílfide o una ninfa, sale del agua, y él no puede quitarle los ojos de encima. Ella lo seduce, como el ser elemental y desenfrenado que es, y él se aferra a ese momento. Tienen sexo y todos los elementos están ahí, el aire, el agua, la tierra. Ellos son fuego en un instante que se consume y luego los devolverá a su vida, en la que no deberían mezclarse. Él la saca de un encierro (un reformatorio) para llevarla a otro (un matrimonio). Ella quiere afecto y no lo tiene, él también. Para ella el afecto es libertad, para él, posesión. El calor que rodea las imágenes es una suerte de humedad, porque es pegajoso, como los sapos junto al estanque. No son palomas ya. El que creemos un héroe es en realidad el asesino, quien pensamos que es una mala mujer también la sabemos víctima. El asesino es fruto de una represión, sugerida en su madre pero también en la sociedad, en los jueces y en las instituciones. Y Bettina, que solo buscaba libertad sexual, moral, física y, pese a estar muerta, también es juzgada constantemente, por los hombres, por las mujeres. El encierro es de todos.

Bettina e Hilario son el reflejo oscuro de Nélida y Luis de Una cita con la vida, en los cuales del Carril depositaba esperanza. Como si fuera un contrapunto: ahora instala un llamado de atención, a que no se desampare a la juventud, por un lado, pero también a la búsqueda de entender qué quieren decir conceptos que parecen abstractos, como “libertad” y “amor”, entenderlos a fondo, aunque no nos guste la respuesta. A que veamos que, como existe el equilibro en nuestra sociedad, también existe el choque, y podemos observar las causas, Podemos evitar que el agua bulla o, peor, que el volcán explote. La sentencia fue la última que hizo junto a Eduardo Borrás. Pero un año antes, ya había empezado a cerrar el círculo con la miniserie para televisión, La calesita (1963), que retoma la tradición que empezaran Gardel y Ferreyra (dos referentes indiscutidos de su obra) de la ópera tanguera.

Después de La sentencia, haría un musical con el que volvería a sus propios orígenes –y la matriz del espectáculo porteño por antonomasia–, la revista: Buenas noches, Buenos Aires (1964), cuyo título ya suena a despedida, y que, aunque carezca de una narrativa tradicional, flotan en sus números temáticas como el enfrentamiento generacional (tango vs. nueva ola), la relación identitaria del porteño con Europa (sobre todo con Madrid y París) y la visibilización de la comunidad afro en nuestro país. El cierre es, por supuesto, un malambo contextualizado en las guerras de la Independencia.

Las participaciones de Palito Ortega cantando Todo es amor y de Pichuco tocando el tema que da nombre a la película resultan efectivas representaciones del eclecticismo de carácter nacional y popular que se manifiesta en la obra completa de Hugo del Carril como autor cinematográfico.

Por último, una coda tras el exilio: Yo maté a Facundo (1975), que funciona –le robo la interpretación a Marcos Vieytes– como una alegoría genial y sutil sobre el modus operandi– y lo que hay detrás– de las dictaduras que pulularon en nuestra historia. La decisión peculiar, en contra de la moda de la época, de hacer películas sobre héroes históricos (o antihéroes de ficción) como el San Martín o el Martín Fierro de Torre Nilsson: él hace una centrada en el asesino de Facundo Quiroga, Santos Pérez (Federico Luppi), una figura funesta que ni siquiera entiende por qué hace lo que hace, como un animal salvaje, buscando triste aceptación y comprando apenas una ilusión de poder. Con Yo maté a Facundo nuestro director no hace la película de Lennon, hace la de Chapman.

Esto se debe a que Hugo del Carril es un iconoclasta, aniquila los dioses del pasado para crear leyendas nuevas: donde destruye mitos funda otros. La pasión última de su obra es la de reconocer la “otredad” y transformarla en una unidad, derretir los límites y hacerla una. Amalgamar lo que se ha separado. El fuego es, en definitiva, el amor que une todas las cosas. Esa es su alquimia, lo que lo vuelve un artista único y, posiblemente, el realizador más grande de nuestras tierras.

Porque entendió estas tierras, porque sus películas mantienen nuestro fuego encendido.

1. Aquí no hay destino sino autodeterminación y lo más interesante es que detrás de esa facultad no está Dios sino la conciencia humana y el sentido de responsabilidad personal.” menciona Fernando Martín Peña en su reseña sobre la película Culpable (1960), lo que denota el lugar que ocupa la conciencia humana en la cosmovisión del realizador.

2. Bettina, en La sentencia (1964), también vestirá un animal print que remite a un leopardo. La asociación con animales alude a la fábula, y también es un punto de análisis interesante en sí mismo. Por montaje, en Esta tierra es mía, asocia a los trabajadores rurales con vacas y a la pareja principal los asocia con equinos.

3. Como le pasó a Carl Th. Dreyer con la vida de Jesús o a Stanley Kubrick con la de Napoleón, a Del Carril le quedó en el tintero llevar la historia de Eva Perón al cine. Sean cuales fueran los motivos por los que no pudo concretar el proyecto, es evidente -por sus inquietudes- que era el directo ideal para contar su biografía de forma comprometida, estilizada y sin tapujos. Eva, igualmente, aparece de una forma u otra diseminada a través de muchos de sus personajes femeninos.

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