La identidad es una construcción, no es algo dado por la naturaleza. Que no esté exenta de contradicciones no implica que no sea el resultado de un proceso que un individuo o un grupo social encara más o menos conscientemente durante un tiempo. En muchos casos, es el resultado del esfuerzo por sostener determinadas ideas o valores. La identidad llega así, como un destilado de pensamientos y acciones que excede a la imagen. Esta puede ser simplemente superficie, una descripción puramente física que no alcanza profundidad si no se detiene en la observación de los detalles, en el entrelazamiento con las palabras, en el devenir de la acción.

Hay en Orione un innegable intento por trazar una identidad en imágenes: la de un barrio del conurbano bonaerense atravesado por las carencias y la inestabilidad. La historia de Ale, un chico del lugar, funciona como punto de partida. No importa tanto la historia en sí como ejercicio típico narrativo (escuchamos al comienzo a su madre diciendo “la última vez que lo ví…”, anticipando no solo el desenlace sino a qué tipo de historia vamos a asistir) sino la representación, la universalización que trasunta respecto del barrio en sí y de su multiplicación hacia otros ámbitos similares del conurbano: la delincuencia juvenil, el armado de bandas, la policía, el contraste con los vecinos que trabajan.

Pero esa identidad buscada choca entre la superficie y lo que se sostiene más abajo, en las sombras. El barrio de monoblocks, con su estética de cárcel, intenta contrastarse con esas imágenes que funcionan como inserts, separadores en los que vemos a las familias preparando un asado en el patio común, una feria que sacude la modorra del silencio, unos chicos que hablan de sus primeras aventuras amorosas. Como si necesitara afirmarse la pertenencia a una cierta “normalidad” anclada en lo cotidiano como respuesta a una construcción ajena. La cuestión es que esa construcción termina revelándose no tan ajena, sino como parte del entramado del documental: un pibe que sale a robar, desarmaderos de autos, allanamientos y coimas policiales, más pibes presos, delatores devenidos testigos. Y la muerte.

El problema de esa construcción es, en parte, la multiplicidad de puntos de vista. Pero en mayor medida consiste en no asumir una postura definida ante ellos. Veamos. De un lado, el relato de la madre parece, durante largos momentos, articularse como eje central: pero su armazón es el de un relato distanciado, que responde a lo que otros han contado, visto, presenciado. Su hijo, como personaje, queda entonces dualizado. En el relato de la madre, Ale es el chico que se le fue de las manos y que terminó admitiendo que le gustaba robar. En otro lado, Ale es la ausencia de relatos diferentes que lo complementen, que permitan entender por qué salir a robar fue una elección. No hay voces que reconstruyan esa otra parte del personaje, con lo que la visión desde el relato materno queda un poco mancada.

Por otro lado, los restantes puntos de vista se dirigen hacia otro lugar. Aparece el interrogatorio a un niño cuyo padre fue secuestrado delante de sus ojos. Una rueda de reconocimiento de sospechosos en una comisaría. Una situación policial contada con la cámara desde el interior de un patrullero y con el sonido de la radiopatrulla de fondo. Un allanamiento a una casa humilde en que la cámara está acompañando el accionar policial. Esa multiplicidad desvía la construcción del personaje central pasando del sujeto que roba al secuestrado y al que repone la normalidad. Esa es una contradicción que el documental no puede resolver porque salta las fronteras de la dualidad víctima/victimario, sin constituir sobre ellos una mirada consistente.

En algún punto del relato, es inevitable que las dudas se conviertan en preguntas. Para qué concentrarse en el desgarramiento que proviene del relato de la madre que ha perdido a su hijo, si a ello se le opone una visión despojada de crítica, tanto de su accionar como de las formas que asume la represión policial. Para qué detenerse en la construcción que hace la televisión en su informe del “enfrentamiento”: una que quita nombres, convierte en anónimo a la persona –véase que es un proceso similar al de la escena de la autopsia, o la del cementerio-, lo muestra como cuerpo muerto, lo organiza como un delincuente sin historia, sin lazos sociales. Un cuerpo definido por las palabras de un fiscal, por la imagen del cuerpo tirado boca abajo. Allí la persona se convierte en cuerpo, para la televisión, pero también para el documental, despojándolo no solo de la voz propia, sino también de una voz cercana que intente articular su pasaje a la delincuencia.

Confinado a un plano secundario, Ale vuelve cada tanto al centro cuando se rescatan viejas filmaciones familiares. Entre ellas, es particularmente reveladora, un verdadero hallazgo, la del cumpleaños del 2001, donde podemos escucharlo admitiendo que “esta noche nadie va a robar” y donde podemos ver, a la distancia, una discusión con la madre tapada por la música y la lejanía de la cámara. Pero incluso en el relato de la madre, su centralidad se pierde, se ramifica en la historia del otro hijo, en la de su nieto. Si el relato del documental se desmadeja es porque hay una carencia que proviene de la ausencia de un lugar desde el cual posicionarse ante ese cúmulo de elementos.

Entonces, Orione más que la construcción de una identidad barrial o zonal o de un personaje, discurre en una indefinición que se permite desaprovechar algunas ideas interesantes que piden mayor desarrollo, mayor inserción en la trama (el contraste entre la narración en off de la madre y las imágenes que la muestran haciendo una torta; la sensación inquietante que deja flotando el hombre del taller cuando señala que nadie sabe bien quién y qué es el otro). Ello hubiera llevado a zonas menos confortables, más complejas, pero que hubieran contribuido a definir no solamente la identidad del barrio, sino también la del documental.

Orione (Argentina, 2018). Dirección: Toia Bonino. Guion: Toia Bonino. Color: Mauricio Heredia. Edición: Toia Bonino y Alejo Moguillansky. Duración: 65 minutos.

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