Dentro de la sección El vals del aniversario, Pantalla Pinamar exhibe tres películas argentinas que celebran un importante aniversario, de esos que se festejan con especial empeño porque ya son muchos años los que pasaron, o porque se alcanzó una cifra de números redondos. En este 2017, ya son ochenta años para Fuera de la ley (1937), sesenta para Las campanas de Teresa y cincuenta y cinco para Bajo un mismo rostro (1962). Además de ser una imperdible ocasión para ver clásicos argentinos en pantalla grande, y en copias muy buenas, resulta valioso atender a obras algo inusuales, o curiosas por alguna razón, de directores claves en la construcción de la historia del cine argentino.
I. Fuera le la ley es el policial de un director de comedias como lo fue Manuel Romero. Filmado en los 30 acusa un ambiente opresivo y una notable tensión en cada uno de sus espacios que serán dominantes en el cine de los 40. Toma como punto de partida la estancia de un joven rebelde en un reformatorio que se parece demasiado a un presidio. Ese joven es José Gola, presencia cinematográfica inolvidable que nada tiene que envidiarle a los rostros del cine de gángsters estadounidense como Edward G. Robinson o Pat O’Brien (dejando de lado a James Cagney cuya corporalidad daba a sus personajes una energía más inquieta e irascible). Su mezcla de carisma y crueldad será clave para su Juan Robles, quien durante el encierro seducirá a sus compañeros con un liderazgo natural (un detalle importante es que su único enemigo es primero delator y luego mata por la espalda), luego mantendrá el apoyo incondicional de su madre por ser el hijo descarriado que siempre puede volver al redil, y también inspirará en su hermanastra un temor que no deja de esconder cierta fascinación. El padre de Juan es policía y, ante la liberación de su hijo, confía en que la ley que él representa sea el límite para el incipiente criminal.
Luis Arata interpreta a ese padre que intenta bajo todos los medios cumplir y hacer cumplir la ley, siendo paradójicamente quien propicia su quiebre una y otra vez. Su amor de padre se rige por mandatos y expectativas, y si protege a su vástago cuando su mujer se lo pide o cuando cree que debe atenuar su severidad, cuando quiere restituir la coacción irremediablemente fracasa. Lo más interesante de la película es que mientras en Hollywood, luego de la vigencia estricta del Código Hays, el cine de gángsters redimía a sus criminales como antihéroes trágicos, a veces presos del arrepentimiento, otras tardíamente conscientes del mal ocasionado (como ocurre en Ángeles con caras sucias o Héroes olvidados), Romero hace de su criminal un hombre despiadado sin más ley que la propia, la que le dicta su caprichoso deseo. Juan persigue incansablemente lo que quiere, y es en ese gesto de pasión cegadora donde subvierte toda restricción. Cuando sale del reformatorio, y regresa al hogar, descubre que la niña que sus padres habían recogido como parte de la familia ha crecido. “Ya no es mi hermana, no la vi crecer todos estos años”. Es esa obsesión la que lo conduce al final, porque la ley de la que reniega Juan no es solo la del Estado sino la de la familia como fundamento de toda estructura social. Es la violación del tabú y el desafío a la autoridad paterna lo que impulsa a Juan a perseguir un deseo que no tiene límites ni siquiera a la hora de la muerte.
II. Las campanas de Teresa impacta al verla por los rabiosos colores con los que está filmada (la copia que fue exhibida es excepcional). Según el presentador de la función, fue la primera película cromática de Argentina Sono Film y el sistema de color que se utilizó entonces se llamaba Ferraniacolor. Si bien es de 1957, recuerda el color intenso y artificial de la Fox en los 40, estilo que puede verse en Que el cielo la juzgue o en algunos de los musicales con Betty Grable de esa década. Además, es la última película de Carlos Schlieper, estrenada meses después de su muerte, y la última aparición de la inolvidable Laura Hidalgo luego de su retiro y casamiento en México. La imagen de femme fatal de Hidalgo, modelada en películas como Armiño negro, o de mujer misteriosa y fantasmal como en Más allá del olvido, aquí se transforma en todo lo opuesto: Teresa es una huérfana provinciana, ingenua y muy devota, de carácter fuerte y algo rústica, que mezcla ternura e ímpetu para conseguir lo que quiere, ya sea el amor de un playboy oportunista o las campanas de la iglesia local.
La película comienza en el exterior de una iglesia muy modesta, en pleno paisaje salteño. El padre Periquín ha iniciado una colecta para comprar las campanas que anunciarán misas y bautizos, sin demasiadas expectativas por la reticente colaboración de los fieles. Frente a su resignación, Teresa nunca se da por vencida e irrumpe, desde el fuera de campo, arrojando un cacharro contra la mezquindad de quienes dicen amar a Dios pero no sueltan ni un centavo. A partir de entonces, el bendito campanario será el único motor para las acciones de nuestra heroína: para conseguirlo, visita a una mujer de moral ligera que todo el pueblo margina, pasa contrabando por la frontera con Bolivia, estafa con el precio de sus cacharros, extorsiona a algunos fieles, y es capaz de prometer su casamiento para que ese impulso finalmente se confunda con el amor. Lo que la película relata, más allá de la historia de amor que la unirá al niño rico que primero la engaña y luego se enamora de ella, es la voluntad inquebrantable de Teresa, mujer que se hace a sí misma desde su origen incierto, que trabaja y lucha contra los prejuicios de una sociedad hipócrita y pacata.
Sin ser la mejor película de Schlieper, Hidalgo tiene el espíritu de sus heroínas, intensas e incorregibles, dueñas de su voluntad y artífices de su entrega, capaces de los enredos y desmanes más extraños con tal de conseguir lo que se proponen. Así como Malisa Zini buscaba novio haciéndose pasar por casada en Arroz con leche, Laura Hidalgo persigue las campanas de la iglesia como si fueran el último de los tesoros, cristalización del triunfo de su férrea voluntad. Ella, que nunca termina de ser la señora que la educación y la familia le exigen, tendrá a la mujer pecadora en la primera fila de su casamiento, hará que su novio, funcionario de Aduana, pase mercadería de contrabando en las narices de la ley, y adornará el campanario con el dinero obtenido con engaños y asuntos non sanctos. No solo nunca se corrige, sino que impregna con su encanto sin culpa a todo el que pasa a su alrededor.
III. La última película del ciclo anual de rescates nacionales que ofrece Pinamar es Bajo un mismo rostro. Es una de las películas de la etapa madura de Daniel Tinayre, y tiene como curiosidad que aparecen las hermanas Legrand haciendo de gemelas que toman caminos opuestos, una monja y la otra prostituta. Si bien no es la película más manierista de Tinayre, cuyo estilo logró en los años cuarenta y cincuenta exponentes de un notable barroquismo formal (como las excepcionales Danza del fuego o Deshonra), utiliza con gran virtuosismo los espacios lujosos en los que se mueve Inés, la joven modelo devenida en escort que interpreta Mirtha Legrand, en oposición a los altares y largos corredores en los que vemos confinada a la Sor Elizabeth de su hermana Silvia. Tinayre, más preocupado en general por la composición del encuadre y por los resultados plásticos de sus imágenes, logra junto a su guionista Silvina Bullrich que el complejo relato de Guy des Cars, Hijas de la alegría, tenga una notable claridad expositiva, sin afectar el ritmo del relato, sumando personajes decisivos a medida que avanza la acción, y conjugando su estilo con las constantes de un género como el melodrama.
Todo comienza con un crimen y un flashback. Un inspector de policía nos anticipa en off que asistiremos a una historia dolorosa que merece ser contada. Su patrullero arriba a un convento y allí solicita la presencia de una monja que se encuentra rezando una infinita plegaria a los pies del altar. El relato del pasado llega de la boca de una Sor Inés misteriosa, sumergida en la penumbra de su propia sombra, la de su dolor y su culpa. Tinayre ofrece esos espacios cargados de humo y misticismo para abrir el mundo del ayer, del origen todavía inocente de pecado. Ese espacio de refugio y encierro, que marca el destino de ambas hermanas, es en el que Silvia Legrand protagoniza una de las escenas más deslumbrantes de la película. Cuando Inés ha descubierto el mundo en el que se ha sumergido, es su hermana la que purga el pecado enferma de delirio entre los rezos mortuorios del convento. Su rostro desencajado, su expresión extasiada de castigo y ofrenda, es la más clara concreción de esa alma única dividida en dos cuerpos iguales. Como signo de ambición moderna, además de laos acordes del saxofón que recuerdan a Ascensor para el cadalso (1962) de Luis Malle, está la escena en la que Mirtha deambula por las escaleras del subterráneo, seducida por la penumbra del túnel, por la tentación del castigo.
Si en La patota la devoción de Paulina era el impulso para abrazar la condena y el castigo, y en La Mary el origen impuro de Susana Giménez desnudaba represiones y desataba maledicencias, en Bajo un mismo rostro es la monja la que carga sobre sus espaldas el pecado de su doble. Casi como evocando al Marqués de Sade, la virtud de Sor Elizabeth, su dedicación y generosidad, no le traen sino desgracias e infortunios. Por más intensos que puedan ser los enfrentamientos de Inés con su brutal e inmoral cafisho (un excepcional Ernesto Bianco), no hay oscuridad más grande que la que pesa sobre la soledad de su pobre hermana. Es ella quien lava y cuelga sábanas y atiende a los ancianos mientras Inés recibe piropos y gratificaciones por sus visitas esporádicas. Y finalmente será ella quien enfrente el mal sin siquiera recibir el crédito del sacrificio. Pero Tinayre, haciendo justicia, les reserva las mejor de las despedidas: la consagración al amor divino para la libertina y la muerte como liberación para la santa.
Fuera de la ley (Argentina, 1937), de Manuel Romero, 90’.
Las campanas de Teresa (Argentina, 1957), de Carlos Schlieper, 80’.
Bajo un mismo rostro (Argentina, 1962), de Daniel Tinayre, 113’
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