Radu Jude nos presenta a Max Blecher, poeta y novelista rumano nacido en 1909, cercano al surrealismo, amigo postal de Heidegger y André Breton. Su película abarca los tres últimos años de vida de Blecher, enfermo de tuberculosis ósea, internado en un sanatorio junto al Mar Negro, muerto en 1938.
Jude es uno de los protagonistas del llamado “nuevo cine rumano”, un movimiento que conocemos más a través de los festivales que de los estrenos comerciales. Algunas de sus características son: un realismo austero en la puesta en escena, historias a menudo desbordantes de acciones que parecen no llevar a ningún lado, personajes desorientados o dueños de una voluntad que los impulsa adelante y disimula sus debilidades, diálogos que no comunican. Un buen ejemplo de la modalidad rumana es Todos en nuestra familia (2009), una de las películas anteriores de Jude que vimos en algún Bafici; un solo escenario: la casa en que habitó un matrimonio disuelto en donde viven la ex mujer, su nuevo marido y la hija pequeña de aquella, a donde va el ex marido a buscar a la nena para llevársela de vacaciones. Pactos incumplidos, promesas que se rompen, palabras que van y vienen, de la comedia al drama con una explosión final de violencia que asusta por lo cotidiana. Poco más que eso, y es suficiente. Ese realismo de tiempo presente, despreocupado de cualquier teoría, que termina connotando zonas más amplias del conocimiento y la experiencia humana, pesimista y recorrido por un humor de tonos oscuros, es el que constituye al cine rumano que conocemos. Scarred Hearts parece abrir otros caminos para esta cinematografía. Lo hace sin abandonar el realismo pero yendo a un pasado mediato (hasta ahora el límite era la época soviética, en especial la dictadura de Ceaucescu).
Sin embargo, el viaje a la Rumania monárquica y de preguerra en que vivió y murió Blecher está narrado y puesto en escena con los mismos recursos que el nuevo cine rumano nos mostró hasta ahora: un escenario dominante: el interior del sanatorio; una pantalla –en este caso de formato cuadrado- que amontona a personas y cosas en el plano en una promiscuidad asediada por diálogos, gritos, carcajadas o ayes de dolor que fuerzan el realismo hasta sus límites con el absurdo; una cámara siempre inmóvil y en plano general que aleja a los personajes o los encuadra parcialmente entre objetos, marcos de puertas, pasillos y cuanto elemento de ambiente pueda sumar al aislamiento o la distancia entre ellos y el foco; siempre el ángulo justo, siempre el tiempo exacto (la cámara fija sobre su eje e inmóvil durante un tiempo de variable duración es un lugar común en muchos de los llamados “nuevos cines”, con la franquicia argentina en lugar destacado; pero, despojado del profundo sentido moral y la discreción que le da Jude, el recurso estético se convierte en facilismo, “cómo no se qué hacer con la cámara la dejo quieta frente a los actores y que el plano se construya solo”, sería su lema) como para que luego de la aparente frialdad clínica de la narración aparezca el compromiso con la misma y nos deposite en esos pasillos hospitalarios, viendo el dolor de Blecher con sus huesos roídos por la enfermedad que los transforma en pus, con su cuerpo enyesado desde la cintura al cuello, alineado junto a una fila de homólogos escayolados en una galería frente al mar para recibir su aire terapéutico, una de la pocas curas posibles antes del descubrimiento de la penicilina, fumando como un (in)sano, escribiendo como un condenado.
¿Condena a muerte o a sobrevida?, condena al sexo por mano propia o al encuentro absurdo y doloroso con otra mujer de yeso. Hombres y mujeres envueltos en una caparazón “como quelonios” dice alguien, o como criaturas metamorfoseadas por un contemporáneo y todavía ignoto Franz Kafka, vecino cultural y geográfico de Blecher, ambos condenados por la tisis, condena conjunta extendida al amor imposible, Dora para Kafka, Solange para Max. Solange es una mujer que sobrevivió a la tisis con una pierna menos y que vuelve al sanatorio como una fatalidad llevando su consuelo moral y sexual a los pacientes. Ambos comparten las desquiciadas fiestas nocturnas de los condenados, maratones de cantos, gritos y alcohol, jornadas buñuelescas que mezclan consignas antisemitas, proclamas nacionalistas y parodias de Hitler. El vínculo que une a Max con Solange se va haciendo intenso y exclusivo, cobija las fantasías matrimoniales de Max y la lucidez de Solange, no hay futuro, en una época en que conviven el nazismo y la tuberculosis la muerte es el resultado inevitable, muerte solidaria repartida entre tísicos y sanos. El ámbito cerrado de la Clínica, e incluso las breves escenas en el pueblo y en la casa de Solange, replican a la marea negra que avanza en el afuera: el ascenso del líder fascista local Codreanu, el antisemitismo creciente, el clima casi jubiloso de resentimiento y belicismo. En ese ámbito, la enfermedad terminal de Max Blecher deja de ser un drama individual para transformarse en un presagio de fin de mundo, de ese mundo que había generado tanto al surrealismo como a Hitler. La clínica junto al mar es un ámbito que, merced a sus oscuridades y sonidos, evoca y anticipa en la memoria del espectador el espanto de los campos de concentración. La fatalidad de la enfermedad física como anticipo de la enfermedad moral, una tragedia dentro de otra mayor; una historia –la de Max Blecher- que se interrumpe en el momento culminante de su calvario porque no es necesario contar el final, una vida que se disuelve en la muerte colectiva. Para refrendarlo Jude abandona el tiempo histórico e irrumpe en el presente en donde dos planos generales nos muestran la tumba de Blecher en un cementerio judío, su foto interpelándonos desde la placa funeraria. La placa y todo el ámbito del cementerio muestran un estado de abandono que habla implícitamente de muertes colectivas y olvido. Scarred Hearts se cierra en ese punto con una pretensión que ha cumplido con creces: alzarse contra ese y todos los olvidos, en contra de la muerte pero sin ignorar que ella es nuestra compañera de ruta.
Scarred hearts (Rumania, 2016), de Radu Jude, 114′.
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