La tentación es grande. Contraponer El juicio a Argentina, 1985 puede simplificar el análisis, con lo que ello conlleva: limitarlo a un juego de las diferencias –y de ocasionales similitudes- implicaría por un lado, cometer el error de pensar al documental como un sucedáneo de la ficción, negando sus particularidades; y por el otro, presupondría un enfrentamiento allí donde de manera evidente surge una complementariedad. Una y otra implican la negación del peso discursivo que cada una de las películas tiene y la relación que pretenden establecer con su público potencial. Tampoco se trata de ejercer una mirada que niegue la existencia de la otra: la referencia de ambas al mismo momento, a un mismo hecho y a un mismo grupo de personajes implica una recuperación histórica que las pone necesariamente en contacto.
El juicio parte de algunas restricciones contundentes. La primera es circunscribirse, como lo plantea su título, al hecho puntual (el Juicio a las Juntas Militares). Comienza y termina con él. La segunda es limitarse a las imágenes tomadas en la sala de audiencias, como parte de la grabación oficial(no se puede hablar de transmisión, porque en aquel momento solo se pasaban fragmentos editados y sin sonido en la televisión). De allí que toda referencia a cómo se llegó hasta allí y cómo se siguió tras las condenas, aparezcan detalladas en el comienzo y el final sobre placas negras. La decisión no implica solamente la concentración temporal (de hecho el efecto más notable del documental es el borramiento del tiempo hasta convertirlo en un continuo, cuyos rastros se observan únicamente en el agotamiento de los participantes), sino el trabajo sobre un objeto concreto y sobre un material cuya desmesura se intuye pero que el documental decide salvar como obstáculo.
En El juicio, comienzo y final permanecen incólumes, desde la primera audiencia a la lectura de las condenas. El trabajo es ordenar ese material para darle un sentido. Para ello, se decide romper con la lógica interna de un juicio que implica fases pre-establecidas (formulación de la acusación, planteo de las defensas, testigos, alegatos finales y sentencia) para recuperarlo como hecho que sobrepasa esa lógica. Para ello, pone en el centro del relato a los testigos, otorgándoles el peso fundamental del relato. Hasta tal punto que en la mayor parte de los casos, las preguntas de fiscales y defensas son omitidas, salvo unas pocas excepciones, relegando a éstos a un lugar secundario, a una funcionalidad casi burocrática que los hace dependientes de los testimonios. Allí hay una diferencia esencial con el punto de vista ensayado por la película de Santiago Mitre, que ponía al fiscal Strassera en el centro, como motor necesario y casi suficiente para materializar el juicio. Aquí, Strassera es devuelto a su lugar, que lo coloca en contienda y tensión permanente con los abogados de la defensa.
Los testimonios, por otra parte, aparecen fragmentados. Se va y vuelve a cada uno de acuerdo a un orden que los excede. El relato individual construido como un discurso que funciona como resumen (como ocurría en Argentina, 1985 con el testimonio de Adriana Calvo de Laborde) cede aquí su lugar a lo que lo constituye en relación con los otros testimonios. Un juego de regularidades y continuidades (diferentes testigos que relatan situaciones similares en distintos centros clandestinos) y hasta de rupturas (el duelo que entablan los defensores a partir del testimonio de Victor Basterra, el relato del ex presidente de facto Alejandro Lanusse, la explicación de la exhumación de los cuerpos por parte de Clyde Snow) cuya finalidad ulterior es la creación de un sistema. Uno en el que el testimonio desdibuja en parte su peso individual para contribuir a un relato colectivo.
Lo interesante es que ese relato no se asienta en un territorio aislado. El juicio no omite que hay una contraparte, y a diferencia de lo que sucedía en la película de Mitre, prefiere darle lugar a esa voz. Es entonces que el documental pone en escena la lucha entre dos relatos colectivos. Uno, ya organizado y que fue el preminente en los años previos, encarnado en los miembros de las Juntas y en sus abogados defensores. Ese relato vuelve, sin fisuras, por la reivindicación de la actuación militar en el marco de lo que consideraban una guerra justa, en la amenaza del marxismo, en la teoría de los excesos y en la ausencia de una planificación sistemática. El otro es un relato que se articula por primera vez en el juicio, que lo pone, con las limitaciones de la época, en el espacio público. Lo que hay en esas audiencias es la construcción inicial de un relato que opone a la narrativa militar, el horror sufrido por los desaparecidos y por los sobrevivientes de los campos de exterminio. La ausencia de los cuerpos y las voces suprimidas por la represión estatal se recuperan en esa narración colectiva de los testigos.
La fragmentación temática con que ese relato es construido saca a los testimonios de una posible dispersión para ponerlos en diálogo y recuperar una dimensión del terror que no puede ser repuesta por un único testigo. Ese recorrido que elabora el documental lleva de las consideraciones más generales de la dictadura hacia las más particulares. Para quienes tenemos el recuerdo de lo ocurrido, puede parecer reiterativo. Pero la sistematización que encara el documental funciona como un señalamiento preciso que recupera además, la dificultad para elaborar ese discurso en el pasado. Los títulos que funcionan como separadores no solo grafican los ejes temáticos que se desarrollan, sino que además retoman como definiciones a la palabra de testigos y fiscales. Si los primeros capítulos tienden a establecer un marco para comprender lo ocurrido (“Ni siquiera en la guerra”; “Un ejército de ocupación”; “Nos iremos al infierno”; “Detener la información”; “El oficio de buscar”), en la última parte se vuelven más concisos, menos ilustrativos (“Naciones Unidas”; “Gusanos”; “Los cuerpos”). En unos y otros hay una voluntad de restablecer un sistema, de amalgamar las partes de un tejido que hay que unificar.
El mérito del documental radica en buscar los elementos que pongan en primer plano la revelación de lo ocurrido. De la misma manera, el hallazgo de algunos detalles que se apartan de la lógica discursiva (y que, sobre todo, revela la ruptura del esquema de planos fijos que toman a los testigos en tres cuartos perfil de espalda) rompen con el esquematismo de una audiencia judicial. La cámara que capta las lecturas de Jorge Rafael Videla, los diálogos animados entre los represores, se separan de ese espacio, a partir de la informalidad que interponen los cuartos intermedios y de esa manera se oponen al clima de lo judiciable. En el capítulo “Los cuerpos”, esos hallazgos se convierten en sistemáticos, al poner en relación las referencias de los testigos a los cuerpos de los secuestrados (“Los cuerpos no se entregan” dice uno de ellos que le dijeron los militares) con la corporalidad de los testigos puestos en la situación de contar lo que ocurrió con ellos (y con sus propios cuerpos) y el reflejo del agotamiento en los cuerpos de fiscales y abogados. Es el único momento en que aún en su imprecisión, el tiempo muestra un rastro verificable. Pero es apenas un momento. La atemporalidad que el documental busca, sobrepasa incluso a los detalles de época (la ropa, la gente que fuma en el espacio cerrado) y se instala como garantía de su objetivo. Que no es el desarrollo de un juicio, en el que acusaciones y defensas y veredicto se vuelven secundarios y, por esa razón, reducidos en el metraje (de hecho, la lectura de la condena se desarrolla mientras corren los títulos finales). Como en aquel momento, El juicio recupera antes que un proceso, un discurso. La atemporalidad le permite ponerlo en juego en el presente, como parte de una disputa frente a las formas crecientes del negacionismo. Lo que importa es recuperar el horror practicado por unos y padecido por otros, como parte esencial de la historia política de la Argentina del último medio siglo. En ese sentido, la contribución de El juicio al proceso de mantenimiento de la memoria, a casi 40 años de los hechos que narra, no solo se vuelve invaluable sino que se convierte en uno de los acercamientos más contundentes del cine argentino reciente al terror implantado desde el Estado ocupado por las Fuerzas Armadas.
El juicio (Argentina, 2023). Guion y dirección: Ulises De la Orden. Fotografía: Pablo Parra. Duración: 177 minutos.
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