Hay una paradoja en ¡Que vivas cien años!: uno de los carteles que se presentan en el comienzo plantea lo que vamos a ver como “cuentos documentales”. Un cuento es, en primera medida, una instancia en la que se prioriza lo narrativo, el transcurso de una acción más o menos acotada que implica una transformación del planteo original, una derivación constituida por un encadenamiento de hechos. Aun cuando esa narración pueda concentrarse en el lapso breve de unos minutos, implica la existencia de un hilo más o menos definido sobre el cual se producen los hechos y las acciones de los personajes. Pero en el documental de Víctor Cruz, la instancia narrativa queda completamente diluida. No hay “cuento” sino un proceso de observación y registro de una serie de personajes que viven en diferentes lugares del mundo y que revisten una característica similar: la longevidad de sus vidas y la conservación de una cierta forma de vitalidad que excedería lo que se espera para esas edades.
La paradoja, o la contradicción en todo caso, son nominales. Porque el devenir interno de cada una de esas historias tiende a anular los elementos centrales de lo narrativo: el tiempo, la acción, el movimiento. La decisión de observar a esos personajes deviene de otra decisión más importante, que es la de no buscar explicaciones a la longevidad, ni remover en busca de fórmulas mágicas. De allí que los personajes sean puro presente. Son eso que transcurre en las horas de un día o de un par de días, con variantes mínimas, con repetición de una rutina de gestos que pocas veces se modifica. Pero también porque entonces se entra en consonancia con lo que esos mismos personajes no expresan taxativamente, pero que queda entre líneas: el presente es el tiempo en el que pueden moverse, en tanto hay mucho más por detrás que por delante, y que eso que está por delante, puede terminarse en cualquier momento.
Ese presente puro se manifiesta de varias maneras, no solamente en la filmación de momentos tan mínimos como la visita de los hijos a la madre o la limpieza de un cuadro en un café. De un lado, en la escasa referencia al pasado a partir de algún hecho preciso o de alguna foto que lo ilustre. Alfredo, el hombre de Cerdeña, apenas recuerda de ese pasado el lugar donde estaba asentada una minera en la década del 30 y que ahora es un enorme olivar. Sami, la mujer japonesa, solo menciona brevemente los recuerdos de la guerra cuando está frente al mar. Incluso la muerte de su hijo y el duelo necesario en la cultura japonesa aparecen como un presente que, en todo caso, está en proceso de culminación. Pero también, y por sobre todo, entra en colisión directa con la gente más joven que aparece como obstáculo más que como solución. La hija de Pachito, uno de los hombres retratados en Nicoya, Costa Rica, es el ejemplo más claro: ella le dice a su padre que no siga montando a caballo porque tiene 98 años y si se cae puede ser muy grave. En ese planteo, lo que queda es la detención total de la vida, del tiempo, que debería transcurrir en ese sillón en el que vemos al hombre sentado largamente durante una tarde. Si para los hijos o nietos o para los más jóvenes, la idea de futuro subsiste con fuerza –y de cierta manera, los intentos de los entrenadores por movilizar a la gente mayor tiene que ver con ello-, en los viejos ha desaparecido. El futuro es el día siguiente, esa sensación de que en cualquier momento “Dios me va a llevar”, como cuenta Panchita, de 109 años, a sus hijos de 93 y 88 años.
De allí que el tiempo entra en relación directa con el espacio como una combinación ideal para esa sensación de presente continuo. Ninguno de los tres lugares retratados son siquiera ciudades de cierta entidad: en el mejor de los casos, son pequeños pueblos en donde el silencio es apenas quebrado por la irrupción de lo esporádico. El silencio, el espacio quieto del pueblo de Costa Rica, del de la Cerdeña italiana y de la isla de Kohama en Japón, funcionan como parte de eso que parece estar inmóvil, como si justamente el tiempo transcurriera de otra manera, como si el presente fuera un ente más laxo que en las grandes o medianas ciudades (una medida de ese tiempo que parece no transcurrir es la fiesta de cumpleaños de Alfredo, que en su relativa quietud parece durar más tiempo de lo que realmente dura).
Sin embargo, lo que genera el mayor interés en cada una de las historias es esa ruptura de la quietud –quizás porque el único personaje que se sostiene solo por sí mismo en esa carencia es el de Panchita- que irrumpe como una forma de desafío al destino que parece sobrevolar a los personajes. Quebrar la sensación de lo esperable, abandonar la comodidad que se propone como señal a futuro, y retomar la senda del presente como huella única de la vida que llevan. Pachito subiendo nuevamente a su caballo (“Tú eres mi bastón, Corazón”, le dice en el momento más emotivo de toda la película a su animal, antes de montarlo); Haru volviendo a mover el telar desde sus 98 años (“Ya no tengo el mismo tacto para trabajar. La mano es la misma pero no es la misma”); Alfredo aprovechando el descuido del piloto para subirse al avión y manejarlo solo como auto-regalo de cumpleaños y desoyendo una y otra vez los pedidos de la torre de control; Tomi sumándose a su antiguo grupo de mujeres en el taller en el que terminan coreografiando una canción que se convierte en un éxito y las lleva a viajar y presentarse en shows y en la televisión.
No es casual que la mayor parte de esos episodios se coloquen en el tramo final de cada uno de los “cuentos”. En ellos aparece la vitalidad de la vida expresada más allá de las edades cronológicas. Los que vemos dejan de ser hombres o mujeres que pasaron la barrera de los 90 años y se acercan a los 100. Rejuvenecen de pronto y, en esa terquedad del presente, siguen vivos, se mueven, son parte de un mundo reconocible al que el resto se asoma para saludar y celebrar. Dejan de ser nombres y números detenidos en un espacio para confirmar que, una y otra vez, la vida sigue hasta el final.
Calificación: 6/10
¡Que vivas 100 años! (Argentina/Italia, 2020). Guion y dirección: Víctor Cruz. Fotografía: Nicolás Pittaluga, Matteo Vieille, Diego Poleri. Montaje: Alejandra Almirón. Música original: Francisco Seoane. Elenco: Pachito Villegas Fonseca, Adolfo Melis, Tomi Menaka, Antonio Cabbidu, Panchita Castillo, Sara Briceño Díaz, Denis García García. Duración: 81 minutos. Disponible en la plataforma Cont.ar.
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