Para el público en general el terror suele ser un género menor ligado a lo bizarro, al bajo presupuesto y el puro entretenimiento, especialmente dirigido a la platea adolescente. Sin embargo, hay sobrados ejemplos en la filmografía del terror que dan cuenta de que sus convenciones pueden ser utilizadas simbólicamente para decir algo acerca de aquello del pasado que no cesa de inscribirse en el presente. De este modo, la austeridad económica que rige los productos cinematográficos en nuestro país, cuando es bien utilizada, puede significar la posibilidad de aprovechar el sustrato político y metafórico que brinda este género para ir una paso más allá del mero entretenimiento, que puede hallarse en el morbo de la violencia y el despliegue de efectos técnicos.

Claramente es esta la vía que elige la realizadora argentina Laura Casabé en su tercer largometraje titulado Los que vuelven (2019). Y el resultado es interesante porque al hibridar el melodrama familiar con el terror rural puede anclarse en la idiosincrasia de nuestro país, sin repetir fórmulas importadas pero vacías, y al dotarlos de un trasfondo histórico situado a comienzos del siglo XX permite una distancia temporal que maximiza los ecos de la ficción para pensar el presente.

Los que vuelven está organizada en tres capítulos que no siguen una línea cronológica temporal, ya que el segundo («El secreto de Kerana») plantea el contexto y los antecedentes de lo que se desencadenará en el primero («La pesadilla de Julia»), el cual tendrá su resolución en el tercer capítulo («Los que vuelven»). Esta decisión le permite retener información y dosificarla, creando así un clima de suspenso y extrañeza capaz de involucrar al espectador en la trama de la película. Además, mediante el artificio del montaje, le permite reapropiarse de elementos de los capítulos previos para articularlos simbólicamente en el capítulo final, cuando aquello del pasado que retorna se manifieste en todo en su esplendor. 

La película de Casabé nos instala de entrada en el corazón de una familia terrateniente afincada en la zona del Iguazú en 1919. El ámbito público queda destinado a Mariano (Alberto Ajaka), el patrón de la hacienda yerbatera, quien se encuentra en viaje de negocios en Posadas; mientras que el ámbito doméstico queda reservado a Julia (María Soldi), la esposa de Mariano, quien asistida por su criada Yasi, se encuentra abocada al cuidado y la crianza de Manuel, el hijo de ambos.

También se plantean las duras condiciones de vida de los mensúes, hombres de etnia guaraní que fueron reducidos durante la colonización a la esclavitud y la servidumbre en el yerbatal. Los mensúes trabajan durante largas jornadas, bajo la severa mirada del capataz y expuestos a las inclemencias del clima. La cosecha de yerba se realiza de manera manual. Los peones depositan cantidades de hojas para alcanzar un peso significativo en los raídos, que luego cargan sobre sus hombros. Además habitan en condiciones de hacinamiento, precariedad y falta de higiene en un rancho de madera. Este panorama inhumano, típico de la época, es de por sí desolador; pero lo es más si tomamos en cuenta que no ha variado sustancialmente en la actualidad, como bien lo deja ver el documental Raídos (Diego Marcone, 2016).

Cierto día, en las fincas de la zona, comienza a desaparecer el ganado y algunos peones huyen hacia el monte. El patrón deja la indicación de reforzar el cerco antes de su partida. Pero un guaraní rebelde regresa a la hacienda, trastocando la pacífica y opulenta vida de la familia oligarca. El hombre está visiblemente trastornado, repite frases inconexas, que resultan inentendibles aún en su traducción al español, y tiene una extraña mirada, penetrante y endiablada. Ni los duros azotes del patrón ni las artes del párroco (hermano del patrón) servirán para contener a este ser que expresa una furia incontrolable, que lo sitúa por fuera de lo humano, más del lado de lo salvaje. Este primer retorno de “lo que vuelve” ocupa el lugar de una suerte de mensajero de malas noticias que nadie quiere escuchar ni tampoco interpretar. 

Al mismo tiempo, en el caso de Julia, “lo que vuelve” lo hace bajo la forma de la pesadilla de un hombre que entra por una ventana para raptar a su hijo. En este punto, desde el psicoanálisis sabemos que los sueños pueden leerse como un mensaje a descifrar pero no hay en Julia interrogación alguna, sino más bien (como le ocurre a Mariano) una voluntad de silenciar aquello que regresa del más allá transformado en lo contrario.

A partir de aquí ya podemos empezar a preguntarnos: qué es lo que vuelve, quiénes son los que vuelven (a los que refiere el título), y cómo situar el modo de retorno de lo que regresa. A mi entender, Los que vuelven admite la riqueza de tres niveles de lectura posibles: el ideológico-político, el ecológico y el feminista, capas que la directora va hilvanando con sutileza en función del desarrollo y las necesidades propias de la trama, evitando el discurso explícitamente panfletario.

Para despejar estas cuestiones me parece relevante destacar la escena de la negociación que se da en el living de la casona en el segundo capítulo. Mariano intenta sellar la alianza de sus tierras con las de su vecino Elizalde para poder competir contra los brasileños en el comercio de la yerba mate. Durante la conversación, Mariano dice: “Siempre fue la tierra de la yerba mate y ahora es nuestra, ¿no nos corresponde tomar todo lo que nos ofrece?”. Esta frase sintetiza el pensamiento de todos los presentes en la reunión. La directora da cuenta con cada uno de los personajes de la complicidad con que se aliaron el poder económico, el social y el eclesiástico en el armado de la sociedad dominante. Tanto Mariano, como Elizalde, como su esposa Delfina, el capataz Irrazabal (Edgardo Castro) y el padre Ignacio (Javier Drolas) representan a la clase acomodada que amasó su fortuna sobre la herencia de los viejos colonizadores españoles que masacraron, diezmaron, evangelizaron y redujeron a servidumbre degradada al pueblo guaraní. Devenidos en ese entonces y hoy día en amos capitalistas, su única ambición es continuar la expoliación de la tierra guaraní y de sus habitantes, a los fines de engrosar su capital y la superfluidad de su consumismo. Al mismo tiempo, a largo de la conversación se burlan de los nativos guaraníes, expresando su etnocentrismo, su soberbia y el cinismo que desprecia cualquier orden social anclado en tradiciones ancestrales.

De esta manera, la película de Casabé tiene la virtud de emplear el cruce de géneros melodramático y de terror para poner al descubierto las estructuras que organizan las relaciones sociales. Así, la disparidad de género que organiza el matrimonio en el seno de la aristocracia terrateniente (como mencioné antes al dar cuenta de la repartición de roles y esferas) es pasible de ser reproducida entre diferentes etnias, como lo expresa Rita Segato. El macho blanco terrateniente, en el marco del patriarcado, asegura su identificación viril en tanto somete y domestica mediante la violencia a los hombres guaraníes (que quedan así feminizados); y también cuando ejerce su derecho de pernada respecto de las criadas de su tierra, a quienes considera de su propiedad.

De esta manera, «Los que vuelven», evocando La vuelta del Malón (Angel Della Valle, 1892), La noche de los muertos vivos (George Romero, 1968)o Cementerio de animales (Lambert, 1989)  son, en un primer nivel, todos los muertos, los sometidos y los olvidados del pueblo guaraní, con los cuales al día de hoy seguimos teniendo una deuda, en tanto siguen abandonados y sumidos en la miseria. Se trata de la expresión de aquello que en tanto fue violentado no puede morir en paz y continua retornando, pero no en lo simbólico del recuerdo (porque al ser considerados como salvajes nunca fueron simbólicamente alojados e integrados en la sociedad), sino bajo el modo del irrefrenable odio que empuja a la venganza contra el opresor.

En esta línea es interesante el trabajo con los espacios y los colores. El interior del rancho de los peones, de la casona y de la Iglesia como espacios claustrofóbicos se contraponen a la libertad de la selva amazónica. Sobre esta distribución espacial, la clase dominante atribuye el mal como lo exterior, como lo otro de lo que tiene que defenderse y domeñar a su voluntad; sin poder vislumbrar, por el contrario, que el mal no viene de afuera sino que procede de su propio interior, como bien puntúan la oscuridad y la paleta de colores apagados que los acompañan.

Por otra parte, este regreso a la vida de lo que estaba muerto puede leerse como un “despertar” que resuena con el contexto de los años en que se sitúa la ficción. Los años veinte están signados por los levantamientos de los trabajadores rurales, impulsados por los inmigrantes anarquistas y tan temidos por los poderosos, como se deja entrever en boca de Irrazabal. De ahí que la película funcione también como alegoría de empoderamiento de los pueblos originarios, que abandonan su mansedumbre y docilidad para recuperar lo que les fue quitado: la libertad de vivir y desarrollarse como humanos en consonancia con la idiosincrasia de sus tradiciones.

Otro nivel de lectura que propone la película es el ecológico. En el prólogo se nos habla de La Iguazú, la madre del día y de la noche (deidad inventada a los fines de la ficción), que puede ser benefactora pero también destructora si se viola el pacto de no invocarla. Aquí resulta interesante el trabajo en un doble juego con la selva, que puede ser un ámbito de vastedad maravillosa cuando la inunda la luz, pero también de oscuridad espesa y brumosa cuando llueve y que parece engullir a quien se interna en ella. Esta Iguazú resuena entonces con la Madre Tierra, con la Naturaleza y es una clave para pensar lo que retorna como su reacción iracunda contra la violación cotidiana que el capitalismo (en alianza con la ciencia) realiza sobre ella, al maltratarla y transgredir sus leyes.

Al mismo tiempo, es interesante la idea de contraponer el orden ancestral de la tradición al orden de la razón y del progreso. Por la vía del terror sobrenatural y del elemento mágico, Casabé recupera la sacralidad de los mitos y ritos tradicionales, el saber hacer originario y cierto orden de prohibición que engendra el deseo, que interroga al impudor capitalista, el programa burocrático de tareas y el empuje compulsivo al goce, propios de la época contemporánea. 

Por último, otro nivel de lectura de “Lo que vuelve” puede ser el feminista. Julia ha perdido varios embarazos y busca evitar que con el actual ocurra lo mismo. Su criada guaraní Kerana (Lali González) intenta ayudarla prodigándole infusiones a base de una hierba medicinal que crece en La Iguazú. Pero, pese a los esfuerzos, el bebé nace muerto. Desesperada. Julia se dirige a la catarata e invoca a La Iguazú para que le devuelva a su hijo. Le petición será concedida pero a un alto precio, como cada vez que se transgreden las leyes de la naturaleza. Aquí, lo que puede pensarse es el influjo que el patriarcado ejerce sobre la mujer, al punto que al destinarla al único e inequívoco lugar de madre determina que Julia quede sin lugar social y que se sienta fracasada al no poder engendrar un hijo para su esposo. Es la presión del patriarcado lo que signa su dificultad para aceptar la pérdida y lo que la empuja al acto desesperado y el atrevido de cruzar un umbral al recurrir a La Iguazú.

Por otro lado, de entrada llama la atención que Manuel, a quien Julia y Mariano refieren como su hijo en el primer capítulo, no responde a los rasgos de la etnia dominante. Conforme avanzamos se advierte que Manuel es el nombre español de quien se llama Jara y es hijo de Kerana. Al mismo tiempo, es posible deducir que ese hijo, que Kerana reclama como suyo, ha sido producto de la violación por parte del patrón.

Las mujeres guaraníes en su comunidad también tienen como destino incuestionable convertirse en esposas y madres al desarrollarse, como bien lo transmite con dolor Vera Pepa, el personaje del relato “Cuñataí o de la virginidad” en Tres Truenos (2019) de la escritora argentina Marina Closs. Y, dentro de la sociedad opresora, las posibilidades de la mujer guaraní no son mucho mejores: se reducen en tanto objetos degradados a la servidumbre doméstica y al servicio del goce sexual del amo. Aquí entramos en la línea en la cual tomar sexualmente a las mujeres o apropiarse de los hijos del oprimido (punto este que resuena con la apropiación de niños durante la última dictadura) es la prenda o el trofeo que garantiza y demuestra la virilidad del amo patriarcal.

En esta línea, “Lo que vuelve” puede leerse en clave de empoderamiento femenino. Kerana no vuelve simplemente para recuperar al hijo expropiado, su transformación es mucho más radical. Deja de de ser la sierva dócil y sumisa a las ordenes del amo para devenir en la heroína de la película, la líder de la revolución que conduce a su pueblo, e incluso a las mujeres en general, a vengar la sangre derramada, las humillaciones sufridas, y a obtener la liberación.

Al modo del narrador borgiano, que viene casi siempre a corregir la biografía falsa e injusta de un personaje, Casabé como directora nos regala un final a puro gore que es un modo alegórico de saldar las cuentas pendientes de nuestra historia y de nuestro presente para con los diferentes. Realiza así un acto de justicia poética y le devuelve la voz a los olvidados y oprimidos de siempre. 

Calificación: 8/10

Los que vuelven (Argentina, 2019). Dirección: Laura Casabé. Guion: Laura Casabé, Paulo Soria, Lisandro Vera. Fotografía: Leonardo Hermo (ADF), Montaje: Luz López Mañe, Daniel Casabe. Elenco: Lali González, María Soldi, Alberto Ajaka, Javier Drolas, Cristian Salguero, Edgardo Castro, Sebastián Aquino. Duración: 92 minutos. Disponible en Cine Ar TV y Cine Ar Play.

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