Atención: Se revelan detalles importantes del argumento.
Rojo abre con el plano fijo de la fachada de una casa de la cual van saliendo personas de diversas edades con distintos objetos, que luego descubrimos que no son extraños, sino los mismos vecinos del barrio. La leyenda nos sitúa en el año 1975 en alguna provincia del país, esto es, en los prolegómenos que desembocarán en el golpe de Estado de 1976 y que abrirá una etapa nefasta de nuestra historia.
En un concurrido restaurant de la ciudad, un hombre conocido y respetado por los otros presentes, al cual el mozo se dirige reiteradamente como doctor (Dario Grandinetti), aguarda en una mesa a su esposa. Repentinamente es increpado por un hombre más joven (Diego Cremonesi) que viste de modo informal con polera, chaqueta y pantalones acampanados. Le señala que mientras él tiene que esperar parado, el «doctor» está sentado en la mesa sin ordenar la comida. El doctor le cede su mesa con condescendencia y luego, parado en medio del restaurant, lo humilla públicamente diciéndole que es un maleducado y que la culpa es de sus padres por no haberle dado la debida educación. Visiblemente mal y avergonzado, el forastero se retira. Para cuando vuelve a reinar la calma, el doctor vuelve a ocupar su lugar. Llega entonces la esposa (Andrea Frigerio), con una amplia sonrisa, y al ver a su marido se dirige hacia él. Aquí el director ralentiza la imagen e introduce tanto el título como los nombres de los protagonistas en una estética pop que evoca el policial negro de los años ochenta.
Este prólogo contundente es el comienzo de Rojo (2018), tercer largometraje del director argentino Benjamín Naishtat, que en las dos escenas ya ubica que ningún acontecimiento se produce sin la complicidad de la sociedad, que hace silencio ante el avasallamiento de los más acomodados sobre los más vulnerables. La película recupera la tradición del policial, hibridado con elementos del western y el melodrama familiar, apelando a retazos documentales al incluir sugerentes propagandas televisivas de la época.
La escena del prólogo no queda ahí, sin más. El hombre espera al doctor a la salida, apedrea el auto cuando la pareja se dispone a salir y deriva en un enfrentamiento en un parque. El joven les apunta con un arma, ellos ruegan por sus vidas alegando que tienen una hija, y lo que sigue es una acto sorpresivo, radical: el joven de repente se dispara a sí mismo. El doctor intenta llevar al muchacho a la sala de urgencias más cercana, pero el forastero requiere de un centro de mayor complejidad para ser atendido y que sobreviva. El doctor dejará a su esposa en el hogar y se interna en el desierto para deshacerse del problema.
Cuando vemos al “doctor” Claudio Morán en su despacho, con total normalidad, sabemos que ese «doctor» no lo liga a la medicina, sino al derecho. Allí viene a verlo un trabajador que fue despedido de un frigorífico para pedirle con urgencia la resolución de su caso porque se encuentra en serios aprietos económicos. El doctor le responde que tiene que tener paciencia. Esta familia burguesa que juega al tenis en el club, que educa a su hija en un colegio privado y que se rodea de amigos de su misma clase social, muestra la apariencia de una vida feliz en la que no parece reaparecer la sombra de aquel asunto acaecido.
Paralelamente, el esposo de la mejor amiga de su mujer le pide a Claudio Morán -que la puesta en escena identifica con un pulóver de color rojo-, que utilice sus influencias para fraguar la comprar una casa que le interesa, sita a pocos cuadras de la suya. Juntos irán a verla, y resultará ser la casa del comienzo, cuyos dueños desaparecieron luego de un “procedimiento” policial. Para cuando suban hacia el primer piso, la pared de la escalera se muestra visiblemente manchada de sangre. El filtro de color rojo sobre el rostro de Morán, cuando vea las manchas, le devolverá la sangre de su oculto secreto, pero no obstante aceptará participar del fraude, sin vacilaciones, e involucrará a ese cliente suyo necesitado de dinero. Hay personas que desaparecen (lo cual el simbolismo de la puesta en escena hará patente en el truco de magia que el matrimonio Morán presencie en una suerte de café-concert, donde la muchacha del público no volverá a aparecer cuando se abra la puerta y también con el eclipse que tiñe todo de rojo en el viaje que la familia emprende a Mar del Plata). El clima es opresivo, pero todos callan, todos acuerdan tácitamente con el derramamiento de sangre, y participan del usufructo de los bienes de los que no están, como esa vecina que fuma relajadamente disfrutando de la tarde de sol en el bello jardín de la casa hoy vacía.
En otra trama, el interventor de la provincia se jactará ante los medios de recibir a unos típicos “cowboys americanos”, esos que luego se convierten en los nuevos terratenientes de los campos de la pampa y la Patagonia de nuestro país. Aquí es interesante que, mientras los argentinos le dan como regalo de bienvenida un mate a los recién llegados, éstos le obsequien al interventor una fusta, símbolo del yugo que el país del Norte ejercerá sobre el nuestro en las décadas siguientes hasta el presente.
Bastante avanzada la película, que va pintando un clima de época tenso y agobiante, aparece la figura de un ex-policía chileno (Alfredo Castro), famoso por su apariciones mediáticas en televisión, que ha sido contratado por el matrimonio amigo de la familia Morán para dar con el paradero del hermano de la mujer, apodado “El Hippie”, que incursionó en la militancia política en Buenos Aires, y del cual lo último que se supo es que tenía un pasaje en tren para volver a la provincia. “El hippie” no será sino el hombre que Morán enfrentó en el comienzo. El investigador privado comienza a seguir sus pasos, buscando obtener información.
Al mismo tiempo, la hija adolescente del matrimonio (Laura Grandinetti) participa en una obra escolar interpretando a una cautiva arrebatada por los indios salvajes. El juego teatral despierta celos y sospechas en su novio cuando ella se niegue a tener sexo con él. Fiel a su lógica de macho, el joven solo puede interpretar que si no coge con él, es porque está cogiendo con otro. Cuando sale con sus amigos en el auto de papá a marcar territorio, increpan a un amigo del compañero de baile de su novia, intentan sacarle información, lo intimidan para que se suba al auto. El clima es por demás sofocante y queda claro que las cosas no van a terminar bien. Aquí es interesante señalar cómo se replica la escena del comienzo en una generación más joven, donde se atropella nuevamente al “vago de la guitarra”, al joven con dotes artísticas, que representa a una clase no conservadora y que posiblemente ponga su interés en la lucha por un mundo con mayor justicia social.
Aquí radica el fuerte de la película de Naishtat, que si bien está anclada en la década del 70, no es una película de mero revisionismo histórico, sino que como hizo el director Michael Haneke en La cinta blanca (2009) busca dar cuenta del germen que permite entender dónde estamos parados hoy como sociedad, padeciendo las consecuencias de un gobierno de corte neofascista, machista, xenófobo y defensor de los intereses de sectores conservadores de la sociedad.
Rojo, que alude tanto al comunismo odiado como a la sangre derramada, nos muestra cómo en diferentes estratos de la sociedad se cuece el caldo de cultivo de un odio por el diferente (sea cual fuera el rasgo sobre el cual se asiente la diferencia: una idea, una clase social, un color de piel, una posición sexual). La película de Benjamín Naishtat incomoda y nos interpela. Si antes era la oligarquía terrateniente la que manejaba el país, hoy son los mercados los que se benefician con la timba financiera para seguir acumulando capital; y hoy también hay muertos: muertos de la exclusión y la pobreza, muertos con la complicidad de un pueblo que calla, que mira para otro lado y que no lucha por disputar terreno alguno, quedándose en la mezquindad de mirarse en soledad su propio ombligo.
Acá se puede leer un texto de José Luis Visconti sobre Rojo
Rojo (Argentina/Brasil/Francia/Holanda/Alemania, 2018). Dirección: Benjamín Naishtat. Guion: Benjamín Naishtat. Fotografía: Pedro Sotero. Montaje: Andrés Quaranta. Elenco: Darío Grandinetti, Andrea Frigerio, Alfredo Castro, Diego Cremonesi, Laura Grandinetti, Claudio Martínez Bel, Susana Pampím, Mara Bestelli. Duración: 109 minutos.
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