Atención: se revelan detalles de la resolución del argumento.

Con Crímenes de familia el director Sebastián Schindel y su co-guionista, Pablo Del Teso, caen en una trampa que ellos mismos construyen. El recurso narrativo –sin dudas, tan efectivo como ingenioso- de contar la historia en dos líneas temporales, guiadas ambas por diferentes procesos judiciales, los colocó en una disyuntiva clave a la hora de resolver la película: podían apoyarse en una de las líneas para construir un cambio gradual en el personaje de Alicita (Cecilia Roth), quizá a riesgo de afectar el misterio que funciona como motor de la trama o, por otro lado, podían presentar un giro sorpresa –la resolución explosiva de dicho misterio- que le “abra los ojos” al personaje, a modo de una bomba. La segunda, en su supuesta espectacularidad, es la trampa en cuestión.

Es una trampa porque, por un lado, los obligó a caricaturizar y subrayar situaciones no solo en lo que restaba del metraje, sino también hacia atrás, en todas las escenas que construyen al personaje, con diálogos y situaciones que no hacen otra cosa que quitarle humanidad a la protagonista para convertirla, en el mejor de los casos, en una idea, y en el peor, en un estereotipo. O mejor dicho, un vehículo, un recipiente vacío que pasa de representar un prejuicio a otro. Cualquier cosa menos una persona real, con conflictos internos. Y esto es una pena, porque el verosímil judicial está muy logrado, y el clima general de la película también, incluso en el factor entretenimiento sale perfectamente airosa. Lo que sucede con Alicia es que, más allá de quebrarse un poco y llorar un rato, nunca pasa por una crisis de identidad, porque jamás duda. No duda cuando es una tilinga negadora que, aunque intuya que el hijo es un violador, contrata a un abogado inescrupuloso, el cual en su despacho literalmente le da la espalda al Palacio de Justicia, por si quedaba alguna duda de su reprochable (in)moralidad. Tampoco duda cuando le da la mano con sororidad y esperanza a su ex nuera, interpretada por Sofia Gala Castiglione, a la que hacía menos de dos horas de metraje llamaba “negra de mierda”. No duda nunca, aún cuando toda la carga simbólica de la película recae siempre sobre ella. La película la revela, en el final, ya liberada, ahora que entendió la realidad, ahora que sabe “como son las cosas”, pero la paradoja es que en todo su periplo la construye como una negadora serial, sin identidad propia, que pasa de una ideología a la otra, como una veleta, esperando que el viento vuelva a cambiar su rumbo. Un barrilete perdido.

Porque, para colmo, esa carga simbólica no es nada liviana. No hay tema de agenda pública que no figure en la película: explotación de clases, violencia de género, aborto, corrupción en la justicia. Esto es un mérito de la película, por un lado, porque logra meter todos esos temas de forma orgánica en la trama, y – mientras duran los dos procesos, y en cierta medida, el misterio- resulta atrapante. Pero la trampa/necesidad de hacerla atrapante parece pedir una revelación que, de forma efectista, la lleve a Alicia de un mundo al otro (a través del espejo, diría Lewis Carroll), pero de manera abrupta, sin mediar reflexión alguna por su parte, ninguna introspección. O, al menos, jamás se nos muestra ni sugiere algo así. Todo se resume en hacer lo correcto, y no hay lugar para el conflicto en este punto.

Lo curioso es que, durante el juicio del hijo, Alicia no se cuestionó nada respecto del juicio de Gladys, por más que el montaje se lo dejara en bandeja una y otra vez. De hecho, cualquiera pensaría que ese es el propósito de la estructura narrativa, en paralelo, reflejando una situación en la otra. Pero no, apenas funciona como artilugio para un giro no tan impredecible, por lo que termina concluyendo en una epifanía de Alicia que nos tenía a todos en modo “amiga, date cuenta”.  Incluso es su marido (Miguel Ángel Solá) quien, harto de todo el asunto, la deja a ella. Las amigas la van abandonando de la forma más caricaturesca posible, ya no van a comer cheesecake, dejan de sumarse a las cenas de sushi, al yoga, y al final directamente se juntan a tomar el té sin invitarla. La única representación del rechazo que sufre en su círculo social que no se presenta burda y subrayada, sino con cierta ambivalencia y mejor construida, es la que se da en el jardín de infantes, porque la lectura que hace Alicia es tan posible como la que ofrece la directora. Aunque sospechemos que está mintiendo, y he ahí la elegancia de la escena y su efectividad. En los demás casos, todo es como la escena del encargado del edificio, que está hablando de ella con otros vecinos y cuando Alicia llega con el nene de Gladys se quedan en silencio, para después seguir hablando literalmente a sus espaldas. La cuestión es que no queden dudas, ella vivía en un engaño negador en una clase que es negadora, chismosa, malvada. Pero al final va a ver la luz, aunque le cueste la credibilidad al personaje.

Los buenos toman mate, hacen milanesas, comen chocotorta. Y ella lo va a hacer todo, porque si la revelación de que Gladys fue violada por su propio hijo es una bomba, no hay lugar para los matices. Gladys está condicionada por la explotación de la civilización, el abuso de la barbarie, por la propia Alicia que en su ignorancia de clase le prohibió traer un nuevo hijo a la casa y después, en el juicio, niega el hecho, porque seguro lo dijo al pasar, tal vez como chiste, porque no es consciente del nivel de opresión que ejercía sobre ella. Pero cuando la vemos a Alicia conversar con el personaje de Paola Barrientos, la voz de la Verdad, porque es especialista en infanticidios, porque toma mate, porque tiene el pañuelo verde en su oficina y porque nos dio un alegato a todos que no hay manera de cuestionar, la cosa se empieza a volver más panfletaria que narrativa. Y, por eso mismo, Alicia –que es la encarnación de una idea y no un personaje -no va a parar de hacer lo que hay que hacer. Alicia y la película se embarcan en la corrección más profunda y todo es deber ser encarnado. La mina que comía cheesecake ahora hace chocotorta con Santi, el nene de Gladys, y entrega a su hijo a la Justicia y va al cumpleaños de su nieto en el conurbano. Como si no se pudiera comer chocotorta en Recoleta, como si el cheescake no le gustara a nadie en el segundo cordón.

Alicia renació, abrió los ojos y no sufre, porque cambiar no cuesta nada. Lo que la convierte en un problema para el mensaje mismo de la historia, en una contradicción. A contramano de lo que pareciera querer decir Schindel, Alicia se convierte otra vez en una seguidora ciega de un aparato ideológico, sin pensamiento crítico individual posible. Es como el personaje de Nicole Kidman en Los otros (Alejandro Amenábar, 2001), que cuando mató a sus hijos y se mató ella, lo negó tanto que ni supo que estaba muerta, y cuando se supo muerta no se cuestionó ser un fantasma y, como todo fantasma, reclamó la casa para sí, repitiendo mantras espectrales, sin preguntarse siquiera cómo salir de ese estado. La diferencia es que, en Los otros, éste es el núcleo de la historia y el giro que revela que son fantasmas es un efecto que decanta del estudio del personaje. En el caso de Alicia, todo indica –es decir, por cómo está estructurado el guion- que no se volvió progresista, solo se fue quedando sola y, por eso mismo, pasó de adscribir a un aparato ideológico al otro, sin escalas, como quien se suma a una secta. Y éste es el verdadero problema de la película, porque termina banalizando aquello mismo que busca profundizar.

El paralelismo del infanticidio de Gladys con la muerte simbólica del hijo de Alicia a manos de su propia madre se vuelve confuso en este marco, y con esta coda feel-good inmerecida, porque ¿matarlo fue criarlo permisiva y negadoramente, incluso en sus actos más viles? ¿O matarlo, en este contexto, fue entregarlo? El asesinato que comete Gladys es enmarcado por su defensa como un acto de confusión y temor, pero el de Alicia, se supone, como una convicción justiciera. El paralelismo sugerido nunca termina de operar. Irónicamente, podría haber funcionado si la película terminaba con un pequeño grado de ambivalencia, sugiriendo la posible entrega de la madre al hijo, con la puerta de la oficina de Barrientos que se abre y recibe a Alicia. Quizá con la prueba de semen robada apareciendo en la puerta de la casa de Sofía Gala y nada más, ese sugerir hubiera sido más fiel al personaje, y la postura ideológica de la película se hubiera presentado menos como una verdad impostada y más como una consecuencia moral lógica de los acontecimientos y decisiones del personaje: como una opción, la más viable, la correcta. Pero la necesidad del subrayado, de eliminar cualquier tipo de duda, elimina la opción, convierte todo en moraleja. 

Lo curioso es que Schindel, además de haber trabajado estos temas previamente (la sustitución de hijos, el abuso, las falsas acusaciones, los juicios morales, el asesinato) no le tuvo miedo a la ambigüedad moral y el final abierto ni en El patrón, radiografía de un crimen (2013) ni en su película anterior, El hijo (2019); principalmente en esta última, en la que toma el punto de vista de un hombre acusado por violencia de género y que sostiene que no lo ha hecho, sugiriendo (palabra clave) que él tiene la razón. En ese caso, el final, demasiado abierto, es poco efectivo porque la película no da las herramientas para armar el rompecabezas fantástico-de ciencia ficción que se presenta casi retroactivamente. En el caso de Crímenes de familia, ese rompecabezas no existe, por lo que no tenía por qué temerle a lo insinuado, a lo sutil. Entonces ¿a qué se debe el subrayado, que todo esté armado para que funcione lo más cerrado posible este no apartarse ni un milímetro del “deber ser” de la corrección política? ¿Es la condición de tanque que sugiere el elenco? Vale recordar que el thriller es un género que se ha demostrado exitoso en taquilla. ¿Será que se dirige a un público que demanda que no haya ambigüedades ni contradicciones, sino afirmar una serie de ideas que son las que se esperan que se revelen? ¿O es tal la presión social respecto a estos temas que se vuelven de alguna forma “intocables”, y ante la duda mejor no dejar nada librado a la interpretación? ¿Serán mandatos de Netflix, el temor a cometer “errores” de películas anteriores o apenas un final que no supieron resolver?

Sea como fuere, resulta paradójico que una película tan cerrada, tan pensada para que no haya lugar a dudas, lo deje a uno con tantas preguntas.

Calificación: 6/10

Crímenes de familia (Argentina, 2020). Dirección: Sebastián Schindel. Guion: Pablo del Teso, Sebastián Schindel. Fotografía: Julián Apezteguia. Música: Sebastián Escofet. Elenco: Cecilia Roth, Miguel Ángel Solá, Yanina Ávila, Benjamín Amadeo, Sofía Gala Castiglione, Paola Barrientos, Marcelo Subioto. Duración: 99 minutos. Disponible en Netflix.

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