Otra semilla (Matías Scarvaci; 2022) empieza en silencio. Como si se tratara de un operativo sorpresa, la cámara registra desde el interior de un vehículo, el ingreso de una caravana en una estancia. Se desvían de la ruta, atraviesan la tranquera; el único sonido que se registra es el de los motores, las ruedas en la tierra. Esa ausencia de palabras, que solo se quiebra al descender en el casco de la estancia, registra y promueve una tensión que aparece como preanuncio de lo que vendrá. La ocupación de ese espacio que se reafirma como propio (no parece casual que una de las primeras cosas que se registra del interior de la casa sea la habitación que ocupaba Dolores cuando era niña) es el final de ese camino pero a la vez se postula como el inicio de otro que es el que seguirá el documental.
El conflicto comenzó como algo limitado a lo familiar: una sucesión –la de la familia Etchevehere- que dejó de lado a la hija mujer, Dolores. Lo familiar se volvió político, desde el momento en que el hermano mayor, Luis Miguel no solo fue presidente de la Sociedad Rural Argentina, sino ministro de agricultura durante el gobierno de Mauricio Macri. Pero también porque Dolores pretendía recuperar lo que le pertenecía y poner a trabajar la tierra como parte del Proyecto Artigas. La lucha familiar se traslada a un escenario que pone en disputa dos formas de entender la actividad agrícola y el país. Del modelo de explotación intensiva asociado al uso de agrotóxicos a un modelo de trabajo diversificado sobre la tierra y marcado por una relación más armónica con la naturaleza: en esos términos se establece una representación de la llamada “grieta” que excede los posicionamientos partidarios (algo que el documental omite subrayar). En ese cruce es donde se advierte una mirada más cercana a lo militante en el documental, y que ofrece su flanco más débil (o menos consistente): hay allí una serie de obviedades y remarcaciones que se perciben innecesarias –desde el recuerdo algo forzado de Dolores en cuanto a la visita a la casa familiar de quien fuera ministro de justicia de Videla a la reafirmación militante de parte de los miembros del Proyecto Artigas-, porque en definitiva, terminan desplazando la atención del centro de gravedad del documental que es el conflicto por la posesión del lugar y las implicancias que conlleva.
El valor inicial de Otra semilla es el de constituirse como un relato desde adentro del conflicto. Ello le permite, por un lado, obviar la necesidad de recurrir a material de archivo que ya posee una postura particular inscripta en las imágenes. Y por otro, le permite observar la forma en la que los medios intervinieron (uno de los recursos utilizados es el de la filmación de las entrevistas, poniendo en el cuadro a los periodistas y su identificación mediática). Más que ello aún, permite acceder a un registro negado, al reflejo de una posición que solo se vio de manera parcializada. Otra semilla se planta en ese espacio como parte integrante del mismo, toma una postura desde el inicio, se compromete con la mirada que despliega, comprendiendo que lo que está por registrar es una forma de resistencia política ante el avance que el poder ejerce sobre los derechos individuales y colectivos.
En ese posicionamiento el mayor logro es constituirse como el documental de una guerra. Una que involucra a Dolores por un lado y a su madre y sus hermanos por otro, ambos comandando sus “ejércitos” de lealtades en un enfrentamiento de posiciones fijas. Un territorio es ocupado por unos y luego rodeado por los otros. Los corresponsales de guerra aparecen: transmiten desde un lugar y desde el otro, fragmentos, esquirlas de la artillería verbal que se dispensan. Vigilias y guardias se replican a uno y otro lado de la tranquera de ingreso. Como en toda guerra, aparecen intentos de negociaciones, llamados al diálogo, intervenciones judiciales y argumentos legales que justifican las acciones. Si la determinación más clara de esa guerra es la imagen en la que Dolores y su gente ven a lo lejos las columnas de humo en los límites del campo, lo más notorio es cómo la cámara elige reflejar al otro, al enemigo. Despegándose de la mediatización –pero aludiendo a ella tanto en los comentarios alrededor de las entrevistas como en el momento en que Dolores desmiente a la conductora de TN a la que no vemos- se asume como otro corresponsal de esa guerra. Se acerca a la frontera para registrarla. Capta allí los gestos y las voces que los medios omiten: lo que está allí es lo que se piensa realmente, sin la intervención controladora de la imagen televisada en vivo y en directo.
Desde ese lugar construye una escena en la que hay buenos y malos definidos. A los primeros, los refleja en la intimidad de la resistencia –que funciona además como medida para la empatía con el espectador- ante la indiferencia judicial y el acoso del entorno. Para los segundos, alcanza con asomarse a la tranquera para observarlos. Desde allí aparecen las imágenes de lo no habitual. El bloqueo continuo de la entrada con tractores y camionetas que recuerda a los episodios de 2008 es una suerte de preludio de los detalles que aparecen. “La policía es amiga nuestra. No hay quien nos cuide mejor que la policía”, dice uno de ellos con una mezcla de vanagloria y ostentación de poder. Otros, aparecen en la noche con una aparente voluntad de negociar, pero solo terminan ofreciendo “un salvoconducto para que se vayan de la provincia” (¿hay que recordar que el término “salvoconducto” remite no solo a territorios ocupados sino que implica en este caso investir de autoridad a quien no la tiene?). Otro, dirigiéndose a la cámara, lo invita a pasar del otro lado de la cadena diciéndole “pasá, no seas ofensivo, me siento intimidado”. Otros, los que obstruyen la entrada se burlan en el momento en que la policía revisa los paquetes de comida, tratando a los ocupantes de parásitos y zánganos. Otros, muchos, persiguen por la ruta, con gritos, insultos y objetos arrojados cuando la policía retira del lugar a Dolores y su gente. Demostraciones de una manera violenta de ejercer un poder local desde una perspectiva corporativa (en tanto los Etchevehere aparecen solo en una sola escena) y de cómo una guerra de posiciones se dirime en el territorio de las influencias políticas. Más que la derrota física, Otra semilla se interesa en el valor de la lucha y la firmeza de las convicciones de la protagonista. Y en contrapartida, en desarmar la construcción mediática de la violencia para ponerla en el lugar que corresponde. Es la intensidad con la que registra el avance de los hechos lo que se sobrepone incluso a los cánticos que devienen slogans, a la emotividad subrayada de Dolores y algunas formulaciones algo facilistas. Y es justamente eso lo que hace del documental una pieza valiosa como registro de la Argentina de los últimos tiempos.
Otra semilla (Argentina, 2022). Guion y dirección: Matías Scarvaci. Duración: 80 minutos.
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