“La incertidumbre y el peligro siempre están íntimamente relacionados y, por lo tanto, cualquier mundo desconocido se vuelve un lugar lleno de peligros y posibilidades malignas”
H. P. Lovecraft en El horror sobrenatural en la literatura
“Se habla a partir de la tiniebla para ganar la conciencia, con el agravante de saber que la conciencia no puede agotar toda la verdad. Siempre queda en la tiniebla la posibilidad de una verdad mayor”
Rodolfo Kusch, en Esbozo para una antropología filosófica americana
Hay una idea que sin dudas expresa la irrupción de lo incierto en el acontecer cotidiano. Pulula por muchas narraciones de terror o fantásticas. Aparece, en general, al comienzo de una frase dicha por un personaje. Terence Fisher la incluye -por ejemplo- en su adaptación de El sabueso de los Baskerville, la magnífica novela de Arthur Conan Doyle protagonizada por Sherlock Holmes, su inmortal creación. La frase es “alguien, o algo, creyó que su hermano era Sir Henry”. Fisher la pone en boca de Peter Cushing (Holmes). No importa aquí el contexto de la frase sino aquello que introduce en la primera parte. Resaltamos el algo porque allí se manifiesta la intrusión de un ente no determinado, de lo que acecha desde lo desconocido. Es aquello que hace que lo habitual se vea amenazado por lo que no puede ser definido y, a veces, ni siquiera pensado. Eso que está y, desde las sombras del desconocimiento, nos perturba.
En su libro Filosofía del terror o paradojas del corazón, Noël Carroll estudia las razones por las que las obras de ficción del género nos aterran. Concluye que “los objetos de terror-arte fomentan la fascinación al momento que inquietan” a la que vez que concluye -para la tranquilidad de lectores o espectadores- que la progresiva revelación de las características de aquello que nos asusta nos lleva a encontrar las “debilidades que pueden permitir acabar” con eso que nos amenaza.
Pero ¿qué pasa cuando la revelación es parcial o nula? ¿Qué sucede cuando lo terrorífico actúa sin explicación ni parece haber forma de comprenderlo y, por lo tanto, de combatirlo? ¿Qué acaece cuando la manifestación de lo maligno no puede ser contenida? De todas las expresiones del terror en el cine a lo largo de su historia, es probable que ninguna haya explorado con mayor insistencia estos interrogantes como el denominado American Gothic. José Antonio Navarro lo ha definido como aquel subgénero del terror y del fantástico que se desarrolló en Estados Unidos entre fines de los sesenta y comienzos de los ochenta que -desde una ambientación contemporánea- trataba temas como la “desintegración de la familia y la estructura social tradicional…, la atroz confrontación entre lo rural y lo urbano…, así como el traumático descubrimiento de los monstruos humanos que moran en la América profunda… sin olvidar historias de locura y muerte propias del más desmedido gran guiñol… o estremecedoras historias de violencia y sexo”, entre otros temas.
Y lo que nos interesa aquí es que algunas de las obras del American Gothic tienen ciertas particularidades, vinculadas con aquello que no podemos comprender ni conjurar. En películas como La Hermandad de Satanás (The Brotherhood of Satan, 1972), de Bernard McEveety, Los niños no deben jugar con cosas muertas (Children Shouldn’t Play with Dead Things, 1972), de Bob Clark o El Mesías del Mal (Messiah of Evil, 1973), de Willard Huyck, por ejemplo, una vez que el mal se desata o se confronta no puede ser detenido. Es un algo que no tiene ningún tipo de contención.
Aparece aquí algo que parece solo darse en continentes como el nuestro, “nuevos” para Occidente. Hay un milenario saber de América -de toda América y no solo la del Norte- que se expresa en estos abordajes del terror. No hay aquí viejos castillos, gastadas leyendas o antiguos y misteriosos linajes como en la vieja y decadente Europa. La acechanza de lo desconocido está también bien alejada de esa ficción del orden que son las ciudades. Por eso las obras del American Gothic ocurren en “las zonas agrarias estadounidenses, cuna de la cultura popular de los Estados Unidos y símbolo norteamericano por antonomasia de paz, bienestar y pureza en contraposición con la sordidez, la corrupción y el pecado simbolizados por las grandes ciudades”, ámbitos rurales donde “también existe esa violencia implícita, ese horror escondido, a la espera de que alguien lo desate”.
Hablamos de aquellos espacios de Norteamérica que están lejos de lo que la hace potencia mundial. Allí donde no hay finanzas ni misiles. Ahí dónde el sueño americano se torna pesadilla. Esos lugares que tienen tanto en común con algunos de los nuestros, en estos parajes del sur del mundo, donde también aparecen estas irrupciones de lo indeterminado que lo altera y lo aterra todo.
Lo desencadenado.
El melodrama terrorífico de El eslabón podrido (2015), de Valentín Javier Diment, transcurre en un paraje rural. Un pueblo perdido en medio de un bosque, acaso en el Litoral o en el norte de la provincia de Buenos Aires. No por nada se llama El Escondido. Aquí lo inesperado irrumpe como un desequilibrio. O como varios.
Allí vive una familia integrada por dos hermanos, Raulo (Luis Zembrowski) y Roberta (Paula Brasca), que viven con su madre, Ercilia (Marilú Marini). Raulo es el tonto del pueblo, Roberta es la prostituta más codiciada por sus habitantes, Ercilia trata de conservar o establecer cierto orden, en su entorno y con la gente del pueblo.
Es que en El Escondido, detrás de su idílica y bucólica fachada, transcurre un conjunto de miserias morales y, sin dudas, políticas que sostienen a la comunidad en un forzado equilibrio articulado en torno a la figura de Aarón (el propio Diment), el cura del pueblo. Está naturalizado que Roberta sea sometida por todos los pobladores a cambio de comprar su voluntad y Raulo -que vive de la venta de la leña que él mismo recoge del bosque- sea objeto de un trato amañado por un hipócrita asistencialismo. Naturalización que nace del concepto que Arón y sus aliados en el poder real tienen de su comunidad, a la que creen controlar como un “organismo vivo”, donde cualquier oposición es “un tumor, un cáncer, una enfermedad que no podemos permitir que siga creciendo y nos tome a todos como sociedad”. Un pueblo corrompido por una ley tan humana como arbitraria, donde el lazo social se sostiene por el sometimiento de otros.
Ercilia pone un límite a todo esto con un mandato de origen incierto. Le advierte a su hija que no se acueste con todos los hombres del pueblo porque el día que lo haga morirá. Siempre debe quedar uno con el que no haya estado. Esa negativa cuestiona todo el sistema de El Escondido.
Será una violación, real y simbólica, sumada a la desaparición de Ercilia lo que desencadenará aquello que trastoque todo lo dado. Es el momento donde el mandato de la madre es transgredido y se produce el vuelco que altera todo el estado de las cosas. El punto en que el eslabón se pudre y supura. Diment lo expresa hasta en su puesta en escena, en el instante en que muestra la imagen invertida de los dos hijos de Ercilia reflejados en la superficie del lago. Ese encuadre es un punto de inflexión, la puerta de entrada de lo otro que viene a llevarse puesto a todo y a todos.
Lo relevante aquí es que la ruptura de una ley natural -y por lo tanto, de sustento desconocido como pasa con el fundamento final de todo lo que se da en la Naturaleza- desencadena una reacción imparable, plagada de sangre y de violencia interminable que altera hasta el transcurso del tiempo y amenaza -sin exageración- a toda la humanidad. Este quiebre cambia hasta el mismo tono de la película, que de drama rural pasa, en su tramo final, a un slasher cruel, desaforado y hasta cultor de lo que podríamos denominar una estética de lo siniestro. Un mal que -como en las obras más perturbadoras del American Gothic- parece no tener fin.
Lo impensable.
En Aterrados (2017), de Demián Rugna, la maldad se disemina por un barrio suburbano, esos de casas bajas y jardín al frente, lejos de los edificios céntricos. Se manifiesta de diferentes formas. Extraños y sangrientos asesinatos, niños que vuelven de la tumba, cuerpos posesos, misteriosas presencias. No hay un sentido definido de lo extraño y lo amenazador. Es algo que se expande por el agua, resiste al fuego, la tierra lo devuelve y juega con el aire. Es eso que está pero que no es. Hay una frase que parece resumirlo, aunque no lo pueda determinar. Es que la que dice un personaje que toca el portero eléctrico de una de las viviendas poseídas: “Parece que alguien atiende, pero nadie responde”.
Los hechos demandan la atención del comisario Funes (Maxi Ghione) quien -desbordado por la situación- llama a su amigo Mario Jano (Norberto Gonzalo), experto en fenómenos paranormales. Éste conformará un grupo de investigación parapsicológica integrado por la prestigiosa Dra. Mora Albreck (Elvira Onetto) y el Dr. Rosentock (George Lewis), quien es presentado como un especialista estadounidense que “ha estado a cargo de casos similares en Estados Unidos y en gran parte del continente”.
El trío de investigadores se instala -por la noche- en las casas afectadas por lo inexplicado. Van munidos con un bagaje de raros instrumentos con los que pretenden desentrañar todos los misterios. Podríamos verlos como un remedo del matrimonio Warren de la serie de películas de El conjuro (James Wan, 2013) o la Tangina Barrons de Poltergeist (Tobe, Hooper, 1982). Es decir, expertos en lo desconocido que pueden dominar una técnica que les permitirá combatir -aún con los avatares de todo enfrentamiento- cualquier manifestación de lo maligno.
Pero si en El eslabón podrido el mal que se despierta no puede detenerse, en Aterrados no alcanza ni a identificarse. Los supuestos especialistas ni siquiera pueden enfrentar sus dudas. Solo atinan a formular un puñado de presunciones más cercanas a la necesidad de contar con alguna certeza que a poder entender lo que ocurre en todo su alcance. Confían en el mito de la ciencia infalible que Occidente les ha legado. En un saber que pueda echar luz sobre las sombras.
Pero nuestra América les enseña otras verdades. Esas que nos llevan al momento que -como diría Rodolfo Kusch- “nos tironea lo absoluto y se disuelve cualquier tipo de determinación”. Ahí donde lo que se manifiesta y está, derrumba cualquier posibilidad de definición. Eso que está y opera. Lo que no entra en la categoría de lo pensable y sin embargo está presente sin que podamos hacer más nada que saber que está ahí. Que puede, por ejemplo, convertir un barrio afable en una manifestación de lo inefable. Son saberes antiguos que la transculturación de nuestro continente nos ha hecho olvidar. Kusch -que supo escuchar la sabiduría del pueblo- nos recuerda también que “lo profundo radica en saber que el americano en ningún momento considera que el caos, la muerte o el diablo pueden ser extirpados totalmente”.
En esta línea, tanto El eslabón podrido como Aterrados parecen advertirnos que siempre puede aparecer -más allá de toda comprensión posible- un algo que actúe con la implacable determinación de lo ineluctable.
El eslabón podrido (Argentina, 2015). Dirección: Valentín Javier Diment. Guion: Valentín Javier Diment, Sebastián Cortés, Martín Blousson, Germán Val. Fotografía: Fernando Marticorena. Montaje: Valentín Javier Diment, Martín Blousson. Elenco: Luis Ziembrowski, Marilú Marini, Paula Brasca, Germán De Silva, Susana Pampín. Duración: 75 minutos.
Aterrados (Argentina, 2017). Guion y dirección: Demian Rugna. Fotografía: Mariano Suárez. Montaje: Lionel Cornistein. Elenco: Maximiliano Ghione, Norberto Gonzalo, Elvira Onetto, Julieta Vallina. Duración: 87 minutos.
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