Era 1987 y con un compañero de facultad habíamos llegado a Coghlan, con el fin de hacerle una entrevista a Mempo Giardinelli, para una de las materias que cursábamos. En lo que en ese momento era la redacción de la revista Puro Cuento, Mempo no nos recibió de buena gana. Por cierto, ensayó un intento de no hacer la entrevista, pero finalmente terminó accediendo y los diez minutos que planteó terminaron siendo algo más de una hora. De ese encuentro me quedó una pregunta, que en algún momento terminó formulando como una especie de desafío a esos estudiantes todavía llenos de muchas ignorancias. “¿Ustedes saben quién es Juan Filloy?. Es el mejor escritor argentino contemporáneo y nadie lo conoce”. Pensé en aquel momento –y en los meses siguientes- que Filloy era apenas una obsesión pasajera de un escritor deslumbrado con la prosa de otro, y que quizás no pasaría de ser, como tantos otros, uno de esos escritores ocultos, marginales, apenas reivindicado por un puñado de iniciados.
El tiempo pone las cosas en su lugar. No solo porque Giardinelli tenía razón en algunos juicios sobre nuestra forma de encarar el periodismo, sino porque no cejó en su insistencia por reivindicar, allí donde fuera posible, el nombre de Juan Filloy. Que empezó a aparecer en algunos suplementos culturales de la década del 90, en parte por ese dato curioso que aunaba su condición de autor casi secreto con su longevidad que lo llevó a cumplir un siglo a mediados de esa década. Pero fue la recuperación de su obra desde Buenos Aires –especialmente por las ediciones de El Cuenco de Plata- lo que hizo que Filloy adquiriera a los ojos del gran público la estatura de escritor que Giardinelli seguía insistiendo que tenía. Y una vez más, Giardinelli tenía razón: la excepcionalidad de Filloy está tanto en su narrativa como en su capacidad para trabajar sobre un rango amplio del idioma, mucho más incluso que en las excentricidades laterales –los títulos de sus novelas llevan siempre siete letras- que no son más que detalles que pueden, en todo caso, atraer la curiosidad del lector. Para sintetizarlo, podría decirse que tal vez no haya otra novela argentina en los últimos cincuenta años con la intensidad de La potra. Filloy se convierte, inevitablemente, para el lector que entra en su mundo, en un viaje de ida.
Que sea el propio Giardinelli quien construya un documental alrededor de Juan Filloy es, además de lógico, un acto de justicia. No solamente porque quizás no haya alguien más especializado en la obra de Filloy –incluso aunque el más voluminoso libro sobre el escritor cordobés sea obra de Ariel Magnus-, sino porque es quien fue a buscarlo, quien lo sacó de esa marginalidad buscada. Lo que refleja Don Juan no es tanto la biografía de Filloy. De ello hay apenas una serie de detalles: su relato emocionado cuando recuerda el casamiento de su padre con su madre –después de la muerte del marido de ella- y su cambio de condición a “hijo completo”; las fotos conservadas por la familia de un viaje a las tierras del origen en Pontevedra; algunas otras fotos familiares que sobrevivieron al paso del tiempo. El resto de las imágenes se establecen en otro territorio: allí donde Filloy entra en contacto con la literatura. El rescate de las fotos con otros escritores –de Juan L. Ortiz a Jorge Luis Borges-, por cierto, pero también las fotos de su mujer Paulina. Porque es en ese punto que la historia personal vuelve a tocarse con la escritura: el conocimiento por intermedio de cartas, el interés mutuo por la literatura, y hasta el intercambio de cartas que la hija de la pareja aún conserva, vuelven una y otra vez sobre la escritura como espacio esencial en la vida de Filloy.
Giardinelli recupera una serie de videos grabados en el pasado, entrevistas que fueron mutando a conversaciones en la década del ochenta y la del noventa. Recupera sus archivos para recuperar los de su objeto de la mirada en el documental. Y allí entran su orden estricto de una biblioteca casi inabarcable pero también el asombro indisimulado del admirador cuando se abren ante sus ojos los anaqueles del archivador donde se guardan los sobres y cajas con los originales de cuentos y novelas. La mirada de Giardinelli en el pasado, que registraba el trabajo de Filloy, es ahora no solamente una parte del documental, sino una mirada sobre aquella mirada original. Porque Giardinelli no se conforma con la simple exposición de aquellas filmaciones hechas por el puro placer de conservar los rastros del encuentro, sino que las transforma en una suerte de pequeño ensayo en el que el propio artista parece ir delineando una autodefinición.
Tengamos en cuenta que cuando Giardinelli conoce a Filloy personalmente, cuando viaja por primera vez a Río Cuarto a buscar al escritor que lo había deslumbrado –y que había descubierto por casualidad en una librería de viejo en su exilio mexicano-, éste ya tenía más de 90 años. Que todo allí debe contarse hacia atrás, recuperarse de alguna manera en el diálogo (con Filloy, con su hija Monique). Pero lo notable es que incluso en su brevedad, el documental consigue dar cuenta de una esencialidad que permite entender de qué va la obra de Filloy. Está allí su escritura inicial de los 30, su silencio editorial de 28 años mientras trabajó en la justicia cordobesa, su regreso a fines de los 60. Pero más que esos datos que podrían no ser más que meros artificios cronológicos, lo que importa es la imagen que se construye de Filloy como escritor. La forma en que se desarrolla su escritura: de los papeles sueltos que usa como anotadores hasta la frase que sirve como disparadora de una novela (uno de los momentos más atractivos del documental es cuando cuenta la génesis de Caterva). “Usted cuando pesca, no pesca la perla; pesca muchas cosas, después aparece la perla” describe a su método como una búsqueda en la que alcanza con combinar lo que se ve en la realidad circundante y la imaginación. Pero también la manera en que esos textos van tomando una forma (“Escribir es un arte de varias depuraciones sucesivas”) desde la escritura original hasta la que llega a la edición en forma de libro.
Y si Giardinelli parece no poder sustraerse al influjo de algunos de los libros de Filloy, a los que vuelve (Periplo, Caterva, La potra, Estafen, Vil & Vil), lo interesante es que ese planteo entra en contrapunto con la visión que el propio Filloy hace, despegándose de la idea del libro como elemento individual, para establecerse en la obra. No solamente porque insiste en no importarle el olvido, sino que “lo que me preocupa es la obra: si la obra vale, perdurará”. No se trata solamente del lugar que la obra establece en un tiempo establecido, sino de la manera en que ésta toma forma. Por un lado, esa construcción en la que las novelas funcionan como los movimientos de una pieza clásica, pero la obra en su totalidad adquiere un carácter orquestal, en la que cada elemento –sonetos, palíndromos, cuentos, novelas- equivale a un instrumento distinto que en la combinación da lugar a una integralidad. Por el otro, en su definición por sus propias características. Que la oposición la trace en relación a Borges no es un signo de enfrentamiento, pero tampoco es antojadizo. “En la escritura de Borges no hay sangre, no hay coito. Hay maestría y conocimiento” postula, después que su propia obra es definida como “cuentos con olor a tierra, a estiércol”. Un Borges que mira al cielo, un Filloy que mira al suelo, más que como oposición, como complementos necesarios en los que subyace esa mirada equivalente en la que Giardinelli los coloca.
Don Juan sin embargo tiene otro nivel que la sostiene, más allá de buscar esos elementos que definen la obra de Filloy, a la vez que trabajan sobre la marginalidad del personaje que construyó. Es más que todo eso, más que la admiración que le profesa Giardinelli: es la historia de una amistad forjada por la escritura. Una amistad cifrada en las cartas que Mempo conserva como tesoros invaluables y que revelan también el “otro lado” de un Filloy que insistía con la escritura de sonetos “en joda”, esos que solamente parecen poder mostrarse a los amigos cercanos, en la intimidad. Pero también en esas imágenes en las que vemos los cambios en la relación entra ambos. De la formalidad de la primera entrevista, realizada bajo el puente que cruza el Río Cuarto, a los paseos conjuntos, al diálogo en la plaza del pueblo, lo que se construye es una ligazón que la película desarrolla como un recuerdo de dos amigos unidos por la escritura.
Calificación: 6.5/10
Don Juan (Argentina, 2019). Guion y dirección: Mempo Giardinelli. Duración: 65 minutos. Disponible en Cont. Ar.
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