El mar es el responsable de presentar los títulos. Desde un plano detalle de la orilla vemos el movimiento de las olas. Los créditos emergen destellantes cuando éstas se retraen hacia el océano, quedando fijos durante pocos segundos sobre la arena húmeda; luego se borran de forma violenta cuando las mismas vuelven a expandirse por la costa. Este vaivén rítmico, acentuado por la composición dramática y consonante de Max Steiner, establece un pulso narrativo que se mantendrá durante todo el metraje y oscilará, como anticipa el accionar de las olas, entre el melodrama y el film noir.

En la primera escena asistimos a una síntesis del momento del asesinato; tendremos que esperar hasta el final para conocer los sucesos en su máximo desarrollo. Desde lo alto, y de forma oblicua, vemos en plano general una casa de playa, emplazada en una solitaria costa, y un auto estacionado con las luces encendidas; a distancia se divisa un muelle. Dentro de ella, entre sombras y destellos de una luz proveniente de una chimenea encendida que no vemos -en escenas posteriores será el reflejo del agua el causante de este mismo efecto-, alguien ejecuta seis disparos desde fuera de campo: dos se estrellan contra un espejo, los demás impactan sobre un hombre que se desvanece en el suelo. Una nube de humo un tanto injustificada acompaña la caída; luego el arma es arrojada a su lado. Antes de morir, en un plano más cerrado, sus labios esbozan “Mildred” -cualquier parecido a Citizen Kane, no es coincidencia-. En un intento por encontrar al asesino, la cámara gira hacia el espejo perforado por las balas, para pasar a un plano general donde vemos el cuerpo que yace en el suelo. A la vez, escuchamos la puerta del auto que se cierra. El vehículo estacionado afuera arranca atravesando la niebla, sin que podamos saber tampoco quién lo conduce.

Luego del crimen, en un plano análogo al del inicio, nos encontramos en aquel muelle, donde sobresale un local con un gran cartel de neón. Mientras esta vez la cámara desciende indagando el espacio, aparece una mujer con tapado de piel y gorro a tono, caminando con paso cansino pero resuelto sobre esta construcción de madera que se nota mojada. La cámara la sigue de espaldas. Durante esta pequeña persecución, y con los elementos antes mencionados, podríamos suponer que es la presunta responsable del crimen, o bien la femme fatale de la historia. Sin embargo, las lágrimas contenidas en sus ojos -que vemos en un primer plano memorable de Joan Crowford-, su intento de suicidio y el hecho de que haya llegado caminando, nos persuade de lo contrario. Aunque la jugada que luego le realiza a Wally (Jack Carson) para inculparlo del asesinato desconcierta por un momento, de inmediato comprobamos que es más un acto desesperado que una intención premeditada.

El ambiente cargado de humedad, los reflejos, los encuadres contrapicados que distorsionan las proporciones, las habitaciones con sombras de geometrías intimidantes, los cigarrillos y el alcohol, entre otros elementos antes mencionados como el uso del fuera de campo, o el flashback de tipo psicoanalítico a través del cual la protagonista contará la historia completa al jefe de policía. Todas estas marcas iconográficas, que vuelven el espacio asfixiante, así como las cuestiones formales, se encuentran inscriptas en la codificación que Nino Frank, un año después del estreno de Mildred Pierce, y desde el otro lado del océano, denominará como Film Noir. Parafraseando a Paul Schader, algo así como una mancha oscura que cubre hasta los melodramas prestigiosos.

El cine negro es producto de la situación histórica, social y política norteamericana, relacionada sobretodo con la Segunda Guerra mundial y el replanteamiento del sueño americano. Deudor de películas previas y géneros establecidos; de sus influencias estéticas y narrativas. De técnicos y autores, muchos de éstos europeos. De la influencia de movimientos foráneos como el realismo francés, el expresionismo alemán y luego el neorrealismo italiano. De un relajamiento en la censura, pero también de la necesidad de burlarla. De la transformación del espectador promedio, ávido de un cine más real, que salga de los estudios a la calle. Pero sobretodo, apoyado en la novela negra, la literatura pulp y sustentado por la tradición del hardboiled y el tough. Así, nombres como los de Hammet, Chandler, McCoy, Vera Caspary, y por supuesto quien nos convoca, James Cain, entre otros, trazan los parámetros de esta nueva forma de pensar y formular al cine, mismo desde sus aportes como guionistas.

En este sentido, es probable que el éxito de la adaptación de Pacto de Sangre -con Billy Wilder y Chandler como responsables-, estrenada por la Paramount un año antes, haya movilizado al productor Jerry Wald y convencido a Jack Warner de llevar Mildred Pierce a la pantalla grande; una novela bastante más compleja que las habituales del escritor y que no versa sobre un crimen. Pero los obstáculos que aún imponía la oficina Breen, relacionados siempre con la moral y las buenas costumbres -de lo que por suerte el libro de Cain carece-, obliga a introducir una serie de elementos para hacer posible su estreno. Por ello, el asesinato incluido en la película es ideado por el productor para, por un lado, poder castigar a los culpables conforme a lo requerido por los censores, pero también para estar acorde a las intenciones comerciales de la Warner Bros: aprovechar el auge del cine criminal ejecutado por ciudadanos comunes, como ocurre en las pulp fiction, que hasta pocos años antes era solo perpetrado por gangsters –películas de las que éste estudio era su mayor hacedor-.

Esta mancha oscura que empieza a invadir el corpus genérico establecido, deviniendo tiempo más tarde como tal, encuentra entonces en Mildred Pierce un ejemplo paradigmático. Si bien en el inicio descripto los cánones estilísticos corresponden a un film noir, el resto de la película se desplaza hacia el melodrama. Esto lo apreciamos sobretodo en la configuración del personaje de Mildred, interpretado con gran carga emocional por Crawford, tanto por el registro de su actuación como por carecer de la ambigüedad característica. Es por esto también que de forma excepcional la protagonista es una mujer, algo inédito en el cine criminal. Por lo tanto, la puesta en escena de los tres flashbacks que la tendrán como narradora se vuelve más plana e iluminada, mientras que a medida que nos acercamos al momento del crimen se va oscureciendo.

Michael Curtiz, con su elegante y lúcido estilo narrativo, como de costumbre, logra que este híbrido mantenga una coherencia dramática a pesar de estos contrastes visuales y ciertos anacronismos argumentales derivados de la adaptación de la novela en cuestión. Con guión de Ranald MacDougall, entre otros nombres sin acreditar como el de Catherine Turney y el de William Faulkner –de quien podemos sospechar la autoría de ciertas líneas de diálogos notables-, se trasladan situaciones de la novela, pero no tanto las circunstancias ni las motivaciones, dejando atrás sobretodo la sustanciosa complejidad en la construcción de los personajes que formula Cain.

En la película, Mildred se presenta sin dilemas existenciales, sin los bemoles que en realidad son los que le dan forma a la personalidad de Veda (Ann Blynt), su hija mayor, antagonista de esta historia y Femme fatale en potencia, que lo intentará todo para lograr su ascenso social. El tercer vértice de este triángulo nada amoroso es Monty (Zachary Scott), un dandy venido a menos, también arquetipo del género incipiente. Entonces, mientras que en la película Veda es un negativo absoluto de su madre, ésta última es un ejemplo del tipo de mujer Made in Hollywood que sufre un desplazamiento en tiempos de guerra, en los que la ama de casa de clase media tiene que hacerle frente a algo más que las tareas domésticas: tiene que salir a trabajar para mantener a su familia. Mildred, entonces, se convierte en un modelo a seguir, cuyo destino se ve afectado por agentes externos en los que ella es sólo una víctima. Hacia el final queda claro que no podrá mantener el logro conseguido -de empleada de restaurante a dueña de una cadena con su nombre- y deberá dejar atrás su estatus y volver a ocupar el lugar asignado que le brinda la sociedad al lado del hombre del que nunca debió separarse, en una clara analogía a la vuelta de los soldados de la guerra culminada antes de su estreno. De hecho, Ida –en una espléndida actuación de Eve Arden-, que es una conjunción de dos personajes que son vitales en el desarrollo de la novela, es el modelo de mujer independiente y fuerte en la película, pero le hacen dejar claro en una (auto)referencia que el costo de esto es su soltería causada por las características masculinas de su actuar.

Dentro de la novela, el protagonismo y la preponderancia de las mujeres es fundamental. Contada desde el punto de vista de Mildred por un narrador en tercera persona –cosa que Cain se atreve repetir en otros libros de su autoría, hasta narrando en primera persona-, allí la obsesión por su hija Veda, que llega al paroxismo en el momento de la muerte de su hija menor, está encubierta porque nos identificamos con Mildred. Tanto es así que si Veda no fuera como es, podríamos sin dudas ponernos de su lado. Pero si bien el narrador nunca la juzga, sí la expone en sus decisiones, quizás un poco como burla a los valores burgueses que en su orgullo el personaje siempre defiende. Es esta propensión a que su hija sea exitosa lo que finalmente crea el monstruo insensible, frío, calculador y arrogante que lejos está de la pasional Veda interpretada por Ann Blynt -aún deben seguir resonando las maldiciones de Cain al ver a su personaje perfecto llorando o actuando en un show de mala muerte, porque Veda, la verdadera, jamás caería tan bajo-. Así vemos el nacimiento de la Femme Fatale recurrente en su literatura y luego llevada al cine. Podríamos pensar algo así de los orígenes de Phyllis, de Pacto de Sangre, o de Cora, de El Cartero llama dos veces. Pero Mildred, en cambio, es una Femme Fatale encubierta, es decir, se mueve como tal pero realiza sus acciones de manera inocente. Esto se lo exponen, tanto a ella como al lector, Veda y Monty en dos oportunidades, quizás el punto más álgido del libro en cuestión. Y esto es así porque su motivación no es el dinero o el éxito personal, sino su hija mayor, en la que trasmuta todos sus deseos, quizás frustrados por el mismo nacimiento de ésta.

Por último, la enorme interpretación de Joan Crawford en su primera película para la Warner, que le valiera su único Oscar en un regreso estelar, la música ideada por Max Steiner, pionero de la gramática musical en el cine, y el timing que nunca decae y mantiene en vilo al espectador, tanto que hasta por momentos se puede olvidar del asesinato que da inicio a la película, son los tres fuertes de la adaptación del libro de Cain. Pero, sin dudas, la novela posee una densidad narrativa que no sólo es estupenda para su lectura, sino también, una forma de entender la codificación de la Femme Fatale en el film noir.

Mildred Pierce (Estados Unidos, 1945). Dirección: Michael Curtiz. Guion: Ranald MacDougall. Fotografía: Ernest Haller. Música: Max Steiner. Elenco: Joan Crawford, Jack Carson, Zachary Scott, Eve Arden, Ann Blyth, Bruce Bennett. Basada en la novela Mildred Pierce, de James M. Cain. Duración: 111 minutos

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