Hace ya algunos años conversaba con un director de cine (sus últimos trabajos abrevan en el terror) sobre la imposibilidad de la producción local -igualmente profusa-, de encontrar un tono y un relato que se salga de la línea que marca el peor mainstream. Mi percepción tenía que ver con las referencias que se tienen en cuenta, con el hecho de pensar al terror como la moda que se ve hoy en el cine y perder de vista la posibilidad de relatos capaces de explorar dentro del imaginario inagotable de la propia geografía, y también con el desafío de bucear en el (los) pasado(s) como marca terrorífica de éste (y todos los) presente(s).

Es cierto que el cine de terror internacional se había visto exponencialmente multiplicado en los años del estreno de Resurrección, sin embargo, salvo honrosísimas excepciones como The Babadook o It Follows, ambas de 2014, el resultado había sido pobrísimo. Otro tanto podíamos decir de la producción nacional: películas como Olvídame (Aldo Paparella, 2013), El desierto (Christoph Bel, 2013) o Naturaleza muerta (Gabriel Grieco, 2014) partían de buenas premisas y desbarrancaban irremediablemente, se volvían predecibles, solemnes y finalmente bastante aburridas. Pero un día llegó Resurrección, tercera película de Gonzalo Calzada, que se posiciona frente al género y construye un universo fascinante partiendo de un episodio devastador, como fue la epidemia de fiebre amarilla que diezmó Buenos Aires en 1871, y de tópicos como la fe, la creencia, la ciencia versus la religión, la pertenencia de clase y el universal temor a la muerte.

El joven cura Aparicio (Martín Slipak), «un instrumento del Señor», parte a Buenos Aires a prestar ayuda espiritual frente a la tragedia. Una visión mística lo guía, pero su pragmático consejero lo reprende: «Visiones, hay que ver a qué clase de necesidad responden». Y ahí va nuestro héroe a «curar almas», ese es su deber y su sacrificio. Su primer destino será la casa familiar, la quinta El Paraíso. Hasta allí lo ha guiado su dios.

Como marca el género, lo primero que recibe es una advertencia y, claro, jugando de local la clase se impone y algunas almas (y los cuerpos que las contienen) necesitan recordar su lugar en la pirámide: «Un criado me dice que no entre a la casa de mi familia». Aparicio es muchas cosas, entre ellas «el señor», pero no es el único: «Esta ciudad no estaba preparada para llenarla con toda esa plebe extranjera (…), esta peste era de los brutos y él (Edgardo, el hermano) la trajo a esta casa», informa, lapidaria, Lucía (Ana Fontán), la cuñada encerrada en la capilla con su hija. Y siguen las marcas: el hermano médico moribundo (Adrián Navarro), el criado fiel (Patricio Contreras), el extraño curandero (Vando Villamil); todos los ingredientes presentes y articulados. Las pistas que desliza el guion: «Hice algo terrible», dirá el hermano; «Sólo acá estamos a salvo», confirmará Lucía; «Le pedí a Jesús que venga a salvarnos», dirá la sobrina (Lola Ahumada); «No tendría que haber venido, no siempre las cosas salen como uno las imagina», dirá Quispe, el criado; «Usted tiene un problema de fe, como su hermano», dirá el curandero.

La enfermedad, el terror a la muerte, las alucinaciones, la religión como refugio desesperado, la pérdida de la fe, el recurso mágico, la sanación, el diablo, el payé correntino, el costo, las consecuencias. El «bien» y el «mal» jugando un ajedrez eterno, conocido, esperable, y los hombres como facilitadores de todo esto están presentes en la película.

Resurrección se construye con capítulos (Pasión, Muerte y Resurrección), más una introducción y un epílogo al estilo literario, porque esa es la fuente de la estructura de esta película. Los hechos se suceden cronológicamente y al final se explican. Sin apelar a innecesarios golpes de efecto el relato se construye como un misterio con toques de fantástico y funciona porque el guion no se delata, fluye y seduce. Como también las actuaciones de Patricio Contreras y Vando Villamil. El Ernesto/Quispe de Contreras es quien sostiene el relato -con un monólogo en la segunda mitad de la película que maravilla y aterra un poco- inclusive cuando su contraparte, el atribulado cura Aparicio de Slivak, no lo acompañe del todo.

La elección y el tratamiento de la luz en las locaciones (la casa, la capilla y el terreno que las contiene) logran generar el clima de opresiva desolación que el relato transmite. Como si la impecable fotografía, el preciso vestuario, las logradas caracterizaciones y el convincente maquillaje fueran poco, toda la secuencia de los títulos está ilustrada por Enrique Breccia. 

Resurrección fue una buena noticia para la producción nacional, lo cual anticipó la posibilidad de hacer cine de género, comercial y de muy buena factura, partiendo de la propia historia. Han pasado algunos años desde el estreno de esta película, hoy injustamente olvidada, y no años cualquiera. Pasó la pandemia de COVID-19, cuyos resultados perfectamente los podemos pensar en términos de la secuela económico y social de la epidemia de fiebre amarilla, y también pasaron (y siguen pasando) el miedo y el terror con ropajes de guerra allá en los mares, y puertas adentro, la promesa de dinamitar nuestra sociedad. Los «instrumentos del Señor» se presentan racionales (o más o menos) pero, en definitiva, son los mismos hombres los que quieren adueñarse del ajedrez. 

Elijo creer que ya sabemos que si hacemos «algo terrible» ya no nos queda un lugar dónde refugiarnos y que nadie vendrá a salvarnos porque, y eso sí que lo hemos aprendido, nadie se salva solo.

Resurrección (Argentina, 2015). Guion y dirección: Gonzalo Calzada. Fotografía: Claudio Beiza. Montaje: Alejandro Narváez. Elenco: Patricio Contreras, Martín Slipak, Vando Villamil, Adrián Navarro, Diego Alonso, Ana Fontán y Lola Ahumada. Duración: 102 minutos.

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