Hay algo en Mujer lobo que llama la atención desde el principio: cierta desprolijidad, cierto aire artesanal en el uso de la cámara y en la construcción de los diálogos; cierta imperfección que resulta agradable, pero que enseguida se vuelve predecible ante la evidencia de las intenciones formales de la película, revelando una puesta en escena fría y calculada, sin peso dramático. A poco de empezada, Mujer lobo trasparenta su procedimiento mediante una acumulación de escenas similares: la protagonista conoce/elige a su víctima, tiene sexo con ella y luego la mata. Una secuencia que se repite varias veces. Por qué lo hace, qué hecho traumático dio origen a esa conducta y por qué escoge la línea B del subte como territorio de la acción, nunca llega a saberse, y tampoco parece importar demasiado. Un grado de libertad que le juega a favor pero que también ubica a Mujer lobo en un lugar desconcertante. En primer lugar, porque resulta contradictorio que, en una película que lleva en su título el nombre de un animal vinculado a la actividad nocturna, abunden las escenas diurnas. La propia elección del subte, medio de transporte urbano propicio para los encuentros fortuitos, pero que en su funcionamiento no va más mucho más allá de las diez de la noche, es llamativa en ese sentido. La luz del día en la película de Tamae Garateguy parece tener mayor protagonismo que el poder transformador de la noche, el cual queda reducido apenas a unas pocas escenas de persecución y venta de drogas. La ciudad nunca llega a adquirir el tono extrañado que Mujer lobo busca a partir de las permanentes mutaciones de la protagonista. El blanco y negro de la imagen, y una estructura llena de baches y baldosas flojas, dejan a Mujer lobo más cerca del registro documental que del fantástico pretendido. Una hibridación que bien podría señalarse como un rasgo notable si la intención fuera la de transitar esa difusa frontera genérica. Pero no parece ser eso lo que busca Garateguy. La ciudad, y el subte como su juguete predilecto, son apenas un mero telón de fondo para la historia que su directora se propone contar: no hay profundidad ni trabajo sobre ellos. No relevancia del espacio ni de los elementos. Lo que en principio parece fluir con naturalidad, luego se vuelve forzado y pierde interés.
En Mujer lobo una mujer se desdobla, y esto la vincula directamente con Mala, estrenada un año antes y dirigida por Adrián Caetano. En esa película también se muestra la personalidad cambiante de una mujer, pero con la diferencia de que cada desdoblamiento se corresponde con una acción determinada: el personaje de Brenda Gandini, que es el portador del trauma, la mujer real, representa la fertilidad, la relación entre vida y muerte. Es ella la que usa el poder de su sexo para redimirse y redimir a los demás, como se ve sobre final. Los personajes de Liz Solari y Florencia Raggi, por su parte, representan la acción, la concreción material de la venganza, mientras que María Dupláa es el instrumento de seducción, el objeto de deseo que lleva, inconscientemente, a la perdición y la locura. El problema mayor de Mujer lobo está en este punto, en sus desdoblamientos: las tres mujeres que Garateguy muestra bien podrían ser la misma; las diferencias, en todo caso, descansan sobre la superficialidad de los cuerpos, pero todas carecen de psicología en sus comportamientos. En un primer momento el personaje interpretado por Guadalupe Docampo parece ser la parte animal que tiene miedo, que no sabe o no puede convivir con su maldición; el de Luján Ariza, en cambio, simula la exuberancia; es la sirena urbana que enloquece y pierde a los demás, mientras que a Mónica Lairana le toca ocupar el lugar de la acción, de ser la morocha que seduce y mata. Pero luego la película se encarga de revelarnos que todas hacen todo: todas tienen sexo, todas matan, todas sufren, todas sienten placer. Incluso hay dos escenas, una en la ducha y otra en la cama, en las que todas se funden para quedar igualadas. Es ahí donde la libertad de Mujer lobo se pierde en su propio laberinto. Es ahí donde se deja en claro que la mujer del título es siempre la misma mujer y que sus desdoblamientos, diferentes en sus corporizaciones pero iguales en sus comportamientos, no ofrecen demasiados matices.
El otro punto de contacto entre Mujer lobo y Mala tiene que ver con la utilización de los trucos. Garateguy recurre al corte para mostrar las mutaciones de su protagonista, procedimiento que busca acentuar la fragmentación pero que al mismo tiempo le quita fluidez y verosimilitud a la narración. En la película de Caetano no hace falta siquiera mover la cámara, el recurso del fuera de campo es limpio y efectivo, como se ve en una de las primeras escenas. Y cuando hay cortes, la utilización de los espejos no sólo funciona como imagen distorsionada de la propia protagonista, sino que abre distintas posibilidades de percepción para el espectador.
Sin embargo, cabe decir que, aun en su imperfección, aun en su pretendida oscuridad, aun en sus fallas, la tercera película de Tamae Garateguy (UPA, una película argentina, Pompeya) tiene el mérito de mostrarse como un artificio libre y desprejuiciado, donde lo salvaje y lo primitivo parecen imponerse -como se ve en las escenas finales- por sobre una sensibilidad más humana, y donde las referencias al género, por más universales que parezcan, importan en la medida en que adquieren su tono porteño, fácilmente reconocible, fácilmente asimilable, de un modo genuino. La Buenos Aires de Mujer lobo es una Buenos Aires transformada, una ciudad tomada por el terror, pero por un terror que le pertenece. Un terror local. Una identidad aún inclasificable, ganada a fuerza de desdobles y desdibujamientos, pero identidad al fin. He allí lo mejor de la película de Garateguy.
Mujer lobo (Argentina, 2013). Dirección: Tamae Garateguy. Guion: Tamae Garateguy, Diego Fleischer. Fotografía: Pigu Gómez. Montaje: Catalina Rincón Giraldo. Elenco: Luján Ariza, Guadalupe Docampo, Mónica Lairana, César Bordón, Hernán Bustos, Edgardo Castro. Duración: 92 minutos.
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