Gene Tierney más luminosa que nunca. Gene Tierney oliendo extasiada el pecado y la suciedad en el aire de esa ciudad brumosa y decadente, creada para ella, para su aura resplandeciente y también para su fatal perdición. Gene Tierney como un imán de cine que atrae la cámara hacia sus ojos en un zoom inolvidable disfrazado de subjetiva anhelante de deseo. Gene Tierney y la sombra de James M. Cain -de fundamental participación en la escritura del guion-, que no aparece mencionado en los créditos iniciales pero que tranquilamente puede ser uno de esos extras de Hollywood a los que la película agradece por haber dado día y noche lo mejor de sí, fundiéndose entre las luces, el humo, el alcohol y el sonido de los gongs de ese casino infernal, no por nada estructurado en círculos. Gene Tierney y Josef von Sternberg encontrando un reemplazo a la altura del fulgor de Marlene Dietrich para darle forma a una de sus producciones más libres y desaforadas.

Debe haber pocas películas tan extrañas y singulares como The Shanghai Gesture, donde todo lo que no está, donde todo lo que deliberadamente se deja afuera tiene tanto peso como aquello que se ve. Un peso sublimado, inquietante, que termina cayendo no solo sobre los disfraces elegidos por los personajes para esconder su fragilidad y vulnerabilidad, sino sobre esa mesa de póquer donde “Mother Gin Sling” (hipnótica Ona Munson) se juega el destino de su casa, de su lugar en el mundo, construido a base de dolor y destierro, en una situación similar a lo que ocurría por aquel entonces en una dimensión más realista, más terrenal y más terrible de la existencia. The Shanghai Gesture está filmada en plena Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, von Sternberg se encarga de aclararnos que su película no pertenece al presente, que su Shanghai no es ni china ni europea y que, por lo tanto, eso que vemos no pertenece a otro terreno más que al de la fantasía. La decisión no es evasiva sino que está ahí para reforzar el fuera de campo. Lo que von Sternberg hace es filmar un recuerdo, un sueño lleno de sensualidad pero no exento de amargura. Como si todo eso que vio y que dejó asentado en su cuaderno de viajes, De Viena a Shanghai, donde describe a la ciudad como una marisma fangosa y da cuenta de lugares similares al casino de Gin Sling, se le hubiese venido de golpe a la cabeza sin dejarle otra opción que no sea la de traducir ese torbellino mental de luces, rostros y sombras en una puesta en escena barroca no por la acumulación de elementos exóticos sino por la conjura alucinada de los mismos.

Desde el comienzo, desde ese primer plano que en realidad es un travelling en la niebla y que muestra a un policía indio dirigiendo con pasos de baile un tránsito imposible, y hasta el final, con la celebración trágica del año nuevo chino y con ese dragón poblando una calle indiscernible de cualquier otro espacio, The Shanghai Gesture hace del escondite identitario, o sea de la máscara, su razón de ser. Es una película que habla de reemplazos, de hombres y mujeres marginales adquiriendo un nuevo nombre o rechazando cualquier etiqueta, ya sea para dejar en el pasado aquello que fueron o para tratar de sobrevivir en ese mundo oriental, misterioso y cautivante que también es un margen y que también tiende a ser reemplazado por un mundo más global, más parecido a cualquier otro mundo, pertenezca éste al cine o a la realidad. Además del improbable indio del comienzo, en la película de von Sternberg hay un barman ruso que niega su procedencia, que no quiere que lo llamen camarada y que dice no pertenecer a ningún país, que lo que ha visto en cada lugar donde ha estado le basta para rechazar todo tipo de nacionalidad. Hay un tal “Doctor Omar” (inolvidable y melancólica presencia de Victor Mature) que no es doctor en nada y que tampoco debe su nombre al poeta árabe; que tiene de egipcio lo que la Gin Sling (apodo elegido porque ya había una “Whisky Soda” y una “Miss Martini”, según le explica a Tierney) de Ona Munson tiene de china. Sin embargo, son nombres que les permiten jugar su papel con gracia. El título ficticio, dice el propio Mature, a diferencia de la mayoría de los médicos, no hiere a nadie. Y si el nombre del cual se ha apropiado lo obliga a honrar la poesía, no tiene problemas en largarse a recitar unos versos cuando se lo piden. Son maquillajes enigmáticos e inofensivos al mismo tiempo.

Lo mismo ocurre con la Poppy Smith de Tierney (ninfómana drogradicta en la obra de teatro de John Colton, alcohólica perdida por el juego en la adaptación cinematográfica de von Sternberg), que en realidad se llama Victoria, y lo mismo ocurre con el Sir Guy Charteris del gran Walter Huston, que tampoco es Charteris sino Dawson. Y el detalle fundamental acá, lo que confirma la derrota y el sino trágico de la historia, que no es tanto el crimen final sino la frase que lo continúa, es que esa ostensible artificialidad del espacio, ese otorgamiento de segundas identidades que hay en The Shanghai Gesture le corresponde tanto a los explotados como a los explotadores, tanto a los dominados como a los dominadores. Si Charteris, que es quien quiere cerrar el casino para transformar la zona, para cambiarle la cara al lugar, puede adjudicarse un nombre falso y construir un imperio perdurable a partir de esa argucia, solo detectable para quien conozca y haya compartido su pasado, lo que queda para el resto es retirarse como lo hace Gin Sling sobre el final y asumir lo difícil que será seguir como hasta ahora. Ese es el gesto al que refiere el título de la película, más que al embrujo o la adjetivación moral (la pecadora de…) al que refieren sus traducciones al español: una cualidad distintiva que se pierde entre la uniformidad del futuro pensado y diagramado por los dueños del mundo por venir. Un mundo gris y plano, sin humo de cigarrillo, sin claroscuros, sin carnaval y sin noche.

Un mundo que tal vez explique la ausencia de Cain en los títulos, un escritor que casi nunca veía películas y que todavía no se había retirado definitivamente a su Maryland querida porque aun faltaban unos años para que su nombre pasara a figurar en las listas negras del macartismo, pero que ya se había decepcionado y repudiado los manejos burocráticos de la industria de Hollywood, sus imposiciones, sus limitaciones a la tarea creativa. Un escritor al que se le reconocen muy pocos trabajos oficiales como guionista pero que le dio al cine mucho más de lo que éste a él. The Shanghai Gesture es uno de sus aportes invisibles y notables. Es una película hecha por alguien que, como su Poppy Smith, criatura abandonada y desamparada igual que él, tuvo que adoptar un nombre para poder sobrevivir. Josef von Sternberg se llamaba Jonas Sternberg. Y el “von” lo incorporó cuando en 1924, además de colaborar en el guion, tuvo que hacerse cargo de las tomas finales de By Divine Right, de Roy William Neill. De ahí en adelante, ese “von”, que significa “de”, sería la marca ineludible de un cine que hizo del mundo no un lugar mejor ni un refugio, sino un espacio mítico, un espectáculo hechizante e impredecible. Un “de” de autor verdadero. Un “de” de un cine que ya no se hace, que ya no existe más.

The Shanghai Gesture (Estados Unidos, 1941). Dirección: Josef von Sternberg. Guion: Josef von Sternberg, Jules Furthman, Karl Vollmuller, Geza Herczeg y James M. Cain (no acreditado). Fotografía: Paul Ivano. Música: Richard Hageman. Elenco: Gene Tierney, Walter Huston, Victor Mature, Ona Munson, Eric Blore, Maria Ouspenskaya, Phyllis Brooks, Albert Basserman, Mike Mazurki. Duración: 106 minutos.

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