
Si uno leía la sinopsis argumental de Bandido, podía imaginarse una de esas películas de redención personal de alguien que tuvo su instante de fama y que fue cayendo con el paso del tiempo. Pensé casi inmediatamente en El luchador, esa película en la que Mickey Rourke encarnaba a una especie de Titán del Ring, que tenía que seguir a pesar de las heridas y el paso del tiempo, ejecutando la misma parodia de pelea, solo para subsistir. Y algo de eso hay. Pero lo que en la película de Aronofsky era una transmisión del dolor físico del personaje aquí va por otro lado. En el comienzo mismo de la película, en una escena prototípica –el artista esperando el momento de salir a escena, el recorrido tras bambalinas hasta llegar al centro del escenario-, hay algo que preanuncia lo que está por venir. Roberto, el Bandido del título, luce apocado, como asumiendo un compromiso que no quiere –el saludo de ocasión con los dueños del teatro, una pura formalidad que contrasta con la vivacidad de su manager-, pero que debe: salir a escena se vuelve una actuación en el sentido más completo del término.
Lo interesante es que en los minutos siguientes no solo empezarán a aparecer los signos que van a revelar lo que pasa con el personaje, sino que lo hace tratando de escapar de los lugares comunes. Nada de crisis intempestivas, problemas con adicciones ni nada por el estilo. Roberto está cansado. Lo que hace no le genera motivaciones. El cuerpo y la cabeza parecen necesitar otra cosa, un descanso de las giras y los shows. La película construye el retrato del personaje apelando a unos pocos detalles que lo definen de manera particular: la forma en que esconde su cabeza con la campera, el desarreglo en el pelo, el tono de la voz que se convierte casi en un susurro. El contraste no puede ser más revelador con la figura de su manager: la escena en el estudio, cuando Roberto no puede poner la voz a una grabación para un disco de Grandes Éxitos, la repetición de la toma con el mismo resultado, son la consecuencia directa de la presión que el sistema ejerce sobre el personaje –la necesidad de seguir generando dinero- y la incapacidad de éste para responder a esa exigencia.

El robo que sufre Roberto al volver del estudio de grabación funciona como un primer parteaguas de la película: saca al personaje de sus espacios de pertenencia –el auto, el micro de la gira, el manager, la casa en el barrio cerrado- para llevarlo a otro ajeno, pero que entra en relación con los orígenes olvidados. Roberto vuelve al pueblo, al barrio humilde del que salió hace muchos años; lo rescata de esa situación difícil la solidaridad de un grupo de personas que no conoce. El encuentro con El Gringo, viejo compañero de ruta musical, completa ese retorno simbólico a un tiempo y un espacio del que ha tomado distancia. La larga escena de la charla entre Roberto y El Gringo dentro del auto de éste en la puerta de la comisaría no solamente es el corazón de toda la película –hay una sensación que se transmite más allá de la pantalla de no querer que ese momento se termine, que es necesario estirarlo siempre un poquito más-, sino la comprensión de que allí está el camino que le marca a Roberto.
Pero lo que verdaderamente establece una frontera en la película es una escena posterior: la visita del Gringo y el cura a la casa de Roberto en la mañana siguiente. En esa escena lo que se desarma es la fluidez que la historia traía hasta ese momento para imponerle elementos que funcionan como excusas para el avance narrativo. Si ya podía preverse esa derivación cuando en el momento del robo vemos de fondo el pasacalle que dice “No a la antena”, la entrada del tema desvía al personaje de su centro. Roberto, el Bandido, no necesitaba de la excusa del hecho social para redimirse. Su redención estaba planteada en seguir la línea del reencuentro con El Gringo, un personaje que asoma poderoso pero que queda sub-utilizado. Lo que pone en el centro el hecho de la lucha comunitaria contra la antena, es una implicación en algo que es más grande que la historia del personaje y que luce forzado. De allí se deriva no solamente el compromiso de Roberto con la causa –la escena en que sirve las bebidas a los niños cuando llega es tan breve como forzada e innecesaria-, la irrupción de la orden de desalojo convenientemente dispuesta mientras están preparando el festival y la pelea con la policía que termina con Roberto y el cura en la comisaría. La compresión temporal del relato –entre el robo del auto y el festival pasan no más de 48 horas-, la irrupción de elementos ajenos a la historia del personaje hacen que la segunda parte de la película pierda de vista lo que había construido hasta ese momento. No es que pierda el objetivo –la redención del personaje- sino que en lugar de llevarlo por el camino más interesante y quizás más trabajoso de relacionarlo con sus orígenes, prefiere tomar un atajo que lo sumerge en un compromiso que se inserta desde afuera.

Lo que sucede en ese quiebre de la película es el pasaje definitivo de la sugerencia y la exploración del personaje a la previsibilidad y la acción como forma de resolver su narrativa. En ese pasaje, el relato se debilita y pierde el interés que había generado y las expectativas que había creado. Más allá de que en ese tramo aún subsisten algunos momentos que parecen querer recuperar el aliento inicial –la caminata con Rulo por el barrio, la charla con el cura en el calabozo, la decisión de no contarle a su manager después de dudar entre qué mensaje dejarle en el teléfono-, la sensación es que la apuesta es ahora por la representación de ese cambio en términos simbólicos. El Roberto apocado de la escena inicial, vestido de traje e impecable que se sube a un escenario de un teatro lleno después de pasar por los largos pasillos de bambalinas ha dejado lugar a este nuevo Roberto, que llega pasando entre la gente a la que saluda, vestido con una chaqueta roja intervenida por su propia hija, dispuesto a subirse a un pequeño escenario donde lo esperan músicos que apenas conoce para, ahora sí, poder cantar aquella canción que en el estudio no podía y que dice, de manera previsible que “Volveré, volveré a cantar, a ser feliz”. Eso que ya sabíamos y que no necesitábamos que se subraye de una manera tan evidente que pareciera que la película duda de la capacidad de sus propios espectadores.
Calificación: 6/10
Bandido (Argentina, 2021). Dirección: Luciano Juncos. Guion: Renzo Orestes Felippa y Luciano Juncos. Fotografía: Nadir Medina. Música: Álvaro Fombellida. Elenco: Osvaldo laport, Juanma Lara, Vicky Rios, Hernán Alvarellos. Duración: 95 minutos.
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