Luciferina comienza con el logo en color rojo del sistema reproductor femenino, dando pie a la imagen de un carnero. De fondo, la música sacra acompaña el título ‘Saga de La Trinidad de las Vírgenes’. Tanto el tema como las ambiciones dentro de las que se enmarca la película parecen claras. Según refiere el director Gonzalo Calzada en varias entrevistas, el proyecto surge como un encargo de la productora Buffalo Films (asociada a La Puerta Cinematográfica, a la que pertenece el director), como coletazo de la buena repercusión que había tenido su anterior largometraje Resurrección (2015). La premisa era la siguiente: una película con el tópico de la posesión demoníaca y orientada a captar al público juvenil.
La película sigue el devenir de Natalia (Sofía Del Tuffo), una novicia de 19 años que, tras varios años de vida en un convento de clausura, se ve obligada a regresar a la casa familiar a partir de recibir la noticia de un “accidente” en el cual falleció su madre (punto de partida similar al de Viridiana de Luis Buñuel). Natalia es rubia, tímida y recatada. De regreso en su acomodado hogar, se reencuentra con su hermana Ángela (Malena Sánchez), quien funciona como su contrapartida especular: de estilo dark y liberada respecto al consumo de drogas y la sexualidad. A partir de lo que su hermana le cuenta, el supuesto “accidente” se convierte en un acto de violencia de género. Ángela le revela que se realizó un aborto clandestino, removió un oscuro secreto familiar y ello sumió a su madre en un estado de alteración similar a la posesión demoníaca. Durante varios meses, su alienación se proyectó en la pintura de cuadros de úteros sangrantes. Mientras tanto, el padre de ambas permanece en grave estado en el altillo, donde antes se encerraba la madre durante sus crisis, reticente a hablar de lo acontecido.
Además de esos sucesos, Ángela le informa que ha decido irse al Tigre con su novio -un hombre violento y machista- y algunos amigos de la facultad, a practicar el rito chamánico de la ayahuasca para descubrir el secreto de su identidad, aquella que le han ocultado todo este tiempo. Incrédula respecto al relato de su hermana y reacia a participar del rito en primera instancia, Natalia termina sumándose al viaje con la intención de proteger a Ángela. Fruto de la casualidad, el sitio en el Tigre donde tiene lugar el rito ancestral perteneció anteriormente a un claustro de monjas, luego fue un hospicio psiquiátrico y hoy está abandonado. Las visiones que permite la ayahuasca, (y que se anticiparon en los sueños de que comenzó a tener cuando llegó al hogar) le revelan a Natalia su verdadera identidad -ser la sobreviviente del ritual satánico perpetrado contra Clara (Desirée Salgueiro), su madre- y propician el regreso del demonio para recuperar al bebé que perdió, no sin antes matar uno a uno a los jóvenes que lo despertaron al tomar parte en la ceremonia ritual.
La primera parte de la película está trabajada en un marco de realidad, que poco a poco se va resquebrajando mediante la irrupción de lo onírico, bajo el modo de la pesadilla (donde lo más íntimo se revela como el siniestro retorno del secreto reprimido del goce familiar), o del fantástico sobrenatural, ya sea bajo el modo del don de ver el aura o de irradiar luz que posee Natalia, o bien de la posesión demoníaca del personaje de Abel (Pedro Merlo), interés romántico de Natalia, capaz de mover objetos o inducir efectos en otros cuerpos. Es sabido que el terror como género es apto para plasmar los temores propios de una época o bien para dar cuenta del retorno de traumas sociales, y aquí es interesante el uso simbólico del rito satánico y de la posesión del cuerpo como resonancia del plan sistemático de apropiación de bebés que fue llevado a cabo durante la última dictadura. También es claro que la película puede leerse como un coming of age, no sólo por el crecimiento que implica recuperar el nombre, el origen, sino por la posibilidad de reconciliarse con él y empoderarse. De ahí que «Luciferina» no remite solamente a la pertenencia al Mal, sino también a quien emite luz. Bajo esta línea, la identidad perdida, que ocurre con la irrupción de la sexualidad en el cuerpo de una mujer, puede recuperarse al no vivirla ya como pecaminosa y culpable, al no huir de ella, sino al asumirla como poder de causar el deseo.
Pero, más allá de la apelación metafórica a que la posesión puede tener resonancias en lo social, ¿podríamos decir que Luciferina es una película de terror, que es eficaz a la hora de provocar miedo? Es cierto que destaca en los rubros técnicos, con buena calidad visual, sonora y fotográfica, lograda elección de las locaciones y un uso adecuado del maquillaje y el vestuario. Sin embargo, la banda sonora resulta discordante, los efectos de VFX son precarios y el elenco, desparejo en sus interpretaciones. Pese a todo ello el guion es el punto más flojo: los parlamentos caen en subrayados innecesarios y explicaciones excesivas, hay varios desvíos narrativos irrelevantes para la trama, que dilatan la entrada en el clima de miedo o directamente lo abortan, y una pobre construcción de ciertos personajes secundarios, que al no tener suficiente carnadura se vuelven irrelevantes y superfluos para la trama, operando como una suerte de relleno.
Las influencias de clásicos del género como El exorcista (William Friedkin; 1973), El exorcismo de Emily Rose (Scott Derrickson, 2005), El bebé de Rosemary (Roman Polanski; 1968) o It (Andy Muschiett; 2017), e incluso No dormirás (Gustavo Hernández, 2018), son claras -incluso rozando el plagio- y hay elementos que remiten directamente y de manera trillada a clisés del género, como la voz distorsionada del diablo. Además, otros recursos están sacados de manera literal de otras películas, sin corresponder a la cita porque no entran en una relación de filiación directa con esa tradición, como la figura amenazante de Clara, la cual remite a la imagen de Samara de La llamada (Gore Verbinski, 2003). También hay una referencia al terror de zombis, tanto en la corporalidad que asume Abel al ser poseído por el diablo, como en la manera en que va matando las almas de los jóvenes mediante el canibalismo de los cuencos oculares. En contraposición a esto, hay un intento válido de despegarse de las fórmulas clásicas del terror estadounidense y de apelar al color local al emplear el elemento ancestral del rito chamánico de la ayahuasca a los fines del exorcismo.
Para que el terror sea efectivo tiene que operar a nivel del sonido, ya que al escapar del campo visual se vuelve difícil de localizar e identificar. Por eso, la secuencia más aterradora es la que se da en las escenas oníricas del comienzo, donde irrumpe intempestiva y sorpresivamente la imagen de esa mujer de vestido blanco y cabello largo que oculta su rostro. El componente clave es la perturbación sonora y la desconexión total de la trama simbólica, punto en el que se desdibujan las fronteras entre sueño y realidad. En el momento en que se resuelve el enigma y ya identificamos quién es, e incluso también cuando identificamos al diablo en las escenas de posesión y exorcismo, el efecto de miedo se diluye.
Por último, la disgregación de tantos recursos y elementos hace que uno termine preguntándose qué aspira a ser Luciferina: ¿una película fantástica?, ¿una película de explotation (véase la escena del exorcismo erótico final)?, ¿una película de terror de posesión demoníaca o de zombis?, ¿o un melodrama gótico de inspiración en los cuentos de los hermanos Grimm? Y entonces nos encontramos ante una suerte de Frankenstein, un pastiche que toma pedazos de diversas referencias pret a porter, al servicio de un objetivo comercial, sin lograr una coherencia narrativa y efectiva a los fines de generar miedo.
Luciferina (Argentina; 2018). Guion y dirección: Gonzalo Calzada. Fotografía: Claudio Beiza. Edición: Alejandro Narváez. Elenco: Sofía Del Tuffo, Marta Lubos, Pedro Merlo. Duración: 111 minutos.
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