Definir lo mejor (o lo peor) de algo, es relativo. Ambas dependen de una subjetividad que generalmente se oculta y que responde a un consenso entre un grupo variado de personas. La decisión de valorar una cosa sobre otra, en verdad habla más de los seleccionadores que de aquello que es elegido. La objetividad se desarma –o debería pensársela de esa manera- cada vez que se constituye un jurado o un comité de selección (un aparte: si alguien quiere tratar de entender cómo funciona eso por dentro, hay que leer el primer capítulo de “Esa no soy yo”, la biografía que Liliana Viola escribió sobre Aurora Venturini y donde se relata la forma en que se llegó a premiar su novela “Las primas” en el concurso organizado por Página/12).

Esta introducción viene a cuento de un valor algo infrecuente que ostenta la selección 10Cortos10. Sabemos quiénes son los que eligieron el material (Cynthia Sabat y Paulo Pécora) pero incluso allí donde parece que podrían anteponerse a las obras seleccionadas, lo que genera es el efecto de reafirmar la subjetividad compartida por ambos. La búsqueda de lo mejor es aquí remarcada como un ejercicio subjetivo en donde los nombres propios se constituyen como punto de partida.

La visión integral de los dos programas revela algunas líneas por seguir. Tres elementos se perfilan de manera evidente. El primero es el lugar que ocupan los trabajos que optan por alguna forma de animación. Pero el detalle es que no aparecen bajo los formatos de la animación más tradicional. Si bien podría señalarse que La piedra mágica (Paula Herrera Vivas) podría ser un ejemplo cercano a esos modelos, su trabajo a partir de la cosmovisión mapuche y una animación que desde el contraste entre los fondos y las figuras sombreadas parece estar aludiendo a Lotte Reiniger, ponen una distancia considerable de esas formulaciones. En la mayor parte de los casos, se advierte un trabajo complejo en donde pueden cruzarse texturas diferentes como en The Spiral (María Silvia Esteve) o El trueno (Isabel Titiro) o desarrollarse tramas que piensan la relación entre tecnología e imaginación como en Lickfire(Jeff Zorrilla).

Un segundo elemento es cierta relegación de los formatos relacionados con ficciones más puras. Apenas un par de ficciones seleccionadas parecen indicar no solo las preferencias de los curadores de la muestra, sino que puede leerse como una señal de que lo ficcional pierde peso cuando se lo mide con trabajos que exploran zonas menos transitadas. Sin embargo, allí está La mutuante (Carla Scolari-Javier Rossanigo), ejemplo de un realismo sin subrayados, del que se destaca la forma en que se inserta en el final una voz en off que procede a la lectura de un contrato que se relaciona con el título del corto. Y también Río (Matías Herrera Córdoba), que mixtura el ambiente veraniego de pueblo con el despertar del deseo sexual de un adolescente. Más allá de que ambos intentan correrse de los lugares comunes, lo que resalta es que no se trata solo de ideas ingeniosas –germen de mucha de la producción de ficción-, sino que se observa un desarrollo de las historias que se quieren narrar. En los dos, la sensación es similar: pareciera que la cámara irrumpe en un momento determinado, sin necesidad de explicar nada sobre lo que lleva a los personajes a esa instancia en que los vemos, aún cuando algún flashback breve o una mención en los diálogos pretenda reponer algún elemento del pasado.

El tercer elemento es la decantación de la selección hacia trabajos que hacen de la experimentación formal su eje principal. El aire llega cargado de similitudes (Nicolás Carol) es tal vez la apuesta más extrema en tanto busca entretejer imágenes que se van disolviendo, deformándose hasta lo irreconocible, en una intervención que les hace perder toda función evocativa o narrativa. El trueno apuesta por una animación en la que, como en La piedra mágica se echa mano al poder sugestivo de las leyendas, hasta generar una sensación de notoria inquietud (“Te abandonas un instante y la selva te pone un pie encima”). TheSpiral logra que las voces se multipliquen, aunque subsista, en el fondo, una narradora que recorre el proceso que la lleva de la hipocondría hacia una espiral sin salida aparente. Lo notorio es que en el corto hay una liberación de toda restricción posible, trabajando desde el contraste y la superposición de imágenes para reflejar ese distanciamiento que se sugiere en el comienzo entre el cuerpo ante el espejo y la imagen que este devuelve.

En Lickfire la experimentación hace que las imágenes se despeguen definitivamente de cualquier lógica narrativa, para sumergirse en un interminable devenir en el que todo se va transformando y en el que las imágenes van mutando como un sueño acelerado. El corto de Zorrilla despliega una visión sobre la relación entre el arte y la imaginación que se hace explícita y consciente. Una mirada que parte de lo individual (“Podría inventar los desastres más devastadores”) para reflexionar sobre la tecnología (“Es más interesante cuando nadie sabe bien qué hacer con ella”) y para poner en juego las limitaciones del arte (“Este es el dolor del arte: traer lo imaginario a lo real y verlo siempre deformado”). La intervención de Zorrilla, de apariencia netamente estética, en esa reflexión se vuelve profundamente política en relación con el objeto –deforme y fascinante a la vez- con el que trabaja.

Los otros tres cortometrajes de la muestra exploran formatos que van entrelazando géneros hasta hacerlos difícilmente definibles. Los eucaliptos (Ignacio Ragone-Nicolás Suárez) parte de un viejo noticiero cinematográfico que alude a la construcción del edificio que lleva ese nombre, estableciendo vínculos entre pasado y presente que se ponen en juego como tensiones (el ejemplo más claro es la del sillón modernista en Europa 51 filmada en las ruinas de Pompeya) propuestas desde la relación con el cine (Vértigo, La coleccionista) y la publicidad. Es la recuperación de una película filmada en ese edificio (La dama del collar) la que opera como punto de partida para tratar de recuperar ese posible pasado en la apertura de una caja fuerte que lleva años sin abrirse. Acordate dame un beso al despertar (Estefanía Clotti) propone una exploración de un universo familiar a partir de las cartas en las que dos mujeres –una criada por la otra- van poniendo en escena el lazo que las une incluso en las disputas, a lo largo del tiempo. Allí también el trabajo de animación se entremezcla con las imágenes del pasado, al trabajar sobre ellas, no para deformarlas, sino para reafirmarlas en la disolución de sus rasgos más duros a través de los trazos de la pintura. Meinbuch (Max Mirelmann) pertenece a un territorio similar, aunque formulado como un extenso diálogo que se produce en el encuentro entre un padre y una hija después de la muerte de ambos. La historia familiar –observada por un descendiente de la familia- se entrelaza con las referencias a los entornos que atravesó cada uno de ellos desde los primeros años del siglo XX en Europa. El diálogo se vuelve atemporal y amoroso: padre e hija parecen encontrar el momento para hablar de lo que no pudieron en vida, oscilando entre la tristeza de lo perdido y la recuperación de un recuerdo que excede a la presencia física.

Volviendo al comienzo, hay en esta séptima edición de 10Cortos10 un valor que excede claramente a los logros que pueden observarse en cada uno de los cortos seleccionados. Y es que se puede observar que el rigor de la selección está orientado hacia una búsqueda de materiales que le escapen a la medianía o la repetición. Lo que hay en la muestra, lo que se advierte, hacia adentro de los cortos y en la relación que los seleccionadores logran entablar entre ese material es una apuesta por el riesgo, por aquello que resulta más estimulante a la hora no solamente de ver una película, sino, especialmente, de pensarla.

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