Hay una apuesta arriesgada e interesante que está en el centro de 1982: construir (casi) todo el documental a partir de las imágenes televisivas emitidas por ATC. Con esa decisión se consigue un doble propósito: por un lado, recurrir a la versión oficial de la guerra autorizada y proyectada por el gobierno militar; por el otro, reconocer la forma en que un medio de comunicación operaba sobre las expectativas de un pueblo que quería saber qué pasaba en Malvinas. Y una parte de su resultado es fascinante, en tanto procede a recobrar un material que el tiempo se encargó de ocultar –no recuerdo haber visto en informes televisivos u otras películas sobre Malvinas más que un par de las escenas recuperadas en el documental- y que 1982 viene a poner en un orden cronológico que sirve para generar un relato sobre la Guerra de Malvinas. 1982 se construye como un documental en el que el pasado se convierte en un presente fragmentado, un viaje a otro tiempo para sumergirse en él, porque por fuera de esas imágenes no hay otra cosa: ni opiniones posteriores, ni análisis sobre lo ocurrido. Un puro presente de hechos sucediéndose unos detrás de otros como una continuidad acelerada.
El inicio marca con claridad los elementos que dominan la concepción de lo que fue la toma de Malvinas por el gobierno militar. Después de las imágenes de la lancha que avanza y la voz del militar que afirma que están yendo para tomar posesión de las islas, la imagen de la Plaza de Mayo abarrotada de gente ese 2 de abril, gritando “Al balcón!” para que Galtieri asuma el lugar de Padre de la Nación –ese lugar vacío desde julio de 1974-, la voz de Silvia Fernández Barrio comentando en off toda la escena –con sus alusiones a la unión de los argentinos y la descripción de las lágrimas en los ojos del general- resumen en pocos minutos un cúmulo de transformaciones impensables. Galtieri juguetea en ese balcón, con una sonrisa espléndida, a imitar los ademanes de ese otro general al que detestaba, pero que se había adueñado de la conciencia colectiva del pueblo, para postularse como continuador desde lo gestual, y si el tiempo se lo permitía, de la épica heroica. Mientras tanto, abajo en la Plaza, el pueblo reunido resumía su desconcierto en la seguridad que le proveía el cantito de cancha de fútbol adaptado a la ocasión –“El que no salta es un inglés”; “Lo vamo’ a reventar, lo vamo’ a reventar”-, como si todo se fuera a dirimir en un campo de batalla sublimado con la gente asistiendo como espectadores de una disputa que, como dice un militar en algún momento, “inevitablemente terminará a favor de Argentina”.
Ya ni siquiera esa escena doble retrata la ignorancia, sino el absurdo. El absurdo de creer que un acto como el cometido no desencadenaría una represalia directa. El absurdo de pensar que Inglaterra seguía siendo una acumulación de barcos piratas diseminados por el mundo, que no podrían nunca con el poderío de las Fuerzas Armadas argentinas. En los primeros días de ese recorrido mediático es que se construye la creencia compartida: Galtieri es un líder aplomado y poderoso; los jóvenes que llegan a hundirse en el suelo húmedo del invierno malvinense son “gente del común que hizo esta patriada” y que están dispuestos a dar la vida por ese pedazo de tierra en medio del océano. Nada malo puede ocurrir. La enérgica respuesta de Galtieri por cadena nacional al primer ataque inglés todavía surte efecto. La referencia simbólica que traza Nicolás Kazanzew desde las islas tras el ataque al aeropuerto, cuando dice que “ahí está la bandera argentina que sigue flameando y no fue dañada”, aunque brote humo de todas partes y se pudiera vislumbrar lo que vendría, servían al propósito de construir el relato desde el patriotismo más básico.
El relato de la Guerra en la cobertura de ATC es el relato del ocultamiento. Una guerra sin heridos ni muertos en pantalla. Sin combates cuerpo a cuerpo ni carencias. Todo funciona como una maquinaria aceitada en la cual no hay distracciones ni errores. Entre los hallazgos del documental, uno no menor es la continuidad de los cantos tribuneros de la Plaza de Mayo del 2 de abril en el relato de la defensa antiaérea que hace Nicolás Kasanzew, como si se tratara de un partido de fútbol. O peor, minimizando la realidad, al plantear que los misiles y las ráfagas de fuego contra los aviones “parecen fuegos de artificio”. La unificación detrás de la causa nacional se vuelve monolítica. No solo por la insistencia de la propaganda –la que combina la marcha y el slogan de “Argentinos, a vencer”, con el más disciplinario “Cada uno en lo suyo defendiendo lo nuestro”- sino por la anulación de cualquier disidencia. De la que las “24 horas por Malvinas” se constituyen en la comprobación inequívoca: en esas horas se mezclan figuras populares de la televisión –es particularmente notable el hallazgo de una Mirtha Legrand ofreciendo su presencia en las islas como una parodia lejana de Marilyn Monroe en Corea- con los jugadores de la Selección, el Himno Nacional como instancia suprema de la unificación, y la construcción de un mensaje de patrioterismo exaltado en las palabras de Pinky. Pero el resumen de esa idea se concentra en el encuentro entre el pueblo y la política, retratado en el momento en que una mujer dona su tapado para la causa y se estrecha en un abrazo con el canciller Nicanor Costa Méndez (un encuentro falseado, en tanto la mujer es esposa de un marino que perdió la vida en el hundimiento del Crucero General Belgrano). Eso que ya auguraba el paneo por la tribuna del estudio mayor del canal, cuando el público entusiasta canta la Canción Patria con una guardia de soldados armados y hasta un jovencito vestido de marino con un gorro de la Escuela de Mecánica de la Armada (en una escena que hoy da escalofríos, pero que se puede pensar organizada desde el cinismo del poder) en la primera fila.
Desde ese lugar es que los periodistas y el material exhibido funcionan de acuerdo a la necesidad de unificación. Un pendular entre el adoctrinamiento anti-inglés (el discurso de Pinky en el que dice “a mí qué me importa lo que diga la BBC”, después de recalcar que los ingleses tratan a los malvinenses como si fueran algas) y la necesidad de no exponer los sentimientos (“No queremos consentir a estos chicos así que vamos a disimular nuestras emociones” dice José Gómez Fuentes) que sostiene un optimismo imperturbable. Lo que en las tapas de diarios y revistas de la época se podía resumir en el famoso titular de Gente que decía “Estamos ganando”, aquí pasa por otra diatriba de Gómez Fuentes, tan incomprobable como aquella: “Lo que le ocurre al Imperio es que se está desmoronando en el Atlántico Sur”.
La noticia convertida en religión: se cree aunque no se vea, aunque las imágenes se vuelvan con el correr de los días menos profusas. De allí que el gran mérito de 1982 es trazar un arco que va desde la euforia y los gestos iniciales de Galtieri en el balcón, al discurso de admisión de la derrota, en el que cambia no solamente el escenario, sino el tono y la disposición. Si en el balcón ni siquiera necesitaba hablar, en el salón de la Casa Rosada en el que ahora apenas lo acompañaba la guardia de Granaderos y los edecanes presidenciales, Galtieri necesita ensalzar a los soldados y por contigüidad a las Fuerzas Armadas, a pesar de la derrota. Pero también ese arco se manifiesta en la cobertura periodística. Kasanzew, único enviado a las islas, pasa del entusiasmo en el relato de las batallas acompañando a las imágenes, a comunicarse por radio con el continente y a plantear en su última aparición, algo parecido al desconcierto ante algo que se está incendiando por la noche (“Algo parecería estar ocurriendo pero no sabemos qué”, dice).
Más allá de una serie de detalles que hoy pueden verse como hallazgos valiosos (que una de las primeras cosas que hace el gobierno militar en Malvinas es llevar la TV color; la entrevista a un hombre al que Kasanzew le pregunta cómo lo trataron las autoridades argentinas como si fuera un residente, pero en verdad es un preso; la imagen de los soldados en Malvinas con la involuntaria ironía de estar escuchando “Sus ojos se cerraron” cantada por Gardel; la propaganda que incitaba a las mujeres argentinas a “cumplir su rol como esposa y como madre”; la involuntaria admisión de las carencias que hace Galtieri en su discurso final cuando dice que los soldados “lucharon con más bravura que armamentos”), subsiste una duda irresuelta. El encadenamiento de los sucesos que establece el documental, al elegir esa forma de presente continuo, desplaza toda tarea de interpretación al conocimiento previo del espectador. Para quienes experimentamos en tiempo real la Guerra de Malvinas en 1982, el documental es una recuperación notable de un material que vimos en su momento y al que ahora, el paso del tiempo le otorga otro valor. Desde ese lugar es relativamente sencillo descubrir el proceso de ocultamiento y mentira que proviene de la construcción propagandística que asumía el periodismo encarnado en el programa 60 Minutos. Pero la pregunta que subsiste es cómo lo entienden otras generaciones, que no vivieron la guerra o que no se interesaron demasiado en saber de ella. La ausencia de algunos datos –en el final solo se menciona la cantidad de muertos y heridos que dejó la guerra, y qué pasó con Galtieri y Margaret Thatcher luego de ese año-, relacionados con la preparación y el equipamiento de los soldados, que solo fueron descubiertos con posterioridad a la guerra y de los que los propios militares nunca se hicieron cargo –la mala alimentación, la falta de abrigo, la carencia de suministros hospitalarios, el limitado y anticuado armamento, la nula rendición de cuentas de lo donado por los ciudadanos, el destino que se le dio a lo recaudado por el Fondo Patriótico- puede generar una imagen equívoca respecto de la guerra en sí misma y de lo actuado por los militares. Sin esos datos, para el espectador que desconoce el tema, no queda tan claro el ocultamiento, la mentira y la indefensión en la que lucharon muchos de los soldados en Malvinas. Partir de una base de presunción de conocimiento del espectador es una decisión que parece sencilla, pero contiene el riesgo que de esa manera se pueda desarmar la intención de la película. Es la diferencia que va desde la observación –no carente de sutilezas, por cierto, en este caso- y la intervención sobre el material que se dispone. Entre dejar que sea el espectador quien tenga la mirada política y construir una visión política más profunda desde la propia película.
Calificación: 7/10
1982 (Argentina, 2019). Guion y dirección: Lucas Gallo. Duración: 92 minutos.
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