Costa es un cineasta de la intemperie. No insiste en el adentro, ni se estanca en la primera persona. Los paisajes de su cine no remiten a una naturaleza mansa, sino a una arquitectura de superficies descascaradas, espacios diminutos y precarios, habitados por cuerpos que cargan con las marcas de la explotación y el desarraigo. No parece contemporáneo y al mismo tiempo interpela al presente como ninguno. Esto se debe, en parte, a que es difícil concebir el encuentro pleno con sus películas fuera del compromiso que exige una sala de cine. Se pueden ver en una pequeña pantalla, con interrupciones y fragmentaciones de todo tipo o junto con otras en el torbellino de un festival de cine, pero la materialidad de cada plano va a contramano de la ligereza y la dispersión.

Lo que aparece en gran parte de su filmografía es el desamparo. Es el estado que define a la mayoría de sus personajes: la fragilidad, la soledad, la dificultad de formar comunidad. En la primera película de Costa, Sangre (1989), dos hermanos, uno niño y otro adolescente, son abandonados por su padre debido a las deudas de éste último con la mafia. El desamparo asume la forma de la orfandad en una película que podría funcionar como una secuela de La noche del cazador (1955), la obra maestra de Charles Laughton, sobre todo por el modo en que Costa trabaja con el blanco y negro, desde un contraste fuerte y expresivo, pero también por la desolación de los jóvenes y su voluntad por deambular sin rumbo fijo en medio de la noche, siempre al costado del río o navegándolo, tratando de sortear la herencia paterna (que no es más que un cúmulo de deudas); por el despliegue sonoro que expulsa al relato de las coordenadas del realismo; y, como extensión de esto último, por el modo en que la elaboración de una fábula les permite fugarse del dolor. Los hijos escriben, a pedido del padre, una carta supuestamente firmada por él que dice que está enfermo y que debe partir. La correspondencia autoimpuesta a través de la cual el padre facilita su parricidio (y la demolición del mito que él encarna) es la continuidad del plano con el que abre la película, cercano y frontal, que muestra el rostro del hijo mayor mientras recibe una cachetada de su progenitor antes de fugarse.

Las cartas circulan como un modo de conjurar el dolor, pero también funcionan como un amuleto que permite aferrarse a una promesa. En Casa de lava (1994), es una carta la que reclama por el obrero caboverdino, internado en estado de coma como consecuencia de haberse arrojado de un edificio que estaba construyendo. Y también es una carta la que, en esa misma película, recibe el personaje interpretado por Edith Scob y a partir de la cual se le informa que perdió a su marido. En Vitalina Varela (2019), es una correspondencia oficial la que le notifica a la protagonista que su marido, del cual esperaba un pasaje de avión desde hacía cuarenta años, ha muerto. Pero es sobre todo en Juventud en marcha (2006) donde la carta, su condición efímera primero, su inscripción en la mente de los obreros después, aparece con más fuerza. En medio de la noche, acompañados, como sucede casi siempre en el cine de Costa, por una iluminación tenue que imprime sobre los objetos más sombras que luces, Ventura le dicta a Lento, su compañero de trabajo, una carta hermosa que no puede transcribir porque no tiene lapicera. Esa carencia los obliga a memorizar las palabras y a transformar la carta, que repiten una y otra vez, en un mantra. El gesto actúa además como una forma de recuperar el género epistolar, una modalidad discursiva extinta en una época en la que las palabras se diluyen en medio de una infinidad de imágenes chatas.

Las cartas que Pedro Costa llevó desde Cabo Verde hasta Lisboa a pedido de algunos de los actores que participaron de Casa de lava (y que tenían, en ese momento, familiares trabajando en la capital portuguesa) son también fundamentales para comprender el devenir de su filmografía. Fontainhas, el barrio donde vivían los inmigrantes, se vuelve desde ese momento el escenario de casi todas sus películas. En el pasaje que va desde Sangre a Casa de lava, sin embargo, ya se puede observar un cambio en la mirada. Entre una y otra película el desamparo deja de ser íntimo para volverse político, la fábula ya no oculta lo real y las imágenes se conectan con un contexto político. Pero en Casa de lava, a diferencia de lo que sucede en las películas siguientes, la mirada nunca abandona su condición extranjera. El relato se cuenta desde el punto de vista de la joven enfermera que lleva el cuerpo comatoso del obrero desde el continente hasta la isla. La realidad se filtra desde el exotismo, con el añadido de que la demarcación entre lo documental y lo ficcional es tajante, una escisión que se nota sobre todo en el contraste de tono entre los actores profesionales, Inês de Medeiros e Isaach De Bankolé, y los habitantes de Cabo verde, que se interpretan, podríamos decir, a sí mismos.

En Huesos (1997), la mirada extranjera desaparece. Es la historia de dos jóvenes que en la precariedad absoluta acaban de ser padres y deben resolver qué hacer con el niño. La película se puede pensar como un espejo invertido de la anterior, sobre todo por el vínculo que se establece entre las enfermeras y los enfermos, casi como si las primeras entendieran que los segundos no son más que los síntomas de una enfermedad que los excede. A diferencia de lo que sucede en Casa de lava, el punto de vista se corresponde con los primeros: las enfermeras ya no esperan curar a nadie. Se limitan a observar, acompañar y hacer silencio. No hay ilusión, ni redención, sino estoicismo.

En Huesos predomina la economía de recursos, un repliegue formal en el que el montaje fragmentado y los movimientos de cámara le abren paso al plano fijo y el plano general ocupa la duración para que el primer plano se reduzca a lo mínimo (como en el momento en que el rostro del joven ocupa la totalidad del plano luego de que una mujer le proponga adoptar al niño bajo la condición de no verlo nunca más). Costa abandona el manierismo de Sangre y Casa de lava y construye una ficción que no oculta su dimensión documental. No porque haya sido cooptado por el tabú progresista que reniega de cualquier forma de representación de la miseria, sino todo lo contrario: como una forma de filmarla de frente, sin vueltas.

En En el cuarto de Vanda (2000), Costa lleva este impulso al extremo. Durante una buena parte de las tres horas que dura la película, vemos a Vanda, un personaje que ocupaba un lugar secundario en Huesos, drogándose en su habitación, tosiendo, echándose a perder y mientras tanto hablando, a veces directa y otras indirectamente, de la muerte, de la injusticia, de la desigualdad, de la libertad. Lo que sucede en esta película, que no sucede en las anteriores (aunque se anuncia en Huesos), es que el plano exhibe una materialidad cruda, de vibración documental. El cineasta se limita a distribuir dentro de los límites del plano los elementos que componen los espacios, un procedimiento del que se desprende una serie de pinturas ajenas al orden estable del relato, pero también a la particularidad del retrato. Costa no filma sólo a Vanda. El recorte lacerante de los planos, acentuado por la duración interna, no invalida su potencia centrífuga, sino que permite su desborde a modo de sinécdoque. Lo mismo sucede después con Ventura y Vitalina. Son ellos, con todo su cuerpo, y al mismo tiempo no son ellos, sino todos los explotados del mundo. Vanda lo vuelve metáfora cuando raspa las páginas de la guía de teléfonos de Lisboa para recuperar restos de crack.

Desde En el cuarto de Vanda, Costa se inscribe en un linaje de cineastas que van más allá de la pretendida zona de indeterminación entre el documental y la ficción para adentrarse en un terreno más rico y problemático que reconoce el artificio en todo documental y la dimensión documental en toda ficción. De ese modo, a partir de la convivencia (y ya no la combinación) entre estas dos modalidades discursivas, encuentra una forma de filmar a los desposeídos que pone en suspenso su condición de víctimas y habilita la posibilidad de reconocer (y ya no la de crear) su dignidad. En sus películas no importa definir a qué universo pertenece cada cuerpo, sino mirar de frente la tercera figura que se forma luego de la constitución de un ser cinematográfico no separado de la realidad. Las imágenes ya no pueden decodificarse como si surgieran de un registro fotográfico del mundo, como sucedía con el soporte analógico, pero tampoco ser negadas como mero artificio. A esto se suma la circunstancia fundamental de que Vanda, Ventura y Vitalina colaboraron de manera activa en las ficciones que los tienen de protagonistas, que configuraron con el cineasta la partitura literaria y teatral de un cuerpo que el plano cinematográfico (de algún modo un cuadro pictórico) luego transformaría en otro cuerpo.

La superposición de lo ficcional y lo documental que define a su cine desde En el cuarto de Vanda hasta Vitalina Varela, habilita su inscripción en las coordenadas del documental moderno. En el desplazamiento hacia lo real del último tramo de su filmografía no se puede leer la confianza del documental clásico en la capacidad del cine para representar el mundo y los otros. Lo que predomina es el escepticismo, el reconocimiento de la opacidad del cine y un desencantamiento estético político, relaciones con las imágenes y el mundo más ligadas al documental moderno. Pero al mismo tiempo hay una voluntad de estar entre los otros, un ánimo parecido al que movía a los documentalistas del Direct Cinema (de hecho algunos de sus antecedentes en Portugal, como Paulo Rocha, a quien Costa menciona como uno de sus maestros, forman parte de esta tradición). La cercanía entre los cineastas y los representados fue posible en aquel movimiento por la disponibilidad de una tecnología de registro más liviana y accesible. No es casual que En el cuarto de Vanda sea la primera película que filmó con una pequeña cámara digital, lo que le permitió estar solo en la habitación o reducir el equipo de rodaje a dos o tres personas.

Las tradiciones y los autores que Pedro Costa reivindica como cineasta y como cinéfilo no están ligados al documental, o a cierto tipo de documentales, sino a tradiciones tan disímiles como las que incluyen a Ford, Straub-Huillet, Dreyer, Tourner, Ozu o Bresson. ¿Qué hay en todos ellos? ¿Qué los une? A primera vista, lo que aparece es el reconocimiento del peso sensorial y expresivo de un plano. Costa no ve dicotomías del tipo relatos o rupturas, inmersión o distancia, ingenuidad o desconfianza, sino la posibilidad de un encuentro con un cuerpo que puede cincelarse en el plano con la fuerza de un ícono. No importan las diferencias entre John Wayne en Más corazón que odio o María Falconetti en La pasión de Juana de Arco. Lo que importa es el modo en que esos cuerpos se graban en la retina a partir de un trabajo amoroso y paciente (porque la soledad y el tiempo para trabajar, lejos de la lógica voraz de los rodajes tradicionales, es fundamental en Costa) que deriva en planos extensos y entregados al develamiento de las marcas íntimas.

Esto es así, sobre todo, en tres películas enormes que hizo después de En el cuarto de Vanda. En la primera, Juventud en marcha, se repite el procedimiento de la anterior. Ventura hace frente a cámara lo que Vanda hacía en su habitación: encarnarse a sí mismo para descarnarse. Juventud en marcha es su historia, la de un inmigrante que se desplaza a través de un umbral que funciona en dos niveles: primero, separando espacios concretos (la casa precaria y oscura donde vivió más de treinta años y la nueva, blanca, aséptica, que le entregó el Estado luego de que demoliera el antiguo barrio); segundo, desmarcando dimensiones temporales, como si el desplazamiento físico se correspondiera con el deambular de su mente. La atención de Costa está puesta sobre todo en el espacio que Ventura abandona (o que lo obligan a abandonar) y en el tiempo perdido, en las paredes con las que convivió durante muchos años y en las palabras que remiten a las promesas truncas.

En Juventud en marcha, logra un punto de condensación entre el manierismo de sus primeras películas, sobre todo el de Sangre, y la crudeza documental de En el cuarto de Vanda. Su filmografía asume, de ese modo, una estructura dialéctica, al menos hasta el momento de este texto. Se reencuentra con líneas oblicuas, cuerpos inmóviles, luces y sombras, luego de haber pasado por un cine abismado hacia lo documental. Se reencuentra, en definitiva, con una forma que se acerca al expresionismo, salvando las distancias, pero sin abandonar del todo la dimensión documental. Este “expresionismo documental” no manipula ni interviene la luz de los espacios; trabaja con la que está a disposición. No agrega ni quita elementos de la escenografía; los dispone para que extiendan una pintura que podría encontrarse con obras barrocas como las de Rembrandt o Caravaggio. Tampoco quiebra de manera artificial las líneas; se limita a disponer la cámara de tal modo que los edificios abandonados y los que están a punto de estrenarse configuren la imagen de lo monstruoso. El blanco impoluto y aséptico de las casas nuevas que entrega el Estado no alcanza a ocultar la oscuridad de una vida signada por la pobreza, la explotación y el desarraigo. La tensión entre las luces y las tinieblas es una marca de sus últimas películas, pero también de su primera, Sangre, donde los adolescentes se desintegran en una nube de humo y las sombras desfilan al costado del río. Y si bien es en Juventud en marcha donde la mixtura entre la afectación y la crudeza alcanzan su mayor nivel, la luz (o su ausencia) es también clave en En el cuarto de Vanda, en la que la iluminación natural, ajena a la penumbra de la habitación, llega con la gracia de un eclipse.

El manierismo de Costa remite también a un modo particular de trabajar los cuerpos. Después de En el cuarto de Vanda lo que predomina en sus películas es la inmovilidad. Y eso incluye no sólo a Juventud en marcha, Caballo dinero y Vitalina Varela, sino también a Ne change rien (2009), un largometraje que primero fue corto sobre Jeanne Balibar, la actriz y cantante francesa. El modo en que se aproxima a los ensayos y presentaciones de la artista y sobre todo a su rostro, ajeno a la explotación y el desarraigo, al menos en el sentido de las otras ficciones, no es muy distinto al modo en que se aproxima a Ventura y a Vitalina. Las posturas y las miradas que la mujer establece en su encuentro con la cámara, ligadas al perfeccionamiento de una técnica, son reveladoras para pensar en las películas siguientes. En Ne changerien aparecen con fuerza el estatismo y el silencio. Durante los ensayos y los conciertos, la artista permanece en general quieta, pegada al micrófono, administrando su voz en un coqueteo con el silencio. La música cae al vacío, ayudada en esa caída por la fijeza y la expresividad de los planos. La imagen, al revés de la tesis deleuzeana, se vuelve un componente del sonido. Lo que la distingue del resto de las de Costa es al mismo tiempo lo que la ilumina. En Juventud en marcha y Caballo dinero, por ejemplo, los ruidos (y ya no la música) caen al vacío y la inmovilidad asume la forma política de la derrota. 

En Caballo dinero, Ventura se encuentra en un ascensor imaginario con un fantasma que le devuelve todos sus demonios. Si en Juventud en marcha hay cierta vitalidad irónica, en esta película su cuerpo se está deteriorando. Ventura se encuentra en un hospital, una especie de limbo abandonado, recibe visitas, habla solo. Las promesas, personales y políticas, se esfuman, y aparece, en clave onírica, como delirio o alucinación, el recuento de los daños. Es la película más pesimista y más oscura de Costa. Hay algo de reconciliación y mucho de desolación, y podría haber, si no fuera por la connotación romántica que a veces tiene, una visión que se acerca a la de los locos de la tradición literaria rusa, que, mientras sufren en soledad, dentro de las paredes de su mente logran detectar (y sacar afuera) algunas verdades que los “cuerdos” nunca van a encontrar. Los soliloquios, en las películas de Costa, tienen la fuerza de una declaración poética y política acerca del horror del mundo.

Pero estas formas del monólogo también funcionan como cartas dirigidas a los muertos. Por eso es paradójico que en Vitalina Varela, su última película hasta la fecha, irrumpa una vitalidad que estaba ausente en las películas anteriores. Vitalina no es Ventura. Al igual que éste, está atada a un pasado que debe soltar o con el que se debe reconciliar, pero su cuerpo, atravesado por el dolor, no tiene las defensas bajas. Cada plano que Costa le dedica es la imagen del sufrimiento estoico. Su historia no es menos dura que la de los hombres que la preceden. Vitalina esperó durante cuarenta años un pasaje de su esposo, Joaquim, para que se reencontraran en Lisboa luego de que éste abandonara Cabo Verde en busca de un futuro mejor. Su llegada a la capital portuguesa, después de todo ese tiempo, no tiene por objetivo el reencuentro anhelado, sino la constatación de un desencuentro ahora definitivo: Joaquim ha muerto y hay que despedirlo. Mientras que Caballo dinero se puede leer como un trance que le permite a un hombre despedirse del mundo, Vitalina Varela, por el contrario, funciona como un largo responso a través del cual una mujer intenta reconstruirse, intensificando el dolor (como debe suceder con cualquier despedida) para reencontrarse con el mundo. Para que eso suceda, Costa lleva al extremo todas las decisiones plásticas y sonoras que asumió en las películas anteriores. La oscuridad es más densa que nunca, las voces y los ruidos caen a un vacío más profundo que nunca y los cuerpos se pierden, más que nunca, en las tinieblas. La primera escena de la película, un desfile de fantasmas que provienen de un agujero negro y atraviesan el plano de izquierda a derecha, es contundente. La palabra ya no asume la tercera persona ni la primera, desde una forma introspectiva, sino la segunda, a modo de interpelación directa. Durante gran parte de la película, lejos del lamento del fado, Vitalina le pide explicaciones a su marido, lo acusa de haber girado “su rostro hacia la muerte”, de haberse convertido en un borracho, en una sombra. 

Las posturas rígidas que asumen Ventura y Vitalina le otorgan un peso específico a la palabra, pero también al espacio. Los cuerpos de Costa están clavados al piso. No se conectan con un más allá, no se aferran a ninguna promesa. Se definen por una resignación mansa que los devuelve a la vida aunque estén cerca de la muerte. Esto es posible por la insistencia del cineasta en mirar y dejarse mirar, por la voluntad de encontrarse verdaderamente con el otro sin ocultar en el proceso la asimetría primigenia entre el que observa y el que es observado. La dedicación puesta en la duración del plano más que en el corte es lo que lo diferencia, por ejemplo, de un cineasta como Bresson, que si bien también trabajó con los cuerpos (sus modelos) de afuera hacia adentro, lejos del tráfico de afectos y desplazamientos que instaló el cine clásico ligado a la teatralidad del Actors Studio, siempre les impuso una distribución que los volvía parte de una coreografía mayor. La economía de recursos en Bresson se asienta en la reducción de cada plano a una función concreta dentro de un sistema preciso. Paul Schrader, en El estilo trascendental[i], dice que estas decisiones formales permiten expresar lo trascendente, pero nada de eso se puede leer en Costa, cuyo estilo material expresa en todo caso lo humano (lo terriblemente humano). Otra filiación habitual es la que conecta su cine con el de los Straub. La admiración que siente el portugués por el cine de los franceses es evidente en 6 bagatelas, un cortometraje que forma parte de la serie Cineastas de nuestro tiempo, pero lo que hace Costa, sobre todo en Juventud en marcha, Caballo dinero y Vitalina Varela,va más allá de la fijación de una postura ligada a una forma teatral. No busca exponer, a través de la declamación, las disquisiciones del explotado sobre la ausencia de un horizonte o la persistencia de las luchas, sino la desolación y el desamparo del que ya no espera nada.

El lugar de Costa en la historia del cine es equivalente al que ocupa Grotowski en la del teatro. El dramaturgo y director polaco propuso, a mediados de los sesenta, a contramano del método canónico en Occidente (el de Stanislavsky, que trazaba un trayecto dramático desde adentro hacia afuera), un teatro pobre que reducía los elementos escénicos a lo esencial con la idea de potenciar la relación entre el actor y el espectador (en un trabajo de afuera hacia adentro similar, en varios sentidos, al que desarrolla Bresson en sus Notas sobre el cinematógrafo[ii]). La iluminación “natural” de Costa, los personajes-presencias que se encarnan a sí mismos y asumen posturas expresivas y expresionistas, los rostros y las paredes tatuados por el paso de un tiempo hostil, configuran una modalidad parecida a la de Grotowski, un cine pobre que define con ascetismo el cauce a través del cual puede circular todo el dolor del mundo. No es muy distinto a lo que pide Bresson en sus Notas: “Traza bien los límites dentro de los cuales buscas dejarte sorprender por tu modelo. Infinitas sorpresas dentro de un marco infinito”.

El cine de Costa no es sentimental. La conmoción, el dolor que reconoce y pone en movimiento, prescinde de lágrimas. Sus películas son melodramas secos que no obstruyen la lucidez. En todos ellos, aunque en algunos más que en otros, el fuera de campo devela un espacio vital que tiene la forma de una historia trunca. En casi todos aparece, como fantasma o como sombra, una vida posible a la que los hombres y las mujeres que habitan el plano vuelven una y otra vez. Un poeta desde el que los Straub reflexionaron sobre las injusticias y los horizontes truncos, Cesare Pavese, creía que en todas las existencias hay un núcleo mítico que configura una visión del mundo, una especie de lugar sagrado, un hogar al que se vuelve siempre que se puede. En el autor italiano eran, como dice Jorge Aulicino[iii], las “colinas piamontesas, el silencio obstinado de los campesinos y el choque de ese mundo con el de la ciudad”. Podríamos imaginar que para Vitalina y Ventura el núcleo mítico no está ligado al barrio Fontahinas de Lisboa, sino a los paisajes desolados de Cabo verde que alguna vez habitaron. Desde ese lugar imaginario quizás provenga el plano luminoso que Costa le regala a Vitalina en el final de su última película.


[i]El estilo trascendental, Paul Schrader, Ediciones JC, 1972.

[ii]Notas sobre el cinematógrafo, Robert Bresson, Ed. Ardora, 2006.

[iii]En el prólogo de Trabajar cansa. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, Ed. Del Dock, Ed. Cartografías, Ed. GG Editora, 2018. 

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