1. Chazelle filma con maestría su tercer insulto consecutivo al jazz y a todo lo que representa para la cultura popular. En su último esfuerzo, suma un agravio a los musicales clásicos de Hollywood, a los que despoja de toda frescura, fantasía y joie de vivre. Tiene la magnífica idea de recordarle a la audiencia que los musicales no son lo mismo que la vida real –¡gran revelación! – y quizás por eso no se permite el quiebre del realismo (esencial para el cine de Busby Berkeley, Stanley Donen y Gene Kelly) ni un soplo de esperanza romántica que fracture las aspiraciones burguesas de sus personajes (esencial para el cine de Jacques Demy). El espíritu febril y apasionado del musical, para el cual la realidad es siempre demasiado poco, no tiene lugar en la mezquindad cerebral de La La Land (Chazelle, 2016). Solo encontramos algunas viñetas estratégicamente dispersas y sutilmente edulcoradas cuyas puestas en escena, como las de Iñárritu, se limitan a perseguir a los personajes en planos secuencia desprovistos de intensidad dramática. La sofisticación técnica de los movimientos y los empalmes digitales no pueden contra la ausencia de honestidad emocional, de personajes queribles, de danzas, canciones e interpretaciones vitales (que ni Stone ni Gosling pueden proveer). La superficialidad consciente de La La Land no es un canto al musical sino a los aspectos más nefastos y persistentes del «sueño americano» (el mismo que Douglas Sirk se propuso destruir una y otra vez): cómo dejar de ser un «nadie» y volverse un «triunfador». La línea divisoria está trazada, claro, por el dinero y la fama. Sería un canto honesto, al menos, si Chazelle dejara de decir banalidades sobre el rol contestatario, creativo y rupturista del jazz. Tres aspectos que su cine está lejos de poseer.

2. En su largometraje previo, Whiplash (2014), la motivación de los protagonistas cobra sentido a través de una historia sobre Charlie Parker que el docente comparte con sus pupilos. Fletcher narra, más de una vez a lo largo de la película, que a Bird le tiraron un platillo por la cabeza durante un recital por no haber ensayado lo suficiente, y que ese gesto –represivo, intimidante, de violencia y exposición pública– fue el que lo llevó a la grandeza. Practicó tanto luego de la humillación que apenas un año después transformó el lenguaje del jazz por sí solo. A partir de esa anécdota, Chazelle legitima la acción del docente y la fría sumisión de su alumno, así como la verosimilitud de su encuentro orgásmico en el último acto. Lo que nadie le dice a la audiencia es que la anécdota es falsa. A Parker nunca le revolearon un platillo por tocar mal ni por falta de práctica sino por extenderse demasiado en su solo, llegando a tocar sobre el arranque del chorus siguiente; tampoco se lo tiraron por la cabeza: Jo Jones lo tiró al piso cerca de él para que deje de improvisar. A quien le interesa la historia del jazz sabe que la anécdota está mal contada (o voluntariamente manipulada), y que no tiene nada que ver con la cantidad de ensayo, con el sacrificio como camino a la excelencia o con un gesto abusivo y humillante que lo llevó por el «buen camino». Por el contrario, habla sobre el «ensimismamiento» y el «dejarse ir» de Parker, que encontró un quiebre en el lenguaje del jazz escuchando con fervor a Roy Eldridge y Lester Young, estudiando armonía en piano, compartiendo escenario e improvisación con otros músicos, buscando formas cada vez más libres de expresión, menos limitadas por los cánones de la ejecución y el tecnicismo. No lo hizo repasando ejercicios como un descerebrado. «No es una cuestión de velocidad ni de ser un acróbata. Podés enseñarle digitación a un mono”, decía Mingus, pero nunca va a hacer la música de Charlie Parker [1].

3. En una entrevista reciente, David Crosby describe la primera vez que vio al quinteto de Coltrane. La acción transcurre en un pequeño club de Chicago a comienzos de los sesenta. En un momento de la noche, Trane tocó un solo extenso en el tenor y se bajó del escenario, mientras el resto de la banda seguía la rueda de improvisación. El primer turno fue de McCoy Tyner al piano, luego el de un solo compartido entre los dos contrabajistas (Jimmy Garrison y Reggie Workman) y, por último, el de Elvin Jones. “Decir que es un baterista intenso es casi un eufemismo –comenta Crosby–, su solo me levantó de la mesa y me empujó al fondo del local. Así que ahí estaba, tratando de sostenerme, y me metí al baño de hombres. Me quedé parado intentando que la locura baje un poco, lo suficiente para mantenerme en este planeta.”[2] Croz apoyó su rostro contra los azulejos porque estaban frescos y, de golpe, escuchó un bramido en la puerta y vio entrar a Coltrane, completamente ensimismado. Con ambos ojos cerrados, seguía tocando el solo para sí mismo. Se quedó un rato largo en medio del baño, derivando ideas melódicas a un volumen altísimo. “Se ve que tocaba ahí porque había buen sonido y creyó que estaba solo”. Crosby agrega que la experiencia lo afectó profundamente: “nunca lo voy a poder borrar de mi cabeza”. Ver a Coltrane en ese baño le demostró que, como él intuía, la música podía trasladar niveles inéditos de profundidad emocional y relevancia existencial. El camino de la canción popular ya no podía desligarse, entonces, de los preceptos del jazz moderno; no debía seguir siendo el ámbito de las decisiones corporativas, los charts o las modas pasajeras, sino el de la intimidad, la confesión emocional y la experimentación sonora. Influenciado por la entrega de Coltrane, fue uno de los que puso en marcha su prédica en nuevos terrenos: el jazz se hace con los demás, no se hace para los demás.

4. El cine de Chazelle no versa sobre la escena jazzística, la creación artística, los músicos, sus relaciones o sus preocupaciones –ni tiene por qué hacerlo, claro– pero es impactante que utilice su iconografía, ámbitos y hechos históricos para hacerles decir lo opuesto a las preocupaciones de sus principales referentes. Ideológicamente, el cine de Chazelle no es únicamente reaccionario sino –como las estrategias retóricas de las “nuevas” derechas– colonizador de nociones y símbolos culturales subalternos.[3] El jazz no es el “sueño” de Sebastian en La La Land: la música no funciona como motivación relevante ni como principio movilizador de sus acciones. Su “sueño” es ser propietario de un club, tener afluencia de dinero sin dejar su ciudad, abrazar los lugares míticos y aprovechar su potencia nostálgica como mercancía. No se exhibe verdadero interés por la música sino puro fetichismo: anécdotas idealizadas, mitos de revista de espectáculos y el valor de la fama, siempre la fama. El “sueño” de La La Land es el mismo que empuja a Terry en Whiplash: deseos de notoriedad y obsesión por conseguir aplausos de la platea, demostrarle a sus allegados –padres, novia, amigos, conocidos– que estaban equivocados, que no es un “perdedor” ni un “don nadie”. Lo que moviliza la búsqueda del “logro” y el “triunfo” es una mixtura de resentimiento personal e interés pecuniario. Los personajes secundarios –y las relaciones que los protagonistas entablan con ellos– carecen de vida propia, los diálogos son inertes y sobredeterminados por la estructura dramática, están ahí para establecer un espejo en el cual puedan reflejarse las “metas” que rigen el relato.[4] Las motivaciones y los conflictos no se asocian a la vida del músico –la creación colectiva y la búsqueda artística– sino a los impulsos acumulativos del empresariado. Como señala Richard Brody:

“En Whiplash, los jóvenes músicos no tocan mucha música. Andrew no es parte de una banda o un combo, no se junta con sus compañeros a improvisar –no lo hacen en el parque, ni en el subte, ni en un café, ni siquiera en un sótano–. No estudia teoría musical solo ni (como lo hizo Charlie Parker) junto a sus colegas. No hay una comparación obsesiva de grabaciones o estilos, ni una apreciación amplia de la historia del jazz –ningún Elvin Jones, Tony Williams, Max Roach o Ed Blackwell–. En definitiva, la vida del músico es pura competitividad –la banda de concierto y la exposición que provee– y nada más. La película no tiene música en su alma y, en verdad, tampoco tiene música en sus imágenes”[5].

El mayor despropósito es transformar en presiones exteriores y metas utilitarias lo que –dentro de la tradición jazzística– surge de la emocionalidad del músico y de los intereses compartidos grupalmente. La disciplina militar suplanta entonces a la curiosidad, esa “sensación de constante asombro que se encuentra más allá de –y es previa a– cualquier ejecución musical que la exprese”[6]. Brody señala acertadamente que así fueron concebidas las mejores interpretaciones de músicos de jazz en el cine: Forest Whitaker en Bird (Eastwood, 1988); James Stewart en The Glenn Miller Story (Mann, 1954); Bobby Darin en Too Late Blues (Casavettes, 1961); y, especialmente, Dexter Gordon en Round Midnight (Tavernier, 1986). En las películas de Chazelle, los protagonistas dicen amar el jazz y soñar con ser músicos, pero sus acciones, y especialmente las motivaciones que las movilizan, se oponen abiertamente a la tradición jazzística, al impulso contracultural de la música negra norteamericana y al rupturismo del bop y el free jazz.

5. La figura de Parker fue esencial para la renovación del jazz durante los cuarenta. Un referente ineludible para los músicos que transformaron la escena durante esos años y para las generaciones siguientes del cool jazz y el hard-bop. Pero Bird no fue un faro por pura destreza técnica ni por entrenamiento obsesivo, no fue el único renovador del lenguaje musical ni un academicista abnegado[7]. Su impronta musical no puede separarse de una nueva concepción existencial, de una actitud contrapuesta a la cultura de clase media norteamericana y a la industria cultural. Leroi Jones lo sintetiza maravillosamente: “Las actitudes subculturales que habían producido esta música como una expresión profunda de los sentimientos humanos podía ser aprendida, sin necesidad de pasarlo por un rito de sangre secreto. Y la música de los negros es esencialmente la expresión de una actitud, o una colección de actitudes, acerca del mundo, y solo secundariamente sobre el modo de hacer música”[8]. Parker se transforma en un ícono por su oposición acalorada al swing de los treinta, coordinado por los sellos discográficos para venderle jazz a la pequeña burguesía urbana y sus salones de baile[9], por su existencialismo bohemio, su valoración de la música sinfónica y su simultánea oposición al academicismo. Billy Eckstine señala al respecto: “Bird fue el responsable de que esta música [el bebop] se tocara realmente, fue más responsable de ello que cualquier otro; pero el responsable de que se escribiera fue Dizzy”[10]. Precisamente, lo que distancia a Parker de Gillespie no es la renovación del lenguaje o su influencia a largo plazo (indiscutible en ambos casos) ni su perfección técnica o prolijidad en la ejecución (casi indiscutiblemente mayor en Gillespie). El saxo alto de Parker se volvió, por el contrario, “la voz más expresiva del jazz moderno, […] a menudo con imperfecciones, siempre provenientes de los abismos más profundos”[11]. Esa correlación entre imperfección, actitud y nuevo sonido, la capacidad de trasladar la expresión de una emoción profunda al instrumento y de llevar una nueva filosofía sociocultural a la música, sí fueron impronta de Parker, que se convirtió en “el improvisador incondicional, en el chorusman por excelencia”. El principal impulsor del sonido como búsqueda de estilo personal[12]. El propio Parker señala que las renovaciones armónicas que lo caracterizan no fueron analíticas; las encontró tocando en vivo, mediante la improvisación grupal, continua y libre[13]. Siguiendo la tradición originaria del blues, “las notas de un solo de jazz, cuando aparecen, aparecen como tales por razones que son musicales solo de manera concomitante. Los alaridos de Coltrane no son ‘musicales’, pero son música, y una música muy conmovedora. Los gritos de Ornette Coleman son musicales sólo una vez que se comprende la música que su actitud emocional intenta crear”[14]. El camino del jazz se caracteriza por esa compleja conjunción entre expresión personal e impulso colectivo. Desde Parker en adelante, se establece un vínculo entre el desarrollo de la forma musical y la creación de ámbitos propios y formas de vida divergentes, aislados de la cultura masiva[15]. Una relación que solo es posible por su particular comprensión de la creación musical y una concepción trascendente de la composición-ejecución. El jazz moderno se concibe como una acción colectiva que no detiene ni subordina el desarrollo de la individualidad. Ambas instancias buscan superarse constantemente mediante una relación de opuestos entrelazados: la grupalidad da soporte para la búsqueda de un sonido personal que, a través de la improvisación libre, intenta superar las fronteras de lo individual y acceder, mediante el diálogo colectivo, a una instancia totalizante. El movimiento continuo entre inmersión subjetiva y expansión totalizante recupera para los músicos (y el público) un acceso no institucionalizado a la divinidad y la separa de los preceptos morales que anulan el goce corporal. La concepción de fondo reúne la religiosidad del spiritual y la irrupción de los movimientos contestatarios de la cultura negra norteamericana: una relación sin mediaciones –vivencial y corporal– con la totalidad y la necesidad de una transformación permanente, creativa y superadora, entre individuo y comunidad.

6. El cine de Chazelle no recupera la impronta rupturista del jazz moderno sino la de los sellos discográficos de los treinta, que despojaron al jazz de su actitud contracultural para vendérselo a la pequeña burguesía urbana y sus sueños de venturanza económica. Como los críticos conservadores de la época, “tiende a establecer estándares de excelencia típicos de la clase media, pero para una música que en sus manifestaciones más profundas es intensamente la antítesis de esos estándares; de hecho, muy frecuentemente va directamente en contra de ellos”[16]. Chazelle simula mostrar respeto, cariño o admiración por el jazz contando anécdotas sobre los esfuerzos sobrehumanos de entrenamiento, las cosas que se tiraban por la cabeza o las sustancias que se inyectaban sus figuras más relevantes, adulterando así los intereses y las preocupaciones fundamentales de la corriente. La aparente banalidad de su “elogio” enmascara un cariz reaccionario, que desprestigia el verdadero impacto sociocultural del bop. No es el primero en hacerlo, por supuesto. A eso se dedican la mayoría de los biopics sobre músicos de jazz –las recientes Miles Ahead (2015) y Born to Be Blue (2015) son una muestra de esa persistencia–. La diferencia radica en que Chazelle, siempre un paso adelante de sus colegas, logra desplazar la música al rincón más sórdido y olvidado de la planificación. En La La Land, no tiene mejor idea que celebrar la potencia de un recital poniendo a los personajes principales a decir banalidades con una banda de fondo (tanto en el encuadre como en la mezcla sonora). Esa es la forma en que sus personajes expresan “una profunda reverencia” por el jazz[17]: dándose aires, cultivando la propia imagen, repitiendo eslóganes mediáticos, narrando historias falsas por encima de la música. La experiencia musical (como oyente o intérprete) es externa a las preocupaciones reales de sus personajes, es apenas una moneda de cambio en el mercado de la notoriedad y el estatus de clase. Para esa agenda, la lógica autoral es inquebrantable: luego de una película que traiciona los fundamentos del jazz, Chazelle filma una película que, apostando a un cine hipostasiado, traiciona el espíritu de los musicales.

7. Se ha mencionado comúnmente a Los paraguas de Cherburgo (Demy, 1964) como referencia fundamental de La La Land. Al señalar las correspondencias visuales –evidentes y superficiales entre ambas– parece sugerirse un legado. La versión mínima de esa idea señala una relación no conflictiva con los musicales clásicos, de los cuales la película de Demy es un evidente homenaje. La versión máxima sugiere que es la culminación de una tradición vitalista que no se ve fisurada por la ausencia de “happy ending”. Sin embargo, el desenlace triste en la película de Demy no implica que la relación amorosa no haya fisurado, al menos, las certezas simbólicas de los personajes. Por el contrario, es aquello que instaura el conflicto dramático. Ese tipo de contraste con la realidad social, que inhibe e imposibilita la expresión del deseo, es donde Demy encuentra terreno propicio para establecer puentes con la tradición del musical. En La La Land el surgimiento de la relación amorosa no resulta conflictivo. Incluso cuando surge la posibilidad del éxito para Mia, bien avanzada la película, Chazelle solo nos da la escena del banco en la colina donde se nos dice que «perseguir los sueños es siempre más importante»: las aspiraciones burguesas y el american dream no pueden tambalear. El vértigo de la relación amorosa (que es el corazón de los musicales) no tiene efecto alguno sobre la certeza existencial de los personajes. A diferencia del tono trágico que adquiere el desenlace en Demy, donde algo efectivamente se pierde, Chazelle nos presenta a la relación sentimental como «lo imposible». No se puede hacer nada al respecto porque no hay una verdadera decisión de los personajes sino, únicamente, la experiencia de una fatalidad. Como en el cine de Iñárritu, el destino es inamovible: eso es lo que diferencia a la realidad de la fantasía –la primera siempre tiene mayor valor para el nuevo autorismo hollywoodiano– y lo que sella el fallecimiento del musical. Lo que se encubre en este tipo de estructura narrativa es que la supuesta fatalidad no muestra el curso natural de las cosas, sino el sello agónico de las formas de organización contemporáneas: el mito del self made man, cuyas aspiraciones y metas individuales están siempre por delante de los demás, de las relaciones afectivas y de los esfuerzos comunitarios. Mediante el desenlace trágico, Demy congrega la tristeza y la frustración, junto a un intenso deseo de que las cosas fueran de otro modo –como sucede en el clímax de Los puentes de Madison (Eastwood, 1995)– y la convicción secreta de que pueden ser transformadas. Chazelle, por su parte, congrega una melancolía apaciguante y conciliadora, que se resigna ante las formas del presente y transforma a su propio discurso en representación de «la realidad», siempre rígida e inconmovible.

[1] Entrevista publicada en la revista Expreso Imaginario (N°12) de 1977.

[2] Publicado el 1 de Noviembre de 2013 en el sitio web de MOJO: https://www.mojo4music.com/articles/8422/david-crosby-john-coltrane-blew-mind

[3] Sin ir muy lejos, el macrismo prometió en su campaña electoral una “revolución de la alegría” y un “cordobazo del desarrollo”.

[4] La novia de Terry en Whiplash (Melissa Benoist) y el músico interpretado por John Legend en La La Land son dos casos extremos de este mecanismo.

[5] Fragmento de “Getting Jazz Right in the Movies”, editado en The New Yorker del 13 de octubre de 2014. La traducción es propia.

[6] Ibíd.

[7] Esta afirmación no implica que Parker no practicara intensivamente o que su técnica en el saxo alto no sea destacable (casi nadie tocó el alto a su nivel durante ese período, exceptuando tal vez a Eric Dolphy, años más tarde). La distinción que quisiera señalar aquí es otra: no ha sido el tecnicismo, la prolijidad académica ni las obsesiones de entrenamiento las que hicieron de Parker una figura determinante para la historia del jazz y, por ende, para la cultura contemporánea. Muchos otros instrumentistas tuvieron ese tipo de relación con lo musical (incluso más marcada y profunda que Parker). Me interesa destacar, por lo tanto, la diferencia entre un logro puramente “técnico» y un logro “expresivo», aunque, indudablemente, en ambos haya una necesaria renovación de la «técnica».

[8] Leroi Jones, Black Music. Free Jazz y conciencia negra 1959-1967, Caja Negra, Buenos Aires, 2016, p. 15.

[9] Dice Parker: “Ya no aguantaba las armonías estereotipadas que cualquiera tocaba entonces. No paraba de pensar que debía haber algo diferente. A veces lo podía oír pero no lo podía tocar”. En Joachim Berendt, El Jazz. De Nueva Orleans al Jazz Rock, Fondo de Cultura Económica, México, 1992, p. 150.

[10] Citado en ibíd., p. 153.

[11] Ibíd., p. 154.

[12] Fue Parker quien alentó a Miles Davis a correrse del sonido característico del bebop, definido por él y Dizzy, para que buscara un estilo personal. Davis, que tenía entonces 19 años, se volvería el “improvisador dominante de la siguiente etapa del jazz moderno: el cool jazz”. Ibíd., p. 155.

[13] “Esa noche improvisé mucho sobre Cherokee. Mientras lo hacía, me dí cuenta de que, al utilizar los intervalos superiores de las armonías como línea melódica colocando debajo armonías nuevas más o menos afines, podía de repente tocar aquello que por tanto tiempo había oído dentro de mí. Me llené de vida”. Ibíd., p. 150.

[14] Leroi Jones, op. cit., p. 17.

[15] Los músicos de jazz norteamericanos utilizaban despectivamente el término square [cuadrado] para diferenciarse de las personas que aceptaban, consumían o eran parte de la cultura masiva. Howard Becker lo analiza como un mecanismo de distinción y parte de la construcción de una “cultura desviada” en Outsiders. Hacia una sociología de la desviación, Ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 2014.

[16] Leroi Jones, op. cit., p. 17.

[17]Chazelle utiliza ese término para unir sus pasiones y las de Sebastian –el personaje interpretado por Ryan Gosling– en una entrevista para Vulture: http://www.vulture.com/2016/12/la-la-land-damien-chazelle-jazz-nostalgia.html

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