No es casual que la primera huella -o impresión- comprobable del cine de Bryan Bertino sea sonora y no visual. No es casual que después de que un cartel negro informe la cantidad de asesinatos que se producen cada año en los Estados Unidos, sea el sonido del arranque de un motor lo que antecede a un travelling ralentizado e intervenido por una serie de fundidos a negro breves como parpadeos para simular el andar de un vehículo, así como tampoco es casual que el agujero en el parabrisas de un auto en el plano siguiente haga pensar en la crónica matutina de un desenlace violento. No es casual porque en Los extraños (2008) todo favorece la fisicidad y la sonoridad de las cosas: las velas, la leña, el tocadiscos, el papel de diario y hasta el foquito de luz… todo hace ruido en ese espacio silencioso, en esa casa apartada donde sucede la historia. Todo pesa, todo se siente en esta ópera prima notable y poco valorada en la que Bertino, lejos de ponerse a indagar en las causas sociológicas que la provocan, se dedica a filmar la continuidad de esa violencia inicial de la mejor manera posible. O sea, a través de la puesta en escena: ese semáforo en medio de la noche húmeda, que cambia de rojo a verde no solo para dar paso al automóvil que aguarda detenido en la calle desierta sino para iluminar las caras de la pareja que se halla dentro, es también la señal que nos da la película de su avance formal, indetenible y unidireccional hacia la inevitable tragedia final. Y lo mejor es que aun cuando se trata de una película donde el terror –y la violencia- vienen de afuera hacia adentro, lo que se pone en juego no es la violación de la propiedad privada ni la desigualdad social. La explicación posible para la persona que de repente aparece frente a la casa y se queda ahí parada sin razón aparente, o para la chica que llama a la puerta más de una vez y pregunta por una tal Tamara, o para el grupo de enmascarados que termina masacrando a la pareja protagónica, la da la propia película sin mayores rodeos cuando una doliente Liv Tyler pregunta por qué les están haciendo eso: “porque estabas en casa”, le responde su victimaria. Y porque pueden hacerlo, habría que agregar, sobre todo cuando comprendemos que en este cine no hay Dios, es decir, esperanza, y que ante tal ausencia Bertino se puede permitir filmar todo eso sin la necesidad de tener que ampararse en la corrección política de un discurso que pretenda alertar sobre un estado de las cosas. Razón que por otro lado convierte a la placa informativa del comienzo en un simple pero eficaz McGuffin y justifica el carácter oscuro y lúdico de Los extraños.
Bertino no trata de entender el mundo, no se lamenta ni se indigna, no reclama políticas de seguridad, no propone una salida. En todo caso, elige entregarse a lo absurdo, a lo frágil e inexplicable que resulta habitarlo. Y utiliza al cine como canalizador de esos misterios. Podemos pensar que la muerte de la pareja llega ante una propuesta de casamiento rechazada, o que la escena final, con el grupo de niños mormones entregándole un folleto a la familia enmascarada –que son cuatro, o sea, una familia tipo-, sustenta el castigo dado por ésta a la pareja que ya no va a unirse ante Dios -Dios que no está, dicho sea de paso, y que entonces nos permite pensar en Bertino como un ateo y un conservador a la vez-, o que la casa de veraneo es una casa arrebatada a sus antiguos dueños y que por lo tanto estamos ante una tierra usurpada que quiere ser nuevamente recuperada. Pero lo cierto es que, ante todas esas conclusiones provisorias, el director deja que la oscuridad de la puesta en escena, que no viene del pasado sino que es propia del presente y del lugar geográfico donde ocurre la historia, se trague cualquier tipo de sobreinterpretación al respecto para que al final solo nos quede la impresión perdurable de haber presenciado un espectáculo atroz. Y acá habría que pensar si esa noción de espectacularidad hace que Los extraños pueda acaso ser pensada como un musical, disonante e incómodo, denso, con coreografías -tan repentinas como calculadas- y disfraces -mortales- incluidos, pero musical al fin.
Con Mockingbird (2014) pasa algo parecido. La segunda película de Bertino también empieza en la calle, también va de afuera hacia adentro y también tiene un cartel que funciona como preámbulo de la historia que se va a contar. Otra vez hay noche, otra vez hay un clima espeso y una interioridad que se adivina vulnerable. Pero la lógica es la inversa: a diferencia de Los extraños, donde el párrafo del comienzo hacía pensar en una investigación profunda y reflexiva sobre la violencia al interior de la sociedad americana para luego derivar hacia el juego oscuro de la perturbación psicológica y la perversión física, acá el “Érase una vez… en 1995” inscribe a la película en el terreno de la fábula y la ficción al tiempo que la instala en un presente analógico (el de las cámaras de video hogareñas), permitiendo intuir un sentido político que se refleja tanto en la palabra que le da título, tipografiada con los colores de la bandera americana, como en la segmentación que la película hace para presentar a los protagonistas (una familia -tipo, otra vez-, una chica soltera que se cree más de lo que es y un nene de mamá que devendrá en un triste payaso. Todos, por supuesto, potenciales víctimas de otro juego perverso) y para darle luego paso a la acción. Y aunque a primera vista el costado político resulta evidente, porque basta con comprobar la facilidad con que la regla del juego propuesto es aceptada (no dejar de filmar nunca) para pensar en buena parte de los americanos como una sociedad autómata, consumista e idiota que no se pregunta ni reflexiona sobre nada, lo que importa es otra cosa. Lo que importa es qué hace Bertino en su presente como director con esa forma vetusta y poco lograda de películas de terror hechas con cámara en mano, ostensiblemente amateurs pero falsamente artesanales. Y lo que hace es algo diferente, porque cuando las cámaras llegan a los hogares ya prendidas y envueltas en papel celofán, lo notable es que el detalle que confirma el dato no es la sorpresa de quienes las reciben, sino la subjetiva propia que sale de los aparatos. Un gesto mínimo que elude la pretensión artie y sustenta nuevamente el uso de una máscara que, al ser retirada, o incorporada, como en el caso del payaso, revela, además de la idiotez mencionada, la capacidad del cine para mostrarlo todo y de todas las maneras posibles.
En Mockingbird, el movimiento y la muerte –como la del chico del comienzo- también carecen de explicación. Es otra película hecha porque sí, por pura diversión, que aun resignando la precisión de los planos fijos y los travellings calculados de su antecesora por la inestabilidad de la cámara en mano y las filmaciones caseras, no pierde extrañeza ni tensión. Tampoco fisicidad. El de Bertino es un terror material, virtud más que excepcional en estos tiempos de películas líquidas y lavadas, digitalmente tramposas y timoratas. Es un terror en tiempo presente, un terror que, al menos en sus primeras tres películas, dura una noche. Un terror tan efímero como la fama que el payaso cree alcanzar o como la de la joven soltera que se sabe una estrella no reconocida y convalida su intuición cuando el aparato de grabación llega a su vida como un regalo caído del cielo. Cielo que no es, ni lo será nunca, un paraíso.
La diferencia entre estas dos primeras películas es simple: lo que en Los extraños era, justamente, un extrañamiento, un espacio violentado primero por la sugestión sonora y más tarde por la presencia física, por la aparición concreta, y fatal, de la prueba, en Mockingbird se invierte por la lógica formal de la introducción material (las cámaras) y la inducción (el juego), acciones ambas que son aceptadas sin resistencia alguna. El camino, aun cuando esta segunda película se ofrezca como una variante festiva y fetichista de la primera, como un juego de niños, es el mismo en uno y otro caso; el mismo callejón sin salida; el mismo destino.
Por eso resulta imposible no pensar a The Monster (2016) como un paso en falso, como una patinada fea. La configuración del mundo es idéntica a la de las dos películas anteriores: el terror está afuera y no responde a razón alguna. Pero esta vez, además de sacar afuera a los personajes para enfrentar esa amenaza, Bertino hace lo que no había hecho hasta ahora: establecer una noción psicológica, un trauma que determina la relación entre las protagonistas femeninas, madre e hija en este caso, para que a la larga, y a fuerza de someter esa relación al peligro, el vínculo se termine fortaleciendo y el conocimiento se incorpore como un aprendizaje valioso. Esta vez el epígrafe del comienzo no funciona como McGuffin ni pretende sustentar la fábula. Es una leyenda que anticipa la metáfora, y que dice que el mundo allá afuera es hostil, y que por eso hay oscuridad, y que por eso es de noche. Un recurso elemental y desganado, irreconocible. Tanto como el monstruo -literal- que aparece para darle cuerpo a la metáfora pero que está lejos del peligro potencial que tiene la materia en el cine de Bertino.
Extrañamente, esta vez el director encuentra la salida a tanta oscuridad en la recomposición del vínculo filial. En el uso, hasta ahora inédito en su cine, de unos flashbacks torpes y forzados que, más que dramatizar el pasado, no hace más que alegorizar el presente detenido de las mujeres en esa noche de lluvia en la ruta. The Monster es una película estancada y haragana, donde las pretensiones pedagógicas le ganan siempre a la puesta en escena; donde la esperanza se impone a la hostilidad acechante; donde el fuego, o sea la luz (ay), es lo que termina derribando a la bestia. Y lo peor de todo es que esta vez ni siquiera el “porque sí”, marca registrada de la casa, funciona. No hay progresión dramática que justifique la celebración de la irracionalidad o, como es el caso, la contención del instinto. El de Bertino es un monstruo que inexplicablemente se contiene de matar, o que elige cuándo hacerlo: personas adultas, sí; niñas, mágicamente, no. Es un monstruo selectivo, moral. Es, a fin de cuentas, una ilusión, una mentira, un miedo que habita dentro nuestro y que hay que superar (ay, otra vez). Es una pavada, que no tiene nada que ver con el cine.
Por suerte, The Dark and the Wicked (2020) sí tiene que ver con el cine, y mucho. Es el “Run for Cover” de Bertino. Es un regreso a las formas que le han dado crédito y a la vez una superación de las mismas. Otra vez tenemos al afuera devorándose al adentro. Otra vez el clima de lo siniestro se adhiere a la espesura de la imagen. Otra vez lo material, tanto en su versión estática (los maniquíes) como en su variante maleable (los atrapasueños, los cencerros, los cuchillos) vuelve a hacer ruido y a perturbar la mirada. La historia es simple, por no decir mínima: una casa ubicada al sur de los Estados unidos y alejada de la urbe, un padre convaleciente, un hijo y una hija que deciden ir a visitarlo y una madre que les dice que no, que no tendrían que haber venido. El resto es desolación, impulso inconsciente y sublimación de los estados de ánimo a través de un viento imperceptible y al mismo tiempo presente y amenazante. Y aunque es esto último lo que le interesa trabajar a Bertino (de hecho, le alcanza con un plano del padre enfermo en la cama para justificar la visita y sacarse así el argumento de encima), la clave de la película pasa por ahí. Por esa linealidad, por esa inercia oscura e indetenible, presente también en Los extraños y en Mockingbird, que hace que por más que el sentido, que paradójicamente es el del absurdo, el del callejón sin salida, apunte en una única dirección y no ofrezca posibilidades ni caminos alternativos, uno no pueda dejar de ver y de encontrarse repentinamente arrastrado y envuelto por una cinemática de la tensión y lo macabro ciertamente irresistible. Baste como ejemplo la escena en la que la madre está cortando una zanahoria sobre una tabla de madera y de repente advierte una presencia maligna: la mujer se detiene unos segundos, mira al vacío y luego sigue cortando como poseída hasta que se rebana dos dedos. La secuencia es insoportable en el mejor de los sentidos, porque no es solo el fuera de campo lo que la hace funcionar, sino también el sonido constante y monocorde del cuchillo golpeando sobre la madera sola. Pero más notable aun es el plano cerrado sobre la mano que nos permite observar el resultado de la mutilación: lo que vemos allí no es la sangre chorreando o esparciéndose por la superficie de la mesa, sino una cosa negra y seca, como si esa mujer llevase demasiado tiempo pudriéndose por dentro.
En The Dark and the Wicked, Bertino acepta la aparición de la superstición pero se resiste a negarle un cuerpo, a no ubicarla en un espacio concreto. Por más que el cine que mejor le funcione sea aquel de los ámbitos reducidos y cerrados, donde la fuerza de los actos cotidianos perecen ante aquello que no puede ser explicado, donde la oscuridad es mayor que la luz, donde lo negro absorbe al resto de la paleta y, por ende, a cualquier tipo de esperanza, el director necesita que esas presencias tengan un peso, que se hagan notar, que se sientan y se escuchen. No se trata de mostrar una serie de estados del alma trascendentes, “no importa si creemos o no”, como le dice el cura a los hijos, sino de revelar un mundo de sensaciones, un mundo perceptible y palpable por más alterada que tengamos la mirada. Los pocos efectos digitales que hay en The Dark… tienen que ver con eso, con la subjetividad de los personajes creyendo ver una realidad que no es tal pero que igualmente termina destruyéndolos. Son efectos que fortalecen el verosímil alucinatorio en el que caen los protagonistas, no artilugios efectistas y pasajeros. Para Bertino, el cine no pasa por tratar de encontrarle una razón a ese mundo que se nos presenta inabordable e incomprensible, o por teorizar sobre nihilismos y desesperanzas, sobre luchas entre el bien y el mal (eso pasa en The Monster y eso es lo que la hace tan olvidable). De hecho, y a juzgar por sus otras tres películas, no hay tal lucha; solo hay mal. A Bertino lo que le interesa es aprovechar esa falta de sentido para devolverle al cine su lugar de espacio fantástico y sorprendente, donde los juegos perversos y los ejercicios de imaginación crueles puedan hacer de una puesta escena sofocante el terreno ideal para que esas presencias extrañas que lo habitan caigan como un “peso muerto” sobre los cuerpos y se adueñen de ellos.
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