La escena de la liberación de los presos políticos en Uruguay en marzo de 1985 atraviesa documentales y ficciones con la potencia de la lucha liberatoria. Pero esa emotividad –que mezcla la felicidad del reencuentro y la libertad y las huellas de los años de detención en los cuerpos- potenciada por la espacialidad que la circunda (hay un espacio abierto que los liberados deben recorrer caminando hasta llegar a sus familiares; el suspenso se prolonga en la imposibilidad de romper esa barrera, de constatar si es realmente quien se espera que sea) se constituye en una escena única que distingue la salida de la dictadura uruguaya de la argentina. Sin embargo, en Marquetalia la potencia de la escena se diluye, paradójicamente, al concentrarse en los primeros minutos de película, como testimonio único del pasado. Ya no habrá otras imágenes que retomen esos tiempos como parte documentada de la historia. Y de todas formas, la escena está allí, como si se tratara de una ensoñación, como algo que se va desvaneciendo en el tiempo entre los recuerdos y donde sus contornos se pierden en beneficio del hecho en sí mismo.

En el modesto departamento donde vive Elida Baldomir hay escasos rastros de ese pasado. Ni cuadros, ni fotos que relacionen el espacio con el pasado –el retrato del Che Guevara que asoma en una escena detrás de una escalera viene de un espacio no determinado, que podría ser de las habitaciones de alguno de los geriátricos que se registran-. Apenas unos pocos libros en la biblioteca que aluden más a la política presente que a la de la época de militancia de Elida (al contrario de la otra biblioteca que vemos, la del hombre en el geriátrico). El único cuadro presente en el lugar parece asumir una forma de alegoría sobre el personaje: la foto es la de un árbol con su copa torcida por los vientos, un cuerpo trabajado por los años de la naturaleza pero que se mantiene en pie. Nada de lo que la cámara ausculta en ese espacio –la mujer en la cama, su respiración entrecortada, los medicamentos, la comida para gatos- parece remitir a esa mujer que pasó de la militancia en el Partido Socialista a la guerrilla urbana.

El presente aparece desfasado del pasado. No lo niega, pero parecen pertenecer a órbitas diferentes. “Si volvieran los años 60, elegiría la lucha armada”, dice Elida. Pero en esa visión, el pasado vuelve al presente como una repetición, o en el peor de los casos, convertida en una ucronía. El pasado es, en Elida, una evocación tibia de la felicidad ahogada por el presente. “Creo que fui feliz” dice también, como si estuviera tanteando ese territorio del que provienen los recuerdos de la ejecución de los traidores y de un asalto para llevarse armas para continuar la lucha. Territorio que se vuelve más oscuro cuando menciona a su hija Marta (“Lo más lindo que tuve en mi vida, pero no me acuerdo”). El pasado se vuelve entonces un hueco en el que el personaje ha perdido algunas referencias.

Si el pasado se vuelve difuso en su evocación –cuya apoteosis se cifra tanto en el relato onírico que envuelve la sesión de tortura como el abandono que se observa en el espacio de lo que alguna vez fue la cárcel- halla una formulación más concreta como huella desde lo físico. La frase que se convierte en el centro de la relación que el documental establece con el personaje es cuando señala que “no me desprendí de la cárcel, la llevo adentro”. Una doble referencia que abarca todo el relato en su observación del presente como una prolongación de la cárcel del pasado. El departamento en el que vive recluida Elida disimula el aislamiento a partir de la idea de soledad, pero la virtual ausencia de contacto con el exterior –solo rota en la reunión con los ex prisioneros políticos- se vuelve reflejo del pasado. El cuerpo de Elida es el espacio en donde la cárcel se hace, literalmente, carne. Su cuerpo es el que la retiene en un espacio en donde la esencia es la inmovilidad. Una detención de la vitalidad que transforma el abarrotamiento de objetos en espacio claustrofóbico (una inversión que lleva a pensar en el cuerpo como espacio y al espacio como representación del cuerpo, y sobre todo la mente) que parece cerrarse aún más sobre el personaje. El pasado y el presente se funden en ese cuerpo: la continuidad del encierro narrado en la cárcel y el que se vive en el departamento trazan una línea de la que el personaje parece no poder despegarse. En uno y otro lugar se repiten los términos: la cabeza “reduciéndose a cero”, la constatación de que “sos vos y tu cuerpo”.

El esqueleto del documental se sostiene en el doble movimiento que encara. En uno, parece apartarse del lugar de Elida como militante y guerrillera, para concentrarse en ella como persona mayor, con dificultades para movilizarse y llevando una vida en soledad. El destino inevitable, en apariencia, y como ella misma lo asume en algún momento, es el de la residencia para ancianos, cuyas imágenes se dispersan a lo largo del relato. Son inserts que se proyectan como sombras, pero también como espejos en los que se refleja la salida de Elida de su espacio personal. Su temor a los viejos –y es notable esa contraposición en el habla con su referencia anterior a que nunca sintió miedo- encuentra en el geriátrico la repetición de esa sensación: el espacio se vuelve doblemente terrorífico en tanto habitado por viejos y como evocación de un modelo carcelario (“Es como volver a la cárcel, pero sin fuerzas para pelear” resume de manera clarificadora). Pero habilita también esa mirada de lo comunitario que despliega Elida. Si la comunidad hace que no se vea como realmente se es, el ingreso posible a la otra comunidad repone lo que no se ha querido registrar. La paradoja es que el geriátrico supondría el ingreso a otro espacio de iguales, solo que la irrupción de esa comunidad nueva implica reconocerse como otro distinto del que se sostiene ser. El terror de verse en el espejo es, en definitiva, el de reconocer la persistencia de su mente en el pasado (que implica juventud, movimiento, intervención en el mundo), mientras el cuerpo en el presente impone sus limitaciones.

Pero también se verifica el movimiento en las formas del habla del personaje. Un desplazamiento que parece imperceptible y que se liga con lo anterior: Elida pasa de un explícito “nosotros” cuando el relato se refiere a los años de detención, a un implícito “yo” que domina su presente (y cuya representación más acabada se encuentra cuando se niega a salir: “No quiero reglas”; “Yo miro para afuera si quiero”). El “nosotros” del pasado se transforma en “los demás” de un presente del que se excluye de lo comunitario –salvo la reunión antes señalada-. Es ese “yo” el que domina la escena, pero restableciendo siempre la terminología del pasado. Las palabras de Elida remiten al pasado, disociándolas de su significación militante, reponiéndolas en el contexto de su cotidianeidad actual, donde se advierten desencajadas. Elida habla de secuelas (cuando se refiere a su cuerpo), de encierro, de cárcel, de tortura y de traición (de su cuerpo, de su gata). Pero lo que hay es abandono, soledad, un departamento, medicamentos, una gata, una mujer que la ayuda con la casa, algún consejo. Es el mensaje que deja grabado en el final para la directora el que resume ese concepto. Elida ya no vive en Montevideo, se ha mudado a Rivera, cerca de la frontera con Brasil. Pero ni siquiera en ese espacio que dice que la maravilla, puede desandar ese camino. Es que allí está viviendo con su sobrina. Y su sobrina es enfermera. Y para ella, “los enfermeros son como los militares”. Y de allí queda un paso para su reafirmación. “Yo sigo siendo la comandante”, dice, y el pasado vuelve a actualizarse otra vez en esa voz que por primera vez en el relato, parece poder desprenderse del peso de su cuerpo.

Marquetalia (Argentina 2022). Guión y dirección: Laura Linares. Producción ejecutiva: Hernán Virues. Dirección de fotografía: Melina Terribili. Montaje: Pablo Rabe. Dirección de sonido: Andrés Perugini. Cámara: Melina Terribili / Laura Linares. Música: Julián Di Pietro. Elenco: Elida Baldomir. Duración: 62 minutos. Disponible en Cine Ar Play.

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