Parece simple. Solo parece. Pero todo lo que asoma a primera vista puede resultar engañoso. En Antonio Gil la apariencia es la de una sucesión de imágenes de un hecho que se repite en el tiempo. Una y otra vez, el mismo día, el mismo lugar, cada año. Los detalles son los mismos: la tropilla que avanza por la ruta, las banderas rojas, la fila de gente que espera para entrar, la profusión de autos y micros, la cruz y el santuario, las velas rojas encendidas en torno de la imagen del Gauchito Gil. Y en la banda sonora, la recurrencia de las entrevistas a esa gente que relata los detalles del mito, de los orígenes de la devoción popular, de la vida y la muerte del gaucho Antonio Gil. Todo parece discurrir sobre la normalidad del registro de una celebración popular y su evolución a lo largo de los años.
Pero las decisiones que se toman para construir el documental son arriesgadas, se despegan de la linealidad que asomaba como peligro de repetición y exigen una mayor atención. Un primer elemento es la forma en que se resuelve visualmente, a partir de la repetición de travellings laterales que, desde la ruta, van mostrando no solamente el espacio específico del santuario sino esos alrededores vacíos que funcionan como contraste. El movimiento parece puramente descriptivo, sin detenerse en ningún elemento que pasa por delante de la cámara. Hay, en esa decisión, un rasgo que intenta acercar el documental hacia una esfera más experimental. La referencia inequívoca es a News From Home (1977) de Chantal Akerman y su recorrido por las calles de New York, mientras de fondo, escuchamos la voz de la directora leyendo las cartas escritas en su estadía en la ciudad. Aquí, como en la película de Akerman, lo visual no tiene relieves, es apenas un largo plano en movimiento ininterrumpido en el que se despoja de cualquier tipo de detalles como elementos de relevancia. Lo que importa, en todo caso, es el juego que se establece entre esa imagen que ondula entre la significación y la abstracción y los relatos de la banda sonora.
Sin embargo, hay otro tipo de travellings en los cuales la directora sale de los grandes planos generales, para entregar otros más cercanos, en donde comienza a tener relevancia, como objeto de la mirada, la gente: la gente que espera en la fila, la que arma sus puestos a la vera del camino, la que descansa debajo de toldos improvisados. Hay allí, no solo un acercamiento, sino otro tipo de relación entre la cámara y el objeto: la cámara es percibida, no presume su invisibilidad, y produce un efecto inesperadamente más complejo. Por ese instante, a la gente deja de importarle la fila, deja de importarle el Gauchito Gil: el cuerpo gira hacia la cámara, se muestra consciente del registro, saluda, hace gestos, levanta imágenes del Gauchito, alguno incluso dice algo que se cuela en la banda sonora. En ese punto hay algo de distractivo en el lugar que asume la cámara y el que decide jugar quienes son el objeto de la mirada. La curiosidad es mayor cuando se contrastan esas imágenes con las que se toman desde adentro del propio santuario cuando la gente está por ingresar o cuando ya ha ingresado: la cámara vuelve a desaparecer aunque esté allí delante de los promesantes, y es justamente ese cambio el que le permite registrar los detalles que importan de esa devoción popular. Allí aparecen los planos más detallados de las ofrendas, las cruces, las manos apoyadas en la imagen, la cabeza gacha, esa actitud de humildad en el pedido del favor, de la ayuda.
Si el recorrido visual logra crear un universo más complejo de lo que aparenta, es también por la decisión de invertir la linealidad temporal. Dansker elige comenzar en el último año de su registro, para luego ir hacia atrás, en cada uno de los diez años en que filmó los 8 de enero en la localidad de Mercedes en Corrientes. Esa decisión no es caprichosa, sino que va en sincronía con el recorrido que establece la serie de entrevistas. Allí se empieza por la muerte de Gil y se va yendo hacia sus comienzos, hacia los detalles de su vida más cercanos a la infancia. Pero también, lo que podría ser una monótona serie de entrevistas, aquí adquiere un valor de profundidad inesperado. El hecho de que no veamos a quienes hablan, que no sepamos sus nombres –solo en el final hay un listado de los entrevistados-, que no podamos identificarlos, y que no estén en el lugar que reflejan las imágenes, genera un efecto de extrañeza. Pero a la vez se convierte en la afirmación de que no importa quién dice sino qué dice, qué tiene para relatar. Y también un contraste radical entre la sonoridad de la festividad y el silencio potente que se sostiene como fondo de los relatos. Pero por sobre todo, ese entramado de voces que solamente pueden diferenciarse por la tonalidad, por los rasgos del decir, se construyen como un registro antropológico. Puede deducirse, por las voces, que se trata de gente muy mayor, de quienes han vivido toda su vida en esa tierra. Que son esa tierra, y que son, de alguna manera, los custodios de una memoria oral y popular que los trasciende. Son, como los promesantes que acuden por ayuda, los que han prometido conservar, preservar, su propia memoria de lo que han vivido y han contado. No hay otra forma de contar el traslado de la tumba de Gil por parte del estanciero Speroni, dueño de las tierras, que desde esa idea de lo espectral y la locura, tan propia de los relatos populares. No hay otra manera de entender lo que significa el Gauchito Gil, que desde esos testimonios que salen de cualquier idea de un culto superficial para mostrar en un par de frases su profundidad (“La imagen de un difunto es poderosa”, “Si el Gauchito le cumple, cumplale usted también, porque así como concede también saca”, “Para curar, primero lo invoco al Gauchito”). Esas voces son las que confieren profundidad en todo sentido al documental. Construyen un tiempo ajeno al de las imágenes, un espacio propio que se desliga del culto como fenómeno colectivo para entrar en el espacio particular de cada uno de ellos. Y en esa construcción dibujan todo el escenario de esa historia aunque no lo veamos: eso que está más allá de la visión, como la fe, es la materia central del documental.
Antonio Gil (Argentina, 2013). Dirección: Lía Dansker. Guion: Lía Dansker y Federico San Juan. Producción: Lía Dansker. Fotografía: Alejandro Nakano. Cámara: Alejandro Nakano, Valeria Manzanelli, Lía Dansker. Sonido: Fernando Soldevila. Música: Raúl Barboza. Edición: Lía Dansker. Productores Asociados: Alejandro Nakano y Valeria Manzanelli. Duración: 83 minutos.
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