Marco, encuadre, poder concreto y decisionista, no exento de contradicciones, claro, como epicentro de la sociedad industrial y como terreno ideal para el buen funcionamiento del “acto del pensar y poetizar”, en oposición a las vanguardias modernas (“huidas utópicas”, “gangoseos irresponsables”, cualidades propias del “tartamudeo indecisionista”, dirá el autor).

Lo que sigue a esa toma de postura inicial es un trazado laberíntico donde cada película adquiere una forma geométrica que no hace más que responder al famoso principio de simetría que Ángel Faretta viene desarrollando desde hace décadas. Así, Lifeboat será una línea recta, La soga un triángulo y Vértigo una espiral. Pero también aparecerán El hombre equivocado como una diagonal, Psicosis que, al ser referenciada como una recorrida en tren fantasma, se volverá una línea zigzagueante, y La ventana indiscreta, descripta primero como un semicírculo y devenida luego, a partir de la humanización de su protagonista, círculo completo. Pero La soga, en tanto película y en tanto elemento, es también el hilo conductor de todos los textos del libro. Porque funciona como máscara inicial, que luego se invierte y finalmente se abandona para ser otra cosa, para dejar de ser uno y volverse comunidad (Lifeboat, La ventana indiscreta). La soga sirve para pescar, pero también para arrojarse al mar y para ahorcar a una persona. A fuerza de repetición, el elemento en cuestión pasa del índice al ícono y de éste al símbolo. La tríada ejemplar puede finalmente comprobarse.  Y ese es uno de los varios méritos de Hitchcock en obra: la posibilidad de ver aplicadas las ideas que Faretta había desarrollado en El concepto del cine (2005) en la filmografía de un director en particular.

Entonces aparece el laberinto, que obviamente es Vértigo (“la más grande de las obras de arte y del pensamiento en tanto acto del poetizar se trata”), y la figura es asimilable tanto al cine de Hitchcock como al libro, en la medida en que una escena es tomada y retomada todas las veces que sea necesario para dejar en claro su sentido. Faretta es Scottie persiguiendo a Madeleine por la ciudad, pero con la diferencia de que el autor conoce como nadie el laberinto. Puede meterse, salir y volver a entrar cuantas veces quiera. Lo notable allí es que el autor es consciente de lo complejo de su teoría, pero jamás se jacta de su hermetismo. Más bien abre la puerta para que la luz entre. Eso explica las idas y vueltas permanentes sobre los conceptos y las alertas que se repiten página tras página. Los “téngase en cuenta esto”, “atención”, “repito una vez más” son innumerables y dan cuenta de la importancia pero también de la preocupación por dejar en claro una idea. Eso explica, además, la convergencia de las tres ciudades que conviven en la San Francisco de Vértigo: la actual, calvinista; la del pasado, católica; y la mítica, la ciudad perdida. Porque Vértigo es una espiral y un laberinto, pero también un nudo de sentido dentro de la “soga” que es el cine de Hitchcock y, de algún modo, este libro. ¿Y dónde encuentra Faretta esos nudos de sentido? En los entes falsos: Rebecca, Kaplan, Bates, Stewart, Hang, Novak. Todos esos personajes son nada, y la nada, el vacío, es lo opuesto al cristianismo. Es lo pagano que debe ser evitado, porque “lo bajo puede simbolizar lo alto, pero jamás al revés”. No hay prácticamente ideas que no estén sostenidas por una dimensión religiosa. No hay página alguna – casi – que no remita a ese tipo de fuentes. Incluso cuando se cita la famosa canción de Tanguito, la resignificación de su sentido utópico de la huida (“construiré una balsa y me iré a naufragar”) convierte a esa poética en una búsqueda de lo sagrado como retorno a los orígenes. Y si de sentidos agregados y resignificaciones se trata, ahí están los famosos cameos, que no son cábala sino firma, presencia autoral, el director obrando como Dios; ahí está el “suspense”, que no es tono ni clima –mucho menos magia-, sino el estado en el que muchas veces se encuentran los personajes de Hitchcock, como ocurre con James Stewart en Vértigo y en La ventana indiscreta. En ambos casos se trata de un hombre suspendido. El hallazgo es notable, y el desarrollo de ese devenir es total: Stewart es primero un Dios spinoziano, en tanto inmovilidad, luego Dios celoso que busca castigo, y finalmente Dios humano, crístico, en tanto experiencia del dolor y el sufrimiento.

Estamos ante un libro sobre cine, pero sobre todo estamos ante un libro sobre la fe. Tal es así, que recién en la página 105, en los “Apuntes sobre cine de terror y fantástico”, aparece la primera referencia a otra película: Halloween, de John Carpenter. Pero incluso aquí, cuando podríamos pensar que la base que sostiene el análisis es cinéfila, la idea del nudo de sentido vuelve a aparecer, esta vez asociada a la infancia y sus traumas. Faretta compara a Bates con Myers en tanto seres marginales que emplean un disfraz, ya sea máscara o travestismo, como motivo lúdico que recuerda la inocencia perdida. Y el trauma, en ambos casos, tiene que ver con lo femenino, que es lo que los dos personajes buscan tachar, eliminar, más allá de toda condición social, política u histórica. Se trata de eso, de establecer lazos de unión, de preocuparse por los hilos que componen la figura más que por la figura en sí. La lógica del libro responde a esa idea: partir del fragmento y su progresiva acumulación para arribar finalmente al cadáver exquisito, al corpus perfecto (tal el detenimiento en la figura de Miss “torso” en La ventana indiscreta). Porque para Faretta el policial está en la diégesis, no en la intriga: la protagonista de Vértigo desaparece junto con el género, que cumple una función ciega, incapaz de detenerse en los detalles. La película adopta una máscara genérica para ocultar su condición trágico-amorosa. Eso es Vértigo para el autor: un melodrama disfrazado de policial. Lo mismo ocurre con el thriller en El hombre que sabía demasiado, donde la simulación, el camuflaje, el travestismo y el escamoteo funcionan como base para la revelación de conceptos. Todo film es de espionaje, dirá el autor, en la medida en que un cuerpo es espiado no sólo en un sentido anatómico-biológico, sino también social, político, espiritual, psíquico, armado siempre en torno a un marco de representación. La cita a Peeping Tom tiene que ver con esto, con el sentido (uno más) doble o triplemente problemático que Faretta le agrega a la idea del espectador/director asociada con el voyeurismo, sostenida por toda una genealogía previa del espejo a través de la historia. Pero mucho más reveladora aun es la cita a Imitación de la vida, de Douglas Sirk (“su corona de gloria”), donde las variables especulares de las ventanas, vidrios, vitrinas y sobre todo los retratos y fotografías funcionan como duplicación fugaz y falsa salida.

A lo largo de todo el libro, en cada texto, en cada película analizada, Faretta encuentra esta idea de lo doble y una tercera cosa que irrumpe: lo espiritual y lo material; el arriba y el abajo; el paraíso y el infierno, atravesados siempre por una otredad, primero material y luego simbólica a fuerza de repetición, que conduce a los personajes de Hitchcock a descubrirse a sí mismos para salvarse o perderse definitivamente. Lo notable, sin embargo, es que el orden formal del libro también responde a esta lógica. El concepto del cine es aplicado por el autor a las películas, pero también se ajusta al desarrollo de los textos, porque si la organización de los mismos es simétrica, hay uno de ellos que cumple la función del eje vertical, en la medida en que atenta contra el sentido concreto y operativo de las formas pero que, aun cuando es repelido continuamente, logra convivir con ellas. Ese texto, por supuesto, es el dedicado a Marnie, “suma sintética del vacío, del espacio en blanco”, “ejemplo del desarme de la puesta en escena”, que Faretta utiliza para cambiar su propio marco teórico al desarrollar el concepto del artificio expuesto, del vacío como totalidad que, lejos de resentir su teoría madre, la consolida aún más. La lógica se sostiene: no se cambia, no se anula una idea en pos de otra, más bien se agrega un sentido que refuerza lo antes dicho. Si con Marnie Hitchcock desarma su propio rompecabezas, Faretta con su texto no hace más que exponer la autoconciencia -y la inteligencia- de ambas obras.

Pero para que el círculo se complete aún falta un concepto más, que nos será revelado sobre el final, como dicho al pasar, como un comentario intrascendente que en realidad es fundamental: en esa suerte de diálogo con un tal “Mirón” que cierra el libro, donde La strada y Al azar Baltazar son desechadas con la misma contundencia, señalando el franciscanismo burdo y sentimental de la primera y el miserabilismo fotográfico, actoral y paisajístico de la segunda (“con sus burros que no son burros”), Faretta corrige a su interlocutor cuando éste le pide seguir por “la casa-Hitchcock”, “que obviamente ya es un castillo y que poco después será una catedral”. Esa catedral es el fuera de campo que nos faltaba ver. Esa catedral es el laberinto al que Faretta ingresa, como un Teseo moderno, guiado por la fe. Fe en un director que obra como un Dios pero que conoce sus limitaciones, tanto como las conoce el autor de este libro. Una afirmación del autor basta para confirmarlo: “en cine no hay milagros, sólo fundidos encadenados”. Pero aun cuando esa posibilidad de encontrarnos con lo sublime obedezca más a un procedimiento racional -y formal- que al impulso de la intuición, la sensación que deja la lectura de Hitchcock en obra es la de haber recibido una bendición. Mérito que pocos libros puede ostentar.

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