“¿Cómo sería darle una vuelta completa a Campo de Mayo? Son 28 kilómetros. Tres horas por lo menos. Nunca hice eso, pero no es mal plan”, dice promediando Camuflaje su protagonista Félix Bruzzone. Antes lo hemos visto correr en los alrededores, en paralelo a las alambradas de ese espacio militarizado (donde persisten carteles amenazantes para quien intente traspasarlos, como rémora de otras épocas). Cada vez que Félix corre, en ese camino que va trazando en soledad, pareciera que la corrida fuera una forma de tantear el espacio. De acercarse hasta rozarlo, pero manteniendo la convivencia forzosa del afuera y un adentro ominoso forjado por el pasado.

Por esa misma razón, Félix comienza desde la distancia. Recupera los recuerdos familiares y la casa donde vivió un tiempo. Visita a un amigo que tiene un negocio y una casa con pileta que cuidaba en los veranos. Va con el padre de su amigo a ver una casa que está en venta frente a Campo de Mayo. El movimiento parece una inversión de las ondas concéntricas: Félix rodea el campo desde el territorio que reconoce del pasado, usa a parientes y amigos para ir acercándose y re-armar el contexto. La paradoja del espanto de vivir a pocas cuadras del lugar donde estuvo secuestrada su madre (y la reiteración del destino que implicó poner a la abuela en el geriátrico de Campo de Mayo) cede a otras percepciones, pero mantiene la huella de lo ocurrido como una presencia subterránea. Primera constatación de Félix y del documental: a medida que se acerca al perímetro del Campo, todo parece haber sido abandonado, desaparecido. Las casas de su pasado se mantienen con leves diferencias, pero la casa frente al Campo es apenas un puñado de paredes que parecen haber sobrevivido a una onda expansiva que provenía del otro lado de las alambradas.

Félix recurre siempre a otros para proseguir su aventura. Cuando está solo pareciera que ese espacio le siguiera estando vedado. Recurre a esos otros no tanto por temor, sino como guías que le permitan encontrar los caminos para entrar. El “Chochino”, el padre de su amigo, es el primero que rompe desde el pasado la barrera del espacio vedado (se traía semillas y animales que encontraba en el Campo): “Este bosque fue mío”, dice, apropiando desde la memoria ese espacio y señalando a la vez la pérdida (por el paso del tiempo, por los hechos históricos que no menciona). Pero el cierre de ese momento es una especie de retorno a esa edad feliz y a ese tiempo de barreras que se salteaban: los agujeros que sigue habiendo en los alambres, vuelven a ser puertas mágicas, el lugar por donde acceder a lo inaccesible, a lo prohibido.

Otras irrupciones funcionan profundizando el proceso de inmersión en el lugar. Con el paleontólogo que lucha por la creación del parque temático se entra por primera vez por una de las fisuras del sistema (el alambre roto), como una exploración inicial que en Félix aún sostiene cierto temor (“Qué hacemos si nos descubren”, pregunta). Con su amigo del gimnasio aparecen otros elementos que implican una apertura mayor del espacio: el monte salvaje, el río, la observación de las tortugas, el antiguo puente del tren, trazan otra geografía mientras los reparos y temores ceden (la advertencia que recibió el amigo cuando corría en medio de una práctica militar, la referencia a que el problema es cuando el mismo militar lo descubre dos veces). Si la madre del Negrito Avellaneda reinstala la noción del espacio terrorífico (y la disputa por la utilización del lugar), lo hace a costa de sostenerse sobre un vacío material sólo subsanado por los recuerdos (cuando ella identificó el campo en que estaba secuestrada por el traqueteo del coche) o por el render que recompone digitalmente aquello que ya no está, que fue borrado (las construcciones del campo de concentración). La entrada con las chicas por otro sector no solo trae a la pantalla las construcciones abandonadas, espacios que no se puede identificar para qué sirvieron, sino, y por sobre todo, el encuentro con el grupo de militares como elemento de tensión (“A mí me daba miedo sentirme observada por los milicos”, dice una de las chicas) que parece retrotraer por un momento el tiempo. En esas entradas, Félix funciona, de alguna manera, como un recuperador y expansor de las exploraciones de sus compañeros. Un cartógrafo que va dibujando, en cada avance, un mapa posible del espacio (no es casualidad que antes el compañero del gimnasio y las chicas del tramo final hagan alusión a los mapas como recursos para no perderse).

Sin embargo, es esa prueba llamada Killer Race (un absurdo entre la ironía y la abyección que sugiere el nombre y el pasado oculto del lugar) lo que revela en mayor profundidad los límites de la empresa. El recorrido que atraviesa por dentro Campo de Mayo lo vuelve un espacio laberíntico y revela la imposibilidad de efectuar una cartografía completa. El desacomodamiento visible del personaje en relación con el evento -casi como si fuera un infiltrado, un espía- hace que el recorrido sea menos importante que los espacios que se atraviesan. En silencio, Félix se aparta de la lógica del evento -superar sus límites físicos- para detenerse. Deja de correr para observar, aunque esa observación no derive en afirmaciones, ni siquiera en preguntas. Se trata de observar lo que los otros omiten y hacer que la cámara observe con él, obligando al espectador a detenerse como lo hace el protagonista. La actitud de Félix en la Killer Race es la culminación de un proceso que atraviesa toda la película: se trata de romper con la naturalización, con el no ver los espacios en los que se cometió el horror de la dictadura. Perel señala en sus películas (Tabula rasa, Responsabilidad empresarial) la forma en que la intervención de los hombres ha ido borrando las señales del terror para que no aparezcan ante los ojos de la sociedad. Y la manera en que ese borramiento proporciona la naturalización de la persistencia de esos espacios (la ESMA, Campo de Mayo, las empresas donde se secuestró y torturó a obreros) ante los cuales se circula, se pasa por delante, se corre, como si no significaran nada. En ese sentido, las películas de Perel vuelven sobre ellos, insisten en señalarlos y son en sí mismas el trazado de un mapa en el que la memoria es el componente fundamental.

Camuflaje (Argentina, 2022). Guion y dirección: Jonathan Perel. Fotografía: Joaquín Neira. Reparto: intervenciones de  Félix Bruzzone, Margarita Molfino, Iris Avellaneda, Archie Campos, Gustavo Guoglielmi. Duración: 93 minutos.

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