Atención: se revelan detalles importantes del argumento.
Desde sus comienzos duros y de explotación con la miniserie Beinase (el sentido del miedo) y el telefilm El propietario, Valentín Javier Diment asume una constancia de incorrección política que reafirma el cuerpo y sus pulsiones por caminos cenagosos. En su documental Parapolicial Negro: Apuntes para una prehistoria de la triple A, los cuerpos violentados por el terrorismo de Estado sirven como un antecedente a la abundancia de cuerpos expropiados que son marca de una Historia de estela desvaída, el eslabón perdido (y podrido) que reclama su reconstrucción en la configuración de nuestra identidad como pueblo. El constreñimiento por encierro y la concentración psicológica ya eran puntales de La memoria del muerto, primer largometraje de ficción enmarcado en el terror fantástico e inseparable de su conciencia histórica. La vejación, la sexualidad endogámica, la subversión de los roles prefigurados y el gore, son rúbrica también de El eslabón podrido, que además de dimensionar el cuerpo como agente político le anexa al cine de género una hondura que lo dota de características propias sin parangón en la escena local. La compostura es notable: el tono es catártico pero nunca campy, no remite a Castle, no es el grand guignol de Aldrich, no pretende el alcance kitsch y popular de Favio; Ziembrowski no es Tomisaburo Wakayama con la catana y el carrito, aunque termine por evocarlo con sanguinolenta dulzura. En la película de Diment convergen varios géneros, pero se respira un costumbrismo freudiano al son del chamamé que, guste o no, no se parece a nada, responde a sí mismo, es su propio recorrido.
La fábula se sitúa en una comunidad llamada El Escondido donde soplan vientos de cambio: “Si todo el movimiento de una comunidad avanza hacia un sí, y surge una voz que dice no, ese no es un tumor, un cáncer, una enfermedad”, ora el cura en su sermón. La familia protagónica es un organismo tripartito compuesto por Raulo (Luis Ziembrowski), leñador con capacidades mentales disminuidas; su hermana Roberta (Paula Brasca), la bella prostituta del pueblo; y Ercilia, curandera bicha y madre de ambos (monstruosa Marilú Marini). Una familia regida por el mandato matriarcal, disidente a las intenciones libremercadistas que el regente ideológico del pueblo, el cura interpretado por el propio Diment, planea llevar a cabo en asociación con los dueños del prostíbulo y la figura tozuda de un negro estigmatizado (épico German De Silva) que se niega a cooperar en tanto antes no logre hacer uso de los servicios de Roberta, los cuales le son negados. La apertura con fines comerciales que se plantea en la secuencia inicial en la que se inaugura el nuevo cartel de bienvenida, tiene como intención central reafirmar la identidad perdida del pueblo (“qué chiquitos que somos”, rezará alguien más tarde). Abrir las fronteras para que llegue otra gente, así dicen. Pero también reafirmar su funcionalidad en valores inicuos para ampliar un negociado y perpetuarlo: la explotación como sustento. Más específicamente: el cuerpo ultrajado como instrumento para el lucro comercial. El cambio buscado no es cualitativo, sino cuantitativo, de miras fronterizas, en pos de un mercantilismo de puertas abiertas. Esto enfatiza la disidencia de la familia de Ercilia, célula solitaria en este microcosmos, dueña de un saber visionario de lo que se entrega a los chanchos (que lo último que se comen es “la cabecita”). Ercilia guarda una moral contraria al negociado clerical y encarna en el “no” una preservación que dispone anomalías internas y la vincula a esa “enfermedad” postulada por el cura, que dejará a los huérfanos a merced de una profecía que tiene el peso de una maldición: si Roberta se acuesta con todos, se muere. Porque “siempre tiene que quedar uno con el que no fuiste, sino no les servís más: te matan, te morís”, engualicha Ercilia a su hija. El negro y la puta son los estigmatizados que parecen encarnar el vaticinio de una madre ubicua. Pero para Diment el terror es endógeno, sucede intramuros, se esconde en genealogías. Su lascivia, como la de Cronenberg, se abre paso entre la pustulencia física y la psicológica sin escatimar el humor, pero a diferencia de éste, en el que el nihilismo aboga por la respuesta científica, Diment responde al registro emocional de pulsiones desquiciadas nacidas del fango.
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El eslabón podrido logra una defensa poética que encuentro necesaria: desde el más sórdido de los entramados exaltar la ternura, legitimar en un contexto de carroña otras formas de belleza a reivindicar. Esto, por sí solo, es una causa en extremo valorable. Permite ampliar los marcos constreñidos de la belleza hacia algo que no esté exento del grotesco, la carnalidad, la transgresión a la normativa. Extendido a lo cinematográfico: sacraliza otras corrientes estéticas bastardeadas por la alta cultura y permite, además, que lo tabú y lo perverso, por ejemplo, se validen como formas atendibles. Esto le posibilita, a la película, una poética rural alejada de las convenciones, y admite que el lirismo de las copas de los árboles conviva en una misma secuencia con la imagen de un pueblerino intentando culear a una oveja. O espiar con hermosa liviandad la intimidad de una pareja de ancianos recibiendo sexo oral de la puta del pueblo. Y en lo vernáculo, líneas como: “Vos sos la que abre la olla todos los días para ser puchero de viejo”, o la réplica concisa y femenina: “Chupámela”. Este tipo de alegrías emocionan; incluso más cuando se sustentan en valores propios de nuestra idiosincrasia y la sustancia actoral se beneficia de personajes ricos, capaces de habitar lo ominoso sin tintes lavados, con la entrega amorosa del cuerpo. La escena incestuosa es, en este sentido, una de las más honestas y tiernas manifestaciones del alcance poético de lo enunciado que se ha filmado en mucho tiempo en nuestro cine. Algo similar, a menor escala, ocurre con aquella escena en la que los hijos bañan a Ercilia. La lascivia en este caso evoca un imaginario brujo y siniestro, que a la vez está lleno de un ethos de asombrosa ternura. La cara de Ercilia se ilumina con el reflejo amarillo verdoso del agua, la libidinosidad de Raulo echándole agua caliente con la boca abierta, los gemidos y balbuceos, los besos que cierran la secuencia, conforman una síntesis de espanto y dulzura ejemplar.
En el mismo orden de incomodidades, El eslabón podrido se toma su tiempo para clarificar qué vínculos de consanguinidad tienen sus protagonistas. Esta ambigüedad no es gratuita: destituye la moral preconcebida para adentrarse en un territorio que propone otras libertades éticas y una posibilidad de identificación que no sopese con juzgamientos lo que de otro modo sería una aberración para muchos. El drama endógeno se concentra en la cotidianidad de lo ritual y en las contradicciones de la familia, que se alimenta del mandato, lo sustituto y un ideario de continuidad. “Aunque yo no esté, siempre voy a estar cerca”, le dice Ercilia a su hijo Raulo. Diment trabaja espejando escenarios, situaciones, procedimientos del grupo familiar que promueven un fuera de campo fértil y sórdido en la conciencia del espectador. Ercilia y Roberta actúan como espejo simbólico de la otra, también literalmente (mientras se maquillan). La relación entre ambas reitera una pregunta (¿quién soy?) que precisa una identificación que las encuentre como ancla a tierra en el desvarío. Que esta identificación se juegue sólo entre las mujeres de la familia es significativo, porque cuando la madre muere Roberta es quien ocupa el espacio matrimonial: la cama, el baño (ahora ella es la bañada por Raulo). Y a sabiendas del alcance erógeno de la fraternidad que une a los hermanos, luego de que la prohibición materna prescriba y habilite los impulsos reprimidos, el imaginario de lo que acontecía entre Ercilia y Raulo abruma por analogía. Basta con ver la forma en que Diment presenta la primera escena familiar: Ercilia compartiendo la cama con Raulo insinúa un vínculo matrimonial entre quienes en realidad son madre e hijo. Apoyado por el aspecto avejentado de él, Roberta durmiendo sola, diáfana y de blanco, bañada por el sol, sugiere, por desprendimiento, ser la hija de ambos e imagen de la inocencia. Ella es la transparencia que sostiene las pulsiones comunitarias en eje al vehicularse como receptáculo de lo que, de no encontrar su cauce, presagia la locura del drama anunciado por Ercilia. A Roberta su condición de puta la convierte en el agente sacrificial, la pureza de la ofrenda que reúne las pulsiones desviadas de una comunidad entera.
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El eslabón podrido cuestiona desde su título una transitoriedad de difusa localización: el devenir evasivo de las formas tradicionales hacia un porvenir invisible (político y humano) que, tal como sugiere su adjetivación, responde a las variadas formas de vinculación, por más pútridas que sean para nuestro ombliguismo urbano y acortamiento moral. En la literalidad, cuando el eslabón se rompe destroza el cuello de Roberta con el cartel del pueblo. Accidente humano, profecía campestre, designio divino. Todo permanece cifrado. Pero sus consecuencias visibles son más fuertes: sobrevive un cuidado, un resguardo, la expresión de un amor en consonancia con las emociones catárticas a las que suscribe. Por lo que Diment es un romántico, me animo a decir, porque entiende que el amor no claudica por leyes morales ni por su vida útil. No exime de belleza a la turbiedad; al contrario: parece necesitarla. Su mirada transforma la acción última en algo más crítico que una militancia de antagonismos enfrentados. Tampoco aboga por una resolución conciliadora con quienes parece detestar (aquellos decididos a vender su autonomía por el capital). Ambos polos de la grieta ideológica tienen su cuestionamiento y dimensión humana (que no humanista), y el entuerto se decide por una respuesta de índole romántica que ni siquiera está limitada por las espaciales de la comuna, sino que se extiende hacia la periferia. La podredumbre se expresa furibunda en una respuesta que deja cuerpos hachados sin cabeza y toneladas de sangre, pero en ello se revela una moral humana de un pragmatismo que supera al colectivo comunitario al que no imputa privativamente: también la liga la policía, la ligan dos flacas hablando de su menstruación, y la va a ligar quien que se cruce con Raulo. Anarquismo, desencanto, cuestionamiento por la mierda visible, descreimiento de lo invisible que no salva ni al cura. Diment es capaz de inocular ideas políticas poderosas: poner al cuerpo como el centro de las fruiciones capitalistas y atravesarlo por la atribulada Historia política en desmedro de lo humanitario. Su mirada de anclaje social, en definitiva, raya en la locura y nos deja con la mente pre-racional de Raulo, que precisa del dibujo infantil para situarse en su mapa, y encuentra en la mano de obra la liberación última que concretiza lo que siente el corazón herido cuando nos privan los afectos.
Aquí puede leerse un texto de Romina Quevedo sobre la misma película, y la primera parte de la entrevista que realizaron Nuria Silva y Juan Pablo Susel al director, Valentín Javier Diment.
El eslabón podrido (Argentina, 2015), de Valentín Javier Diment, c/Marilú Marini, Luis Ziembrowski, Paula Brasca, Luis Aranosky, German De Silva, Lola Berthet, 71’.
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