Atención: Se relevan detalles del argumento. Para evitarlos no lea las notas al pie de la página.
La imagen del frente de una casa abre la película y, sin corte alguno, la cámara se retrae de ese plano exterior hasta atravesar en reversa unas cortinas e introducirnos en la casa donde opera el matrimonio Warren. Internarse en el corazón de la casa es una declaración de principios que marca el estilo de Wan a la hora de filmar, porque el miedo, para declararse como tal, entre otras cosas debe tratarse desde adentro hacían fuera y no al revés, remilgándose en este último caso al mero susto.
Distingamos el miedo del sobresalto: llamo “sobresalto” a los sustitos pasajeros que se suceden a base de un incremento del volumen junto con alguna aparición inesperada. Wan trabaja el sobresalto, pero como culminación del miedo que lo antecede. El miedo tiene que ver con una situación de tensión generalizada ante un peligro no sólo inminente, sino además cercano, más cercano porque puede sucederse desde cualquier ángulo. Y digo ángulo literalmente en forma fílmica, ya que el director elabora las angulaciones para sumar un punto más de extrañeza a lo que muestra, pero desde lo formal.
La cámara ocupa el lugar de demiurgo impío, con la habilidad para recorrer todo el universo -que, por lo demás, se limita a las entrañas de las casas afectadas- flotando de manera omnisciente. Una cámara que conoce todo y todo lo muestra a merced de sus antojos, dejando fuera de campo y de foco lo que no conviene ser visto en pos de aumentar el desasosiego.(1) Las casas son lugares con los que el espectador se familiariza pero que se muestran laberínticos, que lo desorientan, y por lo tanto se despojan de la cualidad de refugio, abandonando a los personajes a la intemperie, a merced del peligro. La casa deja de brindar salvaguarda, por lo que la compañía de otros deja de ser una opción para la defensa. Se aísla a los personajes, incluso dentro de la misma habitación, haciendo que la soledad oficie también de verdugo ante la imposibilidad de socorro.(2) Las sombras acaparan los fondos y las luces no terminan de disipar la oscuridad que media de encubridora ante la omnipresencia del peligro, donde el Mal se torna envolvente, embistiendo desde todos los lugares, en los que todo puede ser manipulado y, por ende, todo causa temor: desde un camioncito de juguete hasta una canción para chicos. Ese encierro se potencia con planos largos que hacen sufrir el acecho e incrementan la tensión cuya única -y feliz- descarga es la culminación en el susto de la entidad en franco ataque. A pesar de contar con uno o dos comic reliefs, la risa sigue siendo de nerviosismo. La tensión se libera con la aparición, con la capacidad de ver la amenaza.
Pero esa capacidad no estará ni por asomo bajo el arbitrio del espectador. Los encuadres y los movimientos de cámara manejan la mirada y obligan a dirigirla hacia donde el director ordena, hacia donde el personaje debe, y hacia donde el espectador no quiere que vaya. No se quiere ir hacia el peligro, pero no hay otra cosa que hacer más que enfrentarlo, y para eso la mirada juega un rol fundamental: atreverse a mirar para conocer el Mal y de esa forma atacarlo. (3)“Necesito verlo”, dice Lorraine como respuesta a la advertencia de peligro que realiza su marido. Ver es necesario, pero no suficiente. “Ver para creer”. Creencia venida a menos, puesta en duda desde el comienzo, desde que la madre no le cree a su hija sobre un incidente escolar que luego se extrapolará a la experiencia de Lorraine y Ed. Sin embargo, la crisis de fe no se ancla en una religión, sino en el puro acto de creer. No se nombra ninguna divinidad, sino que se limita al uso de las cruces como amuleto y a la invocación de “El Señor” casi al pasar y sin ánimo de secularizar. La creencia tiene que ver con la capacidad para dar crédito a lo que capta la mirada. Creer en el Mal es la base de la empatía en el cine de terror, y el intertítulo de “basado en una historia real” aboga por esa creencia.
A la inversa, para creer hay que ver, y por eso el rol de la televisión es fundamental como verificador de la Verdad (con mayúscula). El rol de los medios en la visión y el acceso a la verdad como conocimiento es algo que James Wan encarna en su rol de director: la película está plagada de citas a otras películas -incluso a sí mismo, como suele hacer; recordemos que en El títere (2007) aparece relegado en una esquina Jigsaw, el muñeco de El juego del miedo (2004)-: Terror en Amityville, El exorcista, Al final de la escalera, Juegos diabólicos, El resplandor, y hasta un guiño a Nosferatu. Pero en este caso no se recurre simplemente a una cita para homenajear a modo de lisonja al cine de terror y con ello al espectador fanático del género, sino que es la muestra de los orígenes y de los maestros que posee a la hora de filmar. De esta forma se muestra como un cinéfilo que conoce a la perfección las reglas del género y las fórmulas que funcionan: el debate sobre la fe, el escepticismo, el iluminado que conoce la salvación, la ausencia del padre, siendo este último un símbolo de desprotección total (porque el padre se convierte en el “Padre”, un dios que vele por los hombres), que tiene como máximo exponente a El exorcista y que Wan ha trabajado en todas sus películas de terror anteriores: el padre está ausente o, si está, representa una amenaza.
Esto marca diferencia fundamental con los demás directores a la hora de tratar las fallidas spin-off (Annabelle. John R. Leonetti; 2014), y secuela (La noche del demonio 3. Leigh Whannell; 2015) de sus películas: el tratamiento del suspenso y el de los personajes, que logran empatizar con el espectador por sus debilidades (en este caso la madre soltera, de clase baja, indefensa, por un lado; y el matrimonio tan enamorado como bienhechor por el otro). Pone al espectador en el lugar de los personajes para luego encerrarlo en laberintos donde le genera una paranoia desasosegante cuya rigidez tiene como único resguardo la mirada hacia eso que nunca se quiere ver.
(1) En la escena donde Lorraine está leyendo la biblia junto a su hija hay un estante con las letras V; A; L; A; K, hechas en madera y predispuestas en ese orden, indicando el nombre del demonio desde el comienzo mismo del argumento, sin que los personajes lo registren en ningún momento. De hecho, el nombre será conocido a través de una videncia de la mujer, sin jamás notar que el peligro la rodeaba de forma concreta.
(2) Como el caso de la escena en que Ed baja al sótano acompañado con la madre. Se encuentran los dos en un espacio pequeño y cerrado, sin embargo, la cantidad de cosas que los separa hace que ambos estén lejos como para poder socorrerse.
(3) Por eso, el personaje invidente queda a merced del demonio, desprotegido porque no puede conocerlo ni enfrentarlo.
Aquí puede leerse otro texto de Nuria Silva sobre la misma película.
El conjuro 2 (The Conjuring 2, EUA, 2016), de James Wan, c/Patrick Wilson, Vera Farmiga, Madison Wolfe, Francis O’Connor. 134’.
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