Otro masazo de Robert Aldrich. Escribo esto pensando en Samuel Fuller. Más específicamente, en el plano de apertura de Calle sin retorno. Ese en el que un primer plano nos muestra un golpe de martillo sobre la cara de un negro. Flor de recibimiento para el espectador. Pero creo que Aldrich es un poco más sentimental que Fuller, aunque no sé si los Aznavour y Lelouch que andan por aquí son más cursis que el cantante glam-pop de Keith Carradine en la última película del tío Sam. Acá la cosa empieza con un plano de la Denueve en un balcón de madera. La cámara la toma en picado desde el aire. ¿Desde dónde está filmando Aldrich? Ese plano, como es fijo, debe ser en estudio. Pero después viene uno desde un helicóptero, y luego vuelve al plano fijo. ¿A qué obedecen estos cambios? Me recuerdan, otra vez, a Fuller, y su White Dog: la mezcla de clasicismo y autoconciencia deliberadamente bruta expuesta cuando filman una escena veneciana con backprojecting, hacen un chiste que involucra a Truffaut y, con él, la amorosa pero afectada cinefilia francesa, hasta que el perro blanco del título siembra el caos. Una de esas groseras exhibiciones del artificio, caligrafías de brocha gorda, se da en Hustle con los edificios en blanco y negro que se ven a través de la oficina de Ernest Borgnine, aunque toda la película es en color.

Lo que pasa es que esto es un noir, y de los más pesimistas que se hayan filmado. Terrible noir, romántico y desencantado como su duro protagonista, que tiene la obstinada manía de enamorarse perdidamente o de amar para perderse. El afiche de la época quiere venderlo como un thriller sexual. Burt Reynolds y Catherine Denueve parecen estar allí en una de aventuras parecida a las que filmaba Belmondo por esa época, pero acá no hay aventura posible. Europa, mas particularmente Roma y París, aparecen como paraísos o regresos inaccesibles para el policía divorciado que una vez estuvo allí trabajando, y para la puta de lujo que no vuelve porque en Los Angeles gana mucha más plata que allá, aunque extraña los restaurantes. En un momento dice que los McDonald’s nunca llegarán a Francia, a lo que Reynolds le contesta que lo mismo dijeron de la Coca-Cola. EE.UU. está podrido y lo pudre todo. Reynolds se lo dice sin vueltas al padre de una piba muerta: «¿No olés las bananas? Esto es Guatemala con tele a color.» El tercer mundo no existe y Europa aparece como una quimera. El destino es el mismo para todos y está implícito en este comentario de Reynolds: «Mi viejo estuvo en la Guerra Civil Española. Dijo que los españoles se mueren de un ataque al corazón, los franceses, alcohólicos, y los norteamericanos de entusiasmo.»

El padre de la chica muerta es Ben Johnson, que no encarna un pasado idealizado como en The Last Picture Show, de Peter Bogdanovich, sino un pasado enfermo, mediocre, insatisfecho, de clase media baja. Volvió de la guerra de Corea trastornado, su mujer le puso los cuernos mientras lo sometían a electrochoques en un psiquiátrico, crió a una hija que adoraba sin saber que no era el padre biológico, la vio abandonar la casa, le avisan en la cancha que se suicidó, y se entera de cosas que no tranquilizarían a ningún padre. Del lado de la ley hay un policía blanco y otro negro. Uno que ya no cree en nada y otro que se desespera por creer (en la justicia y esas cosas). Uno que está divorciado, es padre de un hijo de 10 u 11 años al que no ve (ni él ni nosotros) en toda la película, vive con una puta que atiende una hot line adelante de él, y tiene que decidir si investiga las conexiones de la chica muerta con la prostitución, la pornografía y el abogado de un sindicato, o se hace el boludo. El otro es un negro. Vale decir, está pintado. Es al que Aldrich le da más ideales, pero eso ni siquiera alcanza para que tenga vida privada.

Como toda película de Aldrich, Hustle es imperfecta, desprolija, intensa (no por nada es uno de los contados cineastas estadounidenses que valoró el grotesco). Pero nada está al pedo. Y dice las cosas como son, sin anestesia, sin vueltas, sin disimulo. Va al frente, se expone, no quiere fingir. No hay final feliz. De algún que otro poderoso alguien puede vengarse, pero para salir indemne hace falta mucho culo, o la ayuda de alguien que esté dispuesto a perder todo lo que tiene, hasta la propia vida. Reynolds es como los personajes románticos que Bogart disfrazaba de cinismo, y casi que prefiere ver la ballena del Moby Dick de Huston por televisión, a coger con el minón que tiene a su lado en la cama. La película no es cruel, es impiadosa. Hay ciertas cosas que no se pueden ocultar aunque duela decirlas, o revelarlas. El momento en que le muestran la película a Ben Johnson es terrible, pero la dureza está en el hecho, no en cómo se lo filma. Porque Hustle no es perversa. No hay morbo en ella, sólo tristeza y nostalgia por un tiempo quizá inexistente en el que las cosas fueron puras, o por un mundo en el que debieran serlo, o por una vida en la que ese deseo no nos torture.

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