Un hombre con esmoquin, levita, galera y bastón está sentado en un banco del Central Park. Anochece y le está dando de comer a unas palomas de pecho soberbio, tan emperifolladas como el actor pero todas de punta en blanco, contrastando con el negro dominante del atuendo que lleva Spencer Tracy. Nomás verlo así vestido pensé en Mr. Hyde, que filmaría ocho años después. Para colmo, a su lado hay una chica que, al ver como alimenta los pájaros, decide irse. Pero este buen señor se lo impide. Al segundo nos damos cuenta de que detrás de su actitud dominante, las maneras un poco brutas y el cuerpo robusto hay un corazón de oro, pero son otras las sorpresas que nos depara Man’s Castle. En principio, la pobreza. La pareja protagonista vivirá en una villa miseria. Habrá una explicación para el frac, pero no para los gadjets publicitarios del personaje, entre los que se destaca un torax de neón intermitente cuyo efecto luminoso Borzage remarca valiéndose en una secuencia del backprojecting, que inserta a los actores mientras caminan por una calle de Nueva York repleta de marquesinas. Su vida cotidana es otra, y el mayor deslumbramiento material que les depara su existencia es la compra de un horno. Como siempre, las parejas de Borzage se van a la cama sin disimulo ni culpa, y antes de toda sanción institucional. También como siempre, el deseo no lo explica todo, que para eso está, para librarnos momentáneamente de la obsesión por el sentido. Digamos que es el más obvio, el más inocente, el más explícito de los impulsos, aquel sobre el que menos responsabilidad tenemos.
El tema es el amor, y el amor es todo un tema, porque en Borzage está más allá del deseo y también de la rutina diaria sin prescindir de uno ni de otra. Por eso el final abierto, el viaje que se emprende nuevamente, pero de a dos esta vez, y nunca sabremos si para siempre aunque apostemos por que sí. Borzage no fue ningún ingenuo, fue un creyente. Y los personajes de esta película miran seguido el cielo, así como una de las más hermosas secuencias se juega en la más feliz de las alturas. El protagonista se calza unos zancos para hacer publicidad por los suburbios y todos los chicos del barrio lo siguen corriendo por la vereda, mientras él se acerca a una ventana, mira hacia el interior, sonríe, corre la cortina y sigue su camino. Nunca vemos qué hay detrás de ella, pero esa sonrisa y ese gesto suyo que no censura sino que resguarda la intimidad amorosa nos indican a las claras que allí, como en toda la película y en toda sus películas, la gente no intenta hacer otra cosa que el amor mientra todo pasa.
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