Acabo de leer el artículo Costumbres argentinas de Javier Porta Fouz, publicado el 24 de octubre en La Nación. Una de las primeras cosas que me llama la atención es la cita que hace de un artículo de Leonardo D’Espósito en el que este declara: «El problema de Esperando la carroza es que se trata de un grotesco teatral. Y el grotesco, que tiene una tradición que proviene de la commedia dell’arte, no funciona jamás en el cine. El cine es un microscopio, una lupa, un agrandador de lo invisible. Todo se amplifica, y el grotesco, por naturaleza, es amplificación pura. Lo que causa que estos personajes sean estereotipos llevados a lo extremo, exponencialmente filmados al punto de que vemos mucho más su patetismo que su gracia. [.] Esperando la carroza carece, de modo absoluto, no de realismo -jamás se lo pediríamos- sino de verdad». No me voy a extender en la pretensión de absoluto de la última declaración de este fragmento, que al ser enunciada sin la más mínima ironía se vuelve involuntariamente grotesca, como cuando el payaso cara blanca –cuyo rol, de entre los desempeñados por los payasos, es el que más a menudo encarnamos los críticos de cine– exhibe su pretensión de autoridad.
En cuanto a la afirmación que destaqué en negritas, vale decir que algunos de los más grandes cineastas se valieron del grotesco, uno de los códigos estéticos más inmediatamente comprensibles y por eso mismo subvalorado, para ampliar el lenguaje fílmico. La influencia del universo de Fellini, quizá el más conspicuo cineasta de esa tradición, se percibe desde Berlanga y Ferreri hasta Lynch y Burton, pasando por Cassavetes, Favio y Almodóvar, además de echar raíces en el fondo trash del cine. Como el de John Waters, por ejemplo, que participa del grotesco y, a través de aquél, llega hasta la nueva comedia americana, consiguiendo que el más bien apolíneo, por no decir puritanamente capitalista, sistema de representación cinematográfico estadounidense organice sus excesos. La escatología –en tanto tratamiento de lo excrementicio, pero también de las realidades últimas, incluso metafísicas, a través de la materialidad fisiológica– consustancial a las comedias de y con Sandler, Stiller, Ferrell y otros, así como la sensibilidad clown de casi toda comedia física, remonta su genealogía cinematográfica a la comedia italiana y del arte, sin que ello haya menoscabado su elocuencia. La simultaneidad dramática de artistas plásticos ligados al grotesco como El Bosco y Brueghel tienen más de un punto de contacto con la ambivalencia ontológica de la realidad que el cine ha reclamado para sí a través de algunos de sus más respetados teóricos y con el régimen de indiscernibilidad perceptiva que cineastas como los citados consiguen con sus imágenes multitudinarias y deformes, así como el trazo caricatural de la historieta es uno de los eslabones que hay entre aquella tradición y la estética del mainstream cinematográfico contemporáneo. El imaginario gore surrealista políticamente instrumentado de un Carpenter o de un Cronenberg, deudor de la hedonista grosería caligráfica de Mario Bava y los exabruptos del primer Argento, tampoco se explica sin sus genes impuros, movedizos y fértiles.
No obstante, hay algo un poco menos evidente que la aseveración referida en el primer párrafo, y es la forma en la que Porta Fouz se vale de la cita como mecanismo solapado de opinión. Puede que se deba a la escasa libertad y profundidad generales de los textos que se publican en las revistas culturales o en las secciones de espectáculos de los diarios, a que el texto no parezca ser un artículo de opinión sino informativo, a que la exigencia de regularidad melle el estándar cualitativo, o a que haga relativamente poco tiempo que esté publicando en esos diarios (tengo entendido que en la práctica periodística la primera persona es un privilegio para pocos). Como sea, este uso de la cita se repite en el artículo del 26 de octubre que escribió para Ñ en el que esta vez no sale desprestigiado el grotesco, sino la cultura italiana, cuando dice: “El sentido cómico de Sordi, según Pasolini: ‘contrasta y contrastará, en cambio, con aquellos que poseen una sensibilidad cívica y moral, o sea, la media del público francés y anglosajón’.”
La tajante afirmación de la primera cita, así como la objetividad calculada del que cita, convergen políticamente en la descalificación moral de una sensibilidad constitutiva de la cultura argentina, si acaso esta pudiera definirse genéticamente de una vez y para siempre, así como en la negación de la efectividad cinematográfica de la tradición grotesca como manifestación que pone en primer lugar la exhuberancia física, las pulsiones expresadas sin censura a través del cuerpo y el grito, el desorden y el caos propio de los carnavales y las fiestas populares, la disolución momentánea de la ley que protege la propiedad privada, la suspensión de las normativas higiénicas, la falta de regulación sexual, el colapso circunstancial del statu quo y la mezcla íntima, fisiológica, incluso genital, de las clases sociales. Todas características que muy a menudo se han manifestado en los pueblos latinos y también en su cine, y que forman parte de la agitada vida política argentina, ya se trate del renovado activismo político que el kirchnerismo ha generado por acción y reacción, de la crisis de 2001, del espectáculo neoliberal menemista o de los años del alfonsinismo marcados por el destape post dictadura y las tensiones derivadas de afirmar y sostener las formas democráticas. Cada uno de esos fenómenos, distintos entre sí, genera en nosotros una galería de imágenes entre las cuales aparecen varias que podrían ser descriptas como grotescas en tanto excesivas, deformes, liberadoras y tendientes a la abstracción debido, justamente, a esa lupa amplificadora de la cámara que al acercarse tanto a lo que importa desfigura los sentidos comunes de la percepción.
Pero esos hechos y esas pulsiones recorren transversalmente a la entera sociedad, más allá de partidos políticos, ideologías y clases, con la diferencia de que a unas les molesta más que a otras y rechazan el fenómeno con la misma repulsión con la que ciertas madres miran la caca de sus hijos recién nacidos. Tampoco son patrimonio exclusivamente argentino o latinoamericano. Los pueblos a los que se refiere Pasolini en su afirmación, establecida como axioma por la cita de Porta Fouz que nos deja con las ganas de leerla en contexto para ponerla en perspectiva, también son responsables de zafarranchos y desaguisados. Su vida política no está exenta de vaivenes y despelotes, desde los escándalos de corrupción que tapizan el acceso al poder de Sarkozy o Tony Blair y sus ejercicios gubernamentales -casi siempre castrenses por añadidura- hasta la sospechada elección que depositó en la Casa Blanca a Bush hijo por primera vez. Podríamos agregar los usuales derroches de guita y fantochadas que tienen como protagonistas a los miembros de la corona británica y son dignos de ese avatar del esperpento español que los Monty Python ponían en escena sin ahorrarse manifestaciones del más elocuente grotesco. El mismo hecho de que su forma de gobierno sea una monarquía parlamentaria no parece un ejemplo de racionalidad sino más bien una teratología politológica digna de un bestiario medieval. Ni hablar del conservadurismo religioso más fanático de los EE.UU. o del 20% que saca Le Pen en Francia. Así que el reestreno de Esperando la carroza, más allá de su valoración crítica puntual, es una buena ocasión para repasar las películas argentinas que partieron del grotesco o llegaron a él, sin arrogarse explícita o disimuladamente la posesión de una verdad ontológica acerca de la identidad cinematográfica y nacional.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: