The Night They Raided Minsky’s es una de las cosas más lindas que se han filmado jamás y una verdadera rareza. Desde el título, bastante largo y poco ganchero, hasta la secuencia de créditos inicial, pasando por el prólogo que la precede. Luego del logo de la Metro con el león aparece primero un cartel naranja con un botones dibujado y, luego de un barrido, otro de fondo azul con un reflector, una bobina de celuloide y una glamorosa estrella tomada de espaldas igualita a Jessica Rabbit. La voz de un locutor con inflexiones de exagerada elocuencia lee el siguiente letrero inscripto sobre el diseño: “Damas y caballeros, presten atención, por favor. La película que van a ver se basa en hechos reales que sucedieron de verdad. Sabemos que son un público muy sofisticado, y lo que van a ver es una historia profunda. En 1925 existió esta chica verdaderamente religiosa, y por casualidad inventó el streap tease. Esta chica verdaderamente religiosa. En 1925. Gracias.”
Naturalmente, lo que viene después de ese comienzo y de un segundo comienzo todavía mejor y más sorprendente que el primero, como los deliciosos e inacabables prólogos del Museo de la novela de la eterna de Macedonio Fernández, no puede ser otra cosa que una de las películas más profundas y sofisticadas de William Friedkin y de la historia del cine, sobre todo gracias al editor Ralph Rosenblum (y a Pablo Ferro, autor de una escena de títulos incomparable). Vale decir, posiblemente la más divertida que haya filmado jamás, y una de las más festivas que cualquier gran cineasta haya hecho nunca, lo que incluye al poeta rey de las variedades cinematográficas Federico Fellini. A esos cartones pintados le sucede el blanco y negro granuloso y apurado del material de archivo de la época, mezclado con otros planos recreados en estudio de esas mismas populosas calles neoyorquinas de principios de siglo convertidas en vastas ferias de inmigrantes al aire libre que viéramos en El padrino o en Erase una vez en América. Pero Friedkin no las filma con nostalgia ni ampulosidad, sino con alegría, porque su cine no es un elogio del pasado, sino que vive un feroz y feliz presente continuo. De hecho, lo primero que hace es colorear de colorado, amarillo, naranja, azul y verde ese found footage lleno de gente, coches, animales, frutas y verduras.
A ese color que toma la película por asalto lo pone la mirada de la chica verdaderamente religiosa del prólogo -con padre amish incluido que, en vez de proferir palabra, gruñe– cuando descubre la ciudad a la que llega escapándose de su casa como caperucita roja del lobo, y con la intención de ser bailarina sin perder la inocencia (o la carita de inocente, o la pose ingenuidad). El lugar a donde llega es Minsky’s, el teatro de variedades de Elliot Gould, joven empresario que sigue tratando de convencer a su padre judío de que el burlesque es un negocio honorable. ¿Dije burlesque? Sí, dije burlesque, padre putativo del neoburlesque de la reciente Tournee, y Gould hubiera podido ser el Amalric de esta película si Friedkin no hubiese optado por no darle entidad a su personaje, sino a los de una pareja de clowns (Jason Robards a lo cara blanca, Norman Wisdom a lo augusto) cuya vida será trastocada por la aparición de esa pelirroja sexual hasta la inconsciencia, siempre con cara de ‘yo no fui’ a la Coca Sarli. Pero la pelirroja en cuestión es Britt Ekland, la misma de Get Cartercon Michael Caine, bomba sueca que por más cara de amish que pusiera no podía hacerle olvidar a nadie los dones que Dios le había dado, empezando por unos labios carnosos que más que labios parecían melocotones.
El tercer largometraje de Friedkin, después de unos cuantos telefilms documentales y una película para Sonny Bono y Cher, ratifica que el mundo del teatro le interesó desde siempre. La secuencia de montaje, donde finalmente se imprimen los títulos de Ferro, es un collage entre vanguardista y moderno que irrumpe después de los mentados carteles irónicos y el material de archivo intervenido, para reproducir la experiencia perceptiva de los nickelodeons, alterar la velocidad de proyección volviendo a la policía involuntaria protagonista de un slapstick mudo, introducir los títulos como signos casi telegráficos, y terminar filmando el variopinto escenario de un espectáculo de revista mientras un tema orquestado y un visillo sobre la cámara le dan una pátina melancólica de evocación a la performance efímera del varieté.
Esta es otra de esas películas que no existirían sin Fellini y está filmada en una época en la que el cine mainstream estadounidense y el cine moderno europeo conversaban entre sí. Pero esta película también podría funcionar para nosotros como mito fundacional del cine de Friedkin debido al cuento que cuenta, ese del invento del streap tease. Porque si hay algo recurrente en los comentarios acerca de sus películas que uno puede encontrar en la web es la recurrente inclusión de los desnudos frontales, tabú del capitalismo puritano de Hollywood. Es posible que una estadística exhaustiva nos permitiera comprobar que tal vez no son tantos y que quizás haya otros cineastas que filmaron muchos más. Sin embargo, hay una verdad en el reverso de ese lugar común, y esa verdad es la de la búsqueda de la verdad irreversible que todo héroe de Friedkin anhela. La potencia de sus imágenes, con fama de intolerables e intolerantes a partir de El exorcista y Cruising consiste tanto en el shock causado por repentinas exposiciones directas del hecho (los disparos a las caras en Vivir y morir en Los Angeles) como por el ocasional montaje de atracciones con que las organiza, además de las intermitencias lumínicas y los estímulos subliminales. Todas herramientas del “menos ambiguo, el más directo, fenomenológico, de los autores de filmes norteamericanos de los últimos años”, según aseveraba Faretta en Fierro hace 26 años, ese que “siempre utilizó la ambigüedad como tema” y que aquí se travistió de chica verdaderamente religiosa para profetizarnos el sentido de su filmografía: revelar lo oculto para mejor preservar lo sagrado del secreto.
The Night They Raided Minsky’s (EUA, 1968), de William Friedkin, c/Jason Robards, Elliott Gould, Britt Ekland, Normanm Wisdom, 99′.
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