Atención: Se revelan detalles de la trama.

Joseph Breen y el Código Hays habían prohibido las adaptaciones de James M. Cain debido al carácter “sórdido” de sus producciones y se demoró doce años en llevar El cartero siempre llama dos veces (Tay Garnett; 1946) a la pantalla. El clima de posguerra flexibilizó las reglas restrictivas sin abolirlas por completo, por lo que Garnett puso todo su empeño en sugerir a través de la imagen todo ese desenfreno sexual que Cain plasmaba en sus escritos. Pero, además, no se privó de anticipar constantemente al espectador lo que sufrirían los personajes en pantalla, reencarnando así la noción de Destino ineludible que la obra de Cain propugnaba incluso desde el título.

Precursora en el estilo del noir clásico, la historia es narrada por un hombre impotente ante el Destino y obnubilado por una femme fatale que le llevará a la ruina. Todo se aboca en sugerir la pasión trunca y en anticipar ese Sino aciago que depara la muerte y la cárcel para esas infelices criaturas. Ni bien arribado al lugar, la figura de Frank Chambers (John Garfield) es precedido por el plano de un cartel que reza “Man Wanted” (“Se busca hombre”). No “Help Wanted” (“Se busca ayuda”), como usualmente se solicitan empleados. Desde los primeros planos se posiciona al espectador en un universo donde se «necesita» un hombre, dado que Cora (Lana Turner), la dueña del lugar, es una mujer joven que se ha casado con un hombre mayor para lograr estabilidad económica, relegando otras necesidades. En cuanto Chambers ve a la mujer de su empleador, quema el cartel porque está decidido a ocupar ese lugar, y a partir de ahí la tensión sexual entre los protagonistas será insinuada a través de la puesta en pantalla de un mar como metáfora de la pasión y los muchos fuegos que rodean a los personajes: el calor de California y el hecho de que cuanto más sopla el viento, más calor hace; los cigarrillos que entre los amantes se encienden y se comparten; la frase del marido de Cora luego de que los protagonistas bailaran en la intimidad ofrecida por las penumbras: “You let the new sign burninig”(“Has dejado el nuevo cartel ‘encendido’”). A esto se le suman los fondos siempre sobrecargados de figuras arabescas, de árboles mecidos por el viento, como otra metáfora sacada del melodrama, como una expresión de esa pasión. Esto queda reforzado por el hecho de que cuando desaparece Nick, también lo harán esos fondos.

El factor económico determina cada aspecto de la vida para quienes deambulan en ese contexto, haciendo que la tensión entre el deseo y la necesidad económica sea la que guíe al relato. Cora le niega un beso a Frank y en su lugar se va a abrir el negocio, porque la pasión se encuentra supeditada al dinero, a poder tener algo y así “ser alguien”. Es en ese vaivén que el primer beso de Chambers es rechazado por Cora. Un beso, además, filmado con formas tan exacerbadas como el aumento repentino de la música, el acercamiento brusco de la cámara, que produce extrañeza incluso en el espectador. Es recién luego de meterse juntos al mar -como metáfora de la consumación de esa tensión- que Cora deja de tratarle austeramente e incluso le ofrece cocinarle una torta. En ese sentido también Nick (Cecil Kellaway), el marido, está absorto en las cuentas a tal punto que no capta lo que sucede a su alrededor. Frank se permite bromear inclusive sobre el funcionamiento de la justicia:“Le podés robar a un tipo su mujer y no pasa nada, pero si le robas el auto es otra cosa”.Y esto está incrustado en el medio de California. De hecho, uno de los cambios que realiza la transposición en relación al libro es la caracterización de los personajes que conforman el matrimonio: Cain apellida a Nick Papadakis, es griego; y Cora tiene rasgos mexicanos. Pero Garnett los hace absolutamente americanos, llamando Smith al primero y eligiendo a una blonda caucásica para interpretar a la segunda.

En medio de su sufrimiento y sus muchos intentos por escapar de la vida que les condena, no se encuentra un tratamiento empático para con ellos. Se los vuelven torvos desde el comienzo, mientras que la víctima inicial es retratada con simpatía, cantando, jugando con el eco. La redención que les queda, entonces, no es otra que la que brinda el castigo que desde el comienzo se intuye -se sabe- que les llegará. Los juegos anticipatorios del devenir de los personajes se construyen con una serie de guiños. En este punto, Garnett lleva a cabo una subversión incluso de la focalización: aun cuando el espectador es puesto en el lugar del personaje tanto desde la narración en primera persona como desde los planos subjetivos a nivel visual y debería, por lo tanto, compartir el conocimiento sobre los acontecimientos con éste, el espectador siempre sabrá más, remarcando el carácter fatídico inapelable. Desde el comienzo está la mirada del poder acechándoles, con la figuradel fiscal del pueblo siempre rondando el lugar. Es él quien deja a Frank en ese sitio para prontamente toparse con otro servidor público del sistema legal: el policía. Más adelante, estando Chambers en el hospital y en la sala de interrogatorio, el fondo se atiborra de las sombras de barrotes proyectadas en la pared, que dibujan una diagonal dentro del plano, para generar que el espectador sienta la inestabilidad incluso desde la composición. Formas diagonales que luego se repetirán en la corbata que Cora le regala a Frank y que será objeto decisivo en el giro de su relación. De esta manera, el matrimonio sigue estando signado por la cárcel, por los barrotes.

En varias ocasiones se anuncia que la muerte lo rodea todo: en principio con el policía que repite tres veces que el gato en cuestión “está más muerto que un muerto”, y luego con la propia vestimenta de Cora, que funciona como guiño del futuro infausto en tanto aparece siempre de blanco salvo contadas ocasiones en las que, vestida completamente de negro, se apersona como elemento agorero de muerte. Sus cambios de vestuario representan las dicotomías propias del personaje: pura y aciaga; víctima y victimaria. Mujer condenada que, a su vez, conducirá a la ruina. Es la figura de esa mujer la que le invita a nuestro protagonista y narrador a dejar de vagar, la que le impide escapar de esa vida urbana, haciendo que la tensión no solo se establezca a nivel de deseo sexual, sino de deseo entre el vagabundeo libre de las reglas institucionales y la “necesidad de ser alguien”, que es alimentada por el dinero, por una vida dentro del status quo que deriva incluso en un“matrimonio exprés” que no termina de marchar bien. Matrimonio rápido, además, muy típico del escenario de posguerra.

Por otra parte, la Cora encarnada por Lana Turner poco tiene que ver con la descripción de Cain, en la que el personaje es morocho y, como fue asentado antes, de rasgos mexicanos. Garnett propone un ideal de mujer para el espectador de esa época. Una figura salida de un imaginario que la coloca, por atractivo y elegancia, en un espacio social de glamour propio de una estrella de cine, muy alejado de la vida de una camarera de la costa californiana. Ella siempre contrastará con el lugar. “Frank, nunca fui muy hogareña, así que…”. Cora es consciente de la opresión que le genera ser objeto de la mirada masculina. Así se lo confiesa a Frank: “No me entusiasma mi aspecto, pero desde los 14 años no he conocido a nadie que no quiera discutírmelo”. Y conoce también el poder que le confiere esto. Así es que Cora manda a Frank a que haga cosas, como dueña no solo del restaurante sino de las decisiones de su marido. “El mejor modo de conseguir que mi marido lo eche es no hacer lo que yo le diga”, marcando la posición de poder que le instituye esa idealización de su figura. Una idealización que se vislumbra desde la primera vez que aparece en pantalla: vista desde una subjetiva de Frank, absolutamente quieta, como una escultura. De blanco y etérea, desaparece dándole la espalda con andar misterioso. Vemos a Cora como una visión desde los ojos de Frank. Garnett realiza una transposición de la forma femenina en fetiche. Y ese fetiche funciona tanto para el personaje de Garfield como para el espectador, haciendo que ambas miradas se vuelvan una, en un momento en que la narración propiamente dicha se detiene para la contemplación de la figura femenina. Asimismo, si el Hollywood mainstream se construye sobre la manipulación del placer visual, el cine noir de clase B, en la figura de la femme fatale, subvierte ese rol de la mujer-objeto en la mujer-sujeto que lleva a la perdición, en una suerte de actualización del mito de Medusa, condenando a quien ose cosificarla, fetichizarla a través de la mirada.

Finalmente, debajo de esa lucha contra la censura, se revela un texto subversivo, ya que El cartero llama dos veces no es otra cosa que la manifestación nihilista del universo americano de posguerra; una tragedia en la que los personajes se encuentran lanzados a un mundo que los vigila constantemente para refrenar sus instintos, y los condena a una cárcel mental que se volverá ineludiblemente material en caso de que se animen a desatar las pasiones contra ese mundo que los oprime.

The Postman Always Rings Twice (Estados Unidos, 1946). Dirección: Tay Garnett. Guion: Harry Ruskin, Niven Busch. Fotografía: Sidney Wagner. Edición: George White. Elenco: Lana Turner, John Garfield, Cecil Kellaway. Duración: 113 minutos.

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