Martes 21 de junio: De vez en cuando, mientras leía la Biblia, me topaba con un versículo que carecía de palabras. Un guión señalaba la pérdida del texto original o vaya a saber qué otra cosa. Mientras el ministro religioso se explayaba desde el púlpito, yo me hundía en esa incógnita. Pronto me volví hábil en descubrir esos pasajes ausentes, u otros que no tenían explicación alguna en la profusa bibliografía de mi religión. Y mi religión, de origen protestante, pretendía darle explicación a todo. No por nada al cuerpo doctrinal se lo llamaba La Verdad. Los pasajes sin explicación oficial no eran muchos, pues la pasión institucional por clausurar el sentido del texto estaba a la orden del día, pero yo encontré bastantes. “Una verdad no es un sentido, siendo más bien un agujero del sentido”, dice Alain Badiou. En esa propensión a hallar los agujeros del sentido pudo estar la semilla de un filosofar que, sin embargo, decantó por entonces en “la autoridad sin argumento del poema”. Hoy, ni en una cosa ni en la otra. En esto, quizás, que vaya a saber qué es.
Sábado 18 de junio: Facebook me impuso dos bloqueos en menos de un mes. El primero fue por una captura de un plano de Grimsby, la última comedia de Sacha Baron Coen que lamentablemente no van a estrenar en nuestro país. Seleccioné una foto en la que los protagonistas políticos de la película, ingleses de clase baja, hooligans –el pueblo ha devenido en “barras bravas”, diría la izquierda exquisita- se levantan las camisetas en la tribuna de un estadio. Dos de ellos son hombres gordos y la tercera es una mujer de alrededor de algo más de 60 años. Las redondeces de vientres y mamas caídas se vuelven indistinguibles, así que no sabemos si la censura se debió a la aparición de tetas, estrías o pelusas en el ombligo, pero queda claro que a Facebook no le gusta el grotesco. El segundo bloqueo se debió a una publicación de Hacerse la crítica. Compartí la crítica de Los traidores, de Raymundo Gleyzer, con una foto de dos mujeres desnudas en plano frontal mientras esperan por una revisación médica. Escandalizarse está de más. ¿Qué podemos esperar de un negocio multimillonario salido de la moral institucional, puritana y elitista de las universidades estadounidenses? Pero conviene mencionarlo para reafirmar algunos hábitos, como el que tenemos en HLC de ilustrar nuestros textos con capturas de las películas en cuestión realizadas por nosotros mismos. Porque el stock de imágenes que circulan es limitado y refleja el interés publicitario, vale decir sesgado para no espantar a potenciales consumidores, de quienes las difunden. Y también necesitamos ver imágenes viejas, imperfectas, marcadas de materialidad, pues es preciso escapar al siniestro régimen contemporáneo de la nitidez.
Viernes 17 de junio: «Toda la guita es afanada» (Un oso rojo, de Adrián Caetano) según Christian Petzold en Wolfsburg y en Die Beischlafdiebin. En Wolfsburg también hay una escena Carpenter, aquella en la que el protagonista rebasa con su auto a Nina Hoss de noche, que va en bicicleta y enrojece por las luces de posición traseras del vehículo. Una pesadillesca sensación parecida a la de Sam Neill en The Mouth of Madness acecha allí al espectador. Lo hitchcoquiano de la puesta en escena de Petzold carece de las aberraciones del director de Marnie. ¿Un Hitchcock (¿lo mismo que un Lang?) purificados (¿del goce espectacular, que es siempre explotación?) sociológicamente dan un Petzold?
Adalen 31 (Bo Widerberg, 1969) es una -o La- epopeya socialdemócreta -sueca- filmada con criterio impresionista. Por lo tanto la luz es tan fundamental como el tema, y el responsable de ella se llama Jörgen Persson. El camino de la serpiente (1986) muestra las condiciones de sometimiento previas. En la Suecia rural del siglo XIX una mujer queda viuda y las deudas acumuladas de su marido hacen que el comerciante se quede con su casa. De buenas a primeras está sola y sin propiedad. La moneda de cambio para la subsistencia es su cuerpo, que usufructúa, primero, el nuevo dueño, un viejo gordo, basto y barbudo. Una vez muerto, lo hará su hijo. Y aquí aparece el mejor villano que he visto en la historia del cine: Stellan Skarsgard, que haría más de uno en Hollywood. Hasta ahora, para mí lo era el personaje de Donald Sutherland en la operística Novecento. Pero este, por ser metódico y ocupar el centro de una representación naturalista, se vuelve insoportable. La película trabaja el tiempo como una materia absoluta, pesada, sin fisuras. Es el tiempo de la humillación que se extiende a toda una vida, abarca las generaciones anterior y posterior, y no tiene fin. El capital, como la hidra, no sólo parece sobrevivir a la mutilación física (aquí está el germen de Pelle, el conquistador), sino multiplicarse. En El buey (1991), de Sven Nyqvist, director de fotografía de Bergman, Tarkovsky y Polanski entre otros, Skarsgard es la víctima, en el mismo tiempo y el mismo lugar que la de Widerberg. El hambre como consecuencia física particular y concreta del funcionamiento de un sistema económico naturalizado por la sociedad y contra el que nadie se revela es el protagonista de ambas.
No es solamente la similitud de aquello que aparece en 45 años con lo que aparece en La cosa lo que sugiere algún tipo de unión entre ambas, sino también los ovejeros con que abren las dos películas.
Jueves 16 de junio: ¿A qué vino se van estas mañanas / que mojan con su sangre el corazón / de la miseria sin reparación? / Un hombre que confunde estrellas enanas / con soles, y que le teme a las ranas / se pregunta, insomne, por la función / de los días, por esa interrupción / regular de las noches. Cotidianas / olas de sal lo muerden. Saborea / el movimiento de esa insensatez / aparente, ya con la mansedumbre / organizada del agua en la marea. / El matarife acomoda la res / con ojos vacunados de costumbre.
Martes 14 de junio: Recién termino de bañarme y me pongo a dar vueltas en el departamento. En un rato daré una clase, pero todavía no salgo a la calle para no chupar frío. Voy a esperar que el pelo se seque. «Empezó el retiro», pienso con ánimo viscoso o, más bien, con las últimas ondas del eco de un ánimo. Agarro un libro que otras veces no me dijo nada y de repente, sin embargo, escucho: «Todo lo digo ahora: / yo quiero caminar en el ocaso / picada adentro y puro». El poema le da de nuevo palabras a lo que no las tenía, zurce el vacío hasta nuevo aviso. Porque el vacío debajo de los puntos emite señales cada vez que la herida está por abrirse otra vez. Gratuitamente, pues nada puede -ni acaso deba- hacerse para evitar esa sustracción a la utilidad de los días que ellos mismos propician por alguna razón que, las más de las veces, preferimos negar porque le tenemos miedo a ese abismo chico entre la piel. Aunque es justamente allí donde nos encontramos. Sigo leyendo el poema y me acaricia el color de una película que vi hace pocos días: «Todo el monte era verde, bien verde. / Un verde largo y tierno bajo la lluvia». Los versos de Manuel J. Castilla le insuflan alma al Eastmancolor de Esta tierra mía, lo mismo que la mirada de Pavlotzky, Borrás, Muñoz, Del Carril y acaso también Soffici al trabajo, la tierra, los cuerpos y la lucha. Recuerdo que agarré este mismo libro un par de veces antes y no me me movió un pelo. Entonces me recuerdo que el poema, como nada cuenta, revela a veces el alma de quien lo escribe al que lee con la suya dispuesta. Y esa brevísima, a menudo improbable, reunión me emociona y devuelve al olvido cotidiano. Otros versos de Castilla son ahora momentáneamente míos y los escando de acuerdo a la necesidad de mi aliento: «en mi barba se mueve tu corazón / como un humo levísimo / y como un sueño que anda / me fundo en el crepúsculo». Pero ya no sé de qué yo son estos otros:
En el aire, como invisible cosa / anda, de modo tal que si una herida / le está quitando puntos a su vida / nadie se entera. Nada lo destroza / porque todo lo atraviesa. Vestida / de transparente virtud su alma goza / todos los cuerpos aunque no la roza / ninguno, y guarda lo que dilapida. / No han faltado quienes propusieron / ponerle nombre a esa especie desnuda / de sustancia, materia y dirección. / Encontraron tantos que todos vieron / al fin, y sin la más mínima duda, / la imagen de su propia decepción.
Lunes 13 de junio: A Femme Fatale conviene combinarla con la Parte I de «Los cristales del tiempo», en La imagen-tiempo, de Gilles Deleuze, que termina hablando del dinero en el cine. Dentro de ese fabuloso reinado de los dobles que es la película, aparecen un botín de diamantes, el cine-arte como institución, el festival de Cannes, la oposición este-oeste, en la que reverbera el cine soviético y el de los países socialistas, la virtualidad y una configuración política binaria del mundo contemporánea de los inicios de Brian De Palma en el cine tan fundamental para entenderlo y ampliar el goce -que en él es simultánea y deliberadamente estético y político- como la de Dionisos-Apolo. Creo que también estaría bueno acercarse a la película con alguno de los relatos románticos y alucinados de Gerard de Nerval en los que la dimensión de ciertas mujeres -Silvia, Aurelia- era inconmensurable.
Domingo 12 de junio: En February el género es un punto de partida. Su director, como el de It follows, es un formalista. Los encuadres son, sobre todo, parciales, y esa parcialidad le otorga filo al marco, entidad al fuera de campo, inquietud e incluso imaginación a la mirada. Habrá que ver si el responsable de esto filmó algo antes y estar atentos a lo que filme después.
Sábado 11 de junio: Las películas de Adam Curtis se consiguen con subtítulos en castellano. Mucho de lo que pensamos del mundo -y en buena medida del cine- están en ellas, y mucho de ello explica el siniestro momento político del país, inserto ahora peor que nunca en el escenario geopolítico global. Son claras y creativas a la vez, con un montaje digno de la escuela soviética, y musicalización significativa. En It Felt like a Kiss, el uso de las películas con Rock Hudson y Doris Day para contar los 60 años de cultura pop angloamericana y su relación con el Sida, la Guerra Fría, el neoliberalismo, Oriente Medio o la caída de las Torres es tan fabulosa que encuentra y resignifica un fotograma tan originalmente banal como el que acompaña este texto. The Trap: What Happened to our dream of freedom, expone y explica de qué manera «la teoría de los juegos» -postulada por el esquizofrénico John Nash, pasteurizado en Una mente brillante- que presupone un individuo puramente egoísta y la racionalidad matemática como medida de todas las cosas, se ha extendido desde la Guerra Fría a las ciencias sociales (sobre todo, la psiquiatría) y terminó derivando en la suplantación en el poder de la política por la ciencia económica. El diagnóstico y la argumentación de Curtis son convincentes; la exposición es clara y la forma es entretenida.
Viernes 10 de junio: Jorge, el personaje de Campi, es una de las creaciones más fabulosas que conozco. Como muchas otras, no tiene película que lo despliegue. Es el burgués pequeño, pequeño argentino. La relación que tiene con su carterita rectangular, esa donde los hombres de antes llevaban los documentos, los papeles del auto y otras cosas misteriosas y prosaicas, que apoya siempre sobre la mesa a la que se sienta, es la misma que Sordi mantenía con su valija marrón de eterno empleado público. La campera celeste del mundial 78 con el 10 de Kempes en la espalda lo fecha para siempre. Y del otro lado de la cámara, el gran personaje oculto de la vida de este hombre: Martita, su mujer, vale decir la esposa, oculta a nuestra vista pero autora de lo que vemos. Y Mar del Plata, por supuesto, «la feliz», es el más idóneo de sus escenarios (emitido en Peligro Sin Codificar, uno de los mejores programas cómicos de la historia de la televisión argentina). Dan unas ganas inmensas de llorar en medio de la risa.
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«La verdad es un agujero en el sentido» le voy a contestar eso al primer sofista que me interpele. Gracias!