Una pija en la garganta es la imagen central de Los 8 más odiados. No en la boca sino en la garganta, hasta la garganta (en Bastardos sin gloria ya había transmutado la boca en culo y el puño en pija). No hay placer ni consenso en ello, pura y dura violación oral. Y la mirada del espectador no está en la pija sino en la garganta horadada.
Otra garganta víctima es la de Kurt Russell, envenenada por el café, arma líquida y, gracias al color asignado, helada. Tanto la cafetera -con que la mujer servía justo antes de la aparición en llamas del monstruo en la cosa de Hawks- como la diagonal de luz que señala su ubicación y proviene del sector donde se encuentra quien verterá el veneno en ella son azules, y azul fue el color que cayó del giallo en La cosa (1982) para que John Carpenter pintara las armas con él.
“La náusea no está en mí; la siento allí, en la pared, en los tirantes, en todas partes a mi alrededor. Es una sola cosa con el café, soy yo quien está en ella.” [1]
Al final de la película una soga dejará sin aire en la garganta a Jennifer Jason Leigh [2], para entonces la más joven de todos los personajes gracias al aniñamiento provocado por la aparición de su hermano, a sus aires de nena traviesa, a su depalmiana sangre de adolescente recién hecha mujer, a sus alas últimas.
Igualmente joven y peligroso era también el asesino del hijo de Alberto Sordi cuya garganta queda sin aliento al final de Un burgués pequeño, pequeño; la cara roja como la de Daisy Domergue, el cuello herido por el alambre que lo asfixia hasta el esputo sangrante. Formas espúreas de la Ley y el orden en el contracampo, incertidumbre social.
El uso –cuánto más elaborado, peor- de la palabra vuelve victimarios a todos (pero John Ruth, como afirma Nuria Silva, no es uno de los ocho entre otras cosas por su escasa elocuencia; la distinción no es absolutamente elogiosa: su observación de la Ley adolece de la misma conveniencia, consciente o inconsciente, que alienta la condena moral por parte de muchos críticos [3] hacia una película que actualiza como pocas el malestar en la cultura), incluso cuando se las canta.
“Existe un cierto malestar en la lingüística respecto de las onomatopeyas. (…) El motivo por el que se las desconoce, o se las niega, es el mismo por el cual se reniega del cuerpo, de nuestro componente animal, y se lo oculta. (…) Las palabras, como nuestros cuerpos, se resisten y hacen ruidos. (…) Están hechas de aire rudamente modulado por la garganta, los dientes, la lengua (…).” [4]
Si no hubiera tiros, mercenarios, diligencias y revólveres Los 8 más odiados sería una de Bergman: Ingmar Bergman. Las preocupaciones culturales del sueco perduran, actualizadas, en la de Tarantino. El presente es su pústula. Ya no hay esperanza religiosa, estética o política –aunque sí diagnósticos en la puesta en escena- que contrarreste su vejación, como no quedaba futuro vivo en la película de Mario Monicelli (para la commedia all’italiana, pero acaso también para el cine italiano y moderno, si pensamos en las dos alusiones al asesinato de Pier Paolo Pasolini que contiene Un burgués pequeño, pequeño, o del cine todo tal como lo conocimos ante el imperio del audiovisual) tras las muertes de los dos jóvenes protagonistas.
No hay lugar ya, si no para lo sagrado, siquiera para la creencia institucionalizada, sea en la democracia liberal o en la religión cristiana. La cruz, signo habitual en el cine de Carpenter, cae de rodillas delante de todos ante eso que no puede ser más que la cosa:
“La cosa es lo que conocemos por fuera, lo que nos es dado como realidad física (en el límite de la comodidad y disponible sin reserva). No podemos penetrar la cosa y el único sentido que ella tiene son sus cualidades materiales apropiadas o no para alguna utilidad, entendida en el sentido productivo de la palabra. (…) Objeto reducido a la inercia, (…) encadenamiento de acciones eficaces (…), el primado y la autonomía de la mercancía. ” [5]
El propio “mercado” está generando algunos de sus más problemáticos comentarios, excrecencias si se quiere, como esta película o El lobo de Wall Street, cuyos discursos no pueden sino inscribirse en el de la negatividad, habida cuenta de que aquel ha usurpado y vaciado/viciado todos los edificantes.
Los discursos cinematográficos que no vengan de los centros de poder mercantiles sólo pueden ser lúcidos en tanto se midan o refieran a ellos, y eso no puede suceder sin que nos ensucien y contaminen poniendo en evidencia la crudeza física de las consecuencias de su funcionamiento, como hace The Act of Killing al investigar la relación entre espectáculo y capitalismo genocida apropiándose de la representación y deconstruyéndola para luego reconstruirla, parcialmente y con el signo invertido o, más bien, abierto a una ambigüedad que ni siquiera nos exculpa.
En el clímax de esa película capital de este siglo, firmada por Joshua Oppenheimer, el sicario encargado de asesinar con sus propias manos a más de mil personas, en cierta medida también un inocente, siente la necesidad de vomitar pero no tiene qué.
El despojo humano en que ha sido convertido es análogo al vaciamiento económico y cultural de su país por parte de otros. Imitando a las estrellas del cine estadounidense ejecutó unos sacrificios inútiles, ya sin el sentido arcaico y religioso que pudieron tener otros de su región si es que los hubo, que no levantaron templos sino shoppings y que en vez de alimentar a los dioses engordaron a una minúscula élite local y global.
Lo intolerable de esta desigualdad es que se pretende racional. ¿Cómo existir sabiendo, y sin reaccionar, que las 80 personas más ricas del planeta acumulan casi tanta riqueza como los 3.500 millones que conforman la mitad de la población mundial, si no vaciándose, negándose a uno mismo ante la evidencia de que ya no hay siquiera construcción metafísica que la sostenga, sacrificando el espíritu en el altar económico, desanimándose?
Ese sujeto vaciado de espíritu acaso tenga su representación masiva sobresaliente en el zombi, que es posible vislumbrar, como en un cuadro de figuración difusa, en la escena de Django sin cadenas en que los esclavos caminan con los grilletes puestos hasta donde está el transportista. Pero incluso en el ámbito de la imaginación que esa figura preside, ¿cuántos se permiten lo que George Romero en Tierra de los muertos? Mueren millones de personas en las fantasías catastróficas y superyoicas del mainstream pero se cuentan con los dedos de una mano los CEO asesinados en la pantalla (Paul Verhoeven se dio el gusto en RoboCop). Ni ese resarcimiento simbólico circula, aunque mucho mejores son las acciones políticas concretas, como la creación en nuestro país de la Comisión Bicameral de Identificación de las Complicidades Económicas durante la última dictadura militar.
«Cuanto mayor es la violencia del sistema sobre sus miembros, mayor debe ser el intento de dominar la creciente violencia individual que a cada uno le queda como único camino. (…) La agresión retorna a su manera, y el sistema, que logró aparentemente desviarla de sí mismo, no puede evitar que brote, sin sentido, en la oposición de persona a persona. Los destinatarios de este precepto no son los dueños de la agresión (el poder real de la represión económica, policial y militar), del poder continuamente ejercido: los destinatarios de la norma del amor son los dominados.» [6]
Si Bataille estaba en lo cierto y la fiesta es una de las posibilidades de lo sagrado, conviene buscarla incluso en Los 8 más odiados, la película menos festiva de Tarantino, pero lo que está pasando -y no me refiero sólo ni acaso fundamentalmente al paso del tiempo- es tan grosero que hasta alguien como él ya no se ríe tanto como -o con la misma inconsciente y parcialmente liberadora irresponsabilidad de- antes. Quizás haya sentido como nunca que la risa también puede ser una mueca del poder; la diversión, un artículo suntuario; y la alegría, cuando el abuso racionalizado es la norma, un bien imprescindible pero obscenamente escaso.
[1] Jean-Paul Sartre, La náusea.
[2] Su padre, Vic Morrow, ya había perdido la cabeza durante la filmación de un episodio dirigido por John Landis de la producción de Steven Spielberg Twilight Zone. No fue el único. Según John Baxter, en su Biografía no autorizada de Steven Spielberg, “Folsey y Landis decidieron tomar la vía ilegal y contrataron a Renee Chen, de seis años de edad, y a Myca Dinh Le, de siete, por 500 dólares en metálico para cada uno, y fecharon el rodaje para finales de julio. (…) Mientras Vic Morrow y los dos niños luchaban por mantenerse a flote en las aguas superficiales del lago, el helicóptero se estrelló encima de ellos. Ree Chen murió aplastada por una de las bases del aparato y, mientras el motor se hundía, las hélices decapitaron a Morrow y Myca Dinh Le. (…) En abril de 1983 (Steven Spielberg) declaró a Los Angeles Times: ‘No vale la pena morir por ninguna película. Creo que ahora la gente se resiste mucho más que nunca a los productores y directores que exigen demasiado. Si algo no es seguro, es el derecho y responsabilidad de cada actor y miembro del equipo a vociferar: ‘¡corten!’. (…) Los padres de los dos niños muertos, al igual que las hijas de Vic Morrow, mencionaron el nombre de Spielberg durante el juicio, pero los eficaces abogados de la Warner bloquearon las acusaciones y finalmente resolvieron la disputa extrajudicialmente”. (Las cursivas son del autor de esta crítica).
[3] «No faltan quienes, por ignorancia o limitación espiritual, sienten rechazo hacia estos fenómenos como si se tratase de una enfermedad contagiosa; y confiados plenamente en su propia salud, se refieren a ellos con ironía o los contemplan con piedad.» (Friedrich Nietzche, El origen de la tragedia)
[4] Ivonne Bordelois, Etimología de las pasiones.
[5] Georges Bataille, La parte maldita.
[6] León Rozitchner, Freud y los límites del individualismo burgués.
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