Transparente y asombrosa, The Act of Killing empieza con planos fijos de dos naturalezas distintas de representación, aunque una de ellas oculta su condición de tal, sobre los que se imprimen unos textos. Estos nos informan que durante 1965 y 1966, el estado indonesio fue responsable de un genocidio de comunistas y ‘comunistas’, acusación que cayó también sobre opositores al gobierno o sospechosos de serlo, sindicalistas, granjeros, chinos y quien quiera que se transformara en blanco del poder institucional o de las ganas de violar y matar individuales de soldados, policías, militares y gangsters. Estos últimos no dejan de legitimarse y ser legitimados por sí mismos y por el gobierno toda vez que, quien pronuncia el término, de inmediato afirma que la etimología inglesa indica que su significado es el de ‘hombres libres’.
Uno de ellos, Anwar Congo, alto, flaco y septuagenario, es el protagonista, y anda siempre acompañado por otro sicario gordo que varias veces aparecerá disfrazado de mujer, dúo cómico involuntario y acaso más siniestro que cualquier otro que hayamos conocido a través del cine por estar arrancado del seno de lo real. Anwar asesinó a más o menos 1000 personas, si le creemos a quien calcula eso en cámara, de las dos millones y medio de víctimas del régimen indonesio apoyado por EE.UU. Los realizadores conocieron a Congo y se ganaron su confianza. La película es el resultado de esa relación y de la puesta en escena de algunos episodios importantes de su vida que giran alrededor del crimen, efectuada según los códigos de representación de los subproductos baratos de género y las indicaciones de los perpetradores del genocidio, que actúan en el papel de sí mismos, pero también en el de las víctimas.
Uno de los aspectos centrales de la película consiste en observar de qué manera el cine dio forma a la manera de pensar y actuar de este fanático de Hollywood que se vestía y movía a imagen y semejanza de los héroes y antihéroes de las películas que miraba, y que ahora es filmado actuando en escenas que amalgaman la estética trash y auto paródica resultante de la incapacidad asumida de alcanzar los estándares técnicos del mainstream (ejemplos de lo cual hay en todas partes del mundo y también aquí, como lo prueban, con resultados dispares, desde las películas de Farsa Producciones hasta Diablo), y un marcado pensamiento mágico que, en algunos países (estoy pensando en Nollywood, el conglomerado nigeriano de producción de películas) resulta apenas enmascarado por los antifaces del cine de género.
Quizás lo más incómodo de esta película sea que pone a prueba nuestra capacidad de disociación instrumental. Nunca nos permite olvidar que estamos ante un asesino serial gubernamentalmente legalizado, pero también nos pasa lo que con cualquier personaje de ficción. Vamos y venimos de nosotros a él y viceversa, más aún cuando percibimos lo elemental de sus mecanismos psicológicos, y hasta el modo prístino en que habla su cuerpo. En el final, un fuera de campo culposo como pocos, y hasta potencialmente sobrenatural desde la perspectiva del personaje, se materializa como la imposibilidad de un cuerpo para dar respuestas –no ya soluciones- a un sujeto inexistente y funcional a mecanismos socioculturales abrumadores.
¿Alguna vez necesitó imperiosamente vomitar sin conseguirlo? Ese recuerdo sensible da la pauta de lo experimentado en la mencionada secuencia, no así en el resto de la película, seguramente incómoda, pero no repulsiva (salvo en un par de recreaciones nada naturalistas), entre otras razones por la patente humanidad del personaje. Esto implica aceptar sin escándalo que lo humano incluye los impulsos asesinos y vejatorios, así como la morbosidad, en tanto deseo vicario de experimentar la concreción de aquellos, o gozar de su percepción, o alentar a través de esta el acceso a formas de alteridad no tan radicales como parecería deseable suponer. Qué descubro de mí –antes que de Indonesia- a través de Anwar Congo, es la cuestión planteada por Joshua Oppenheimer y manifiesta cada vez que Congo lo llama familiarmente Josh. Descubro, en todo caso, la crueldad que constituye lo humano.
Esa confianza del personaje en el realizador es la que permite que se quiebre en cámara después de ver las representaciones fílmicas de los asesinatos actuadas por él mismo y fundamentales para plantar las semillas de una conciencia personal. Como el Ricardo III de Shakespeare, Congo sufre pesadillas que, primero, atribuye al acoso de los fantasmas de las víctimas, para devenir tímidamente luego en la abstracción del pecado, pero Anwar dista mucho de ocupar lo más alto de una cadena de mando real o pseudo democrática. Asquea todavía más ver a compañeros de generación ocupando cargos públicos y consumiendo en shoppings incrustados en una cultura ajena a su lugar de origen, monumentales espejos de colores del capitalismo occidental desaforado.
No hay reivindicación alguna de Anwar, sino la constatación de una permeabilidad superior a la de todos aquellos que no sólo mataron tanto como él, sino que gracias a ello consiguieron una posición socioeconómico prominente (y de sus cómplices tácitos, encarnados en la esposa e hija adolescente de uno de ellos que salen de compras al estilo menemista y miamiero de tantos argentinos, caricatura de otros muchos que hacen lo mismo, pero en otros sitios y con estilo) y actuarían prestamente contra cualquier indicio eventual de cambio que pusiera en peligro tan despreciable estatus. Congo, en cambio, aún sin siquiera sospecharlo, se somete a un psicodrama y, a lo largo de la película, vamos viendo los efectos graduales, poderosos y tal vez irreversibles del proceso, que consisten en la adquisición de una conciencia, esa misma que el gordo no tendrá nunca y que un tercero (esposo y padre de las mujeres mencionadas) tiene por demás, pertrechada de poderosos mecanismos de negación.
Este último es quien, luego de protagonizar la filmación de una escena de tortura en la que interviene, sin que lo supieran de antemano, el hijo de una de las víctimas de entonces, advierte a los demás sobre la inconveniencia histórica de lo que están filmando. También es quien le recomienda a Congo un ‘neurólogo’, ‘psiquiatra’ o ‘especialista en nervios’ para que encuentre la justificación adecuada que ahuyente la culpa, y el mismo que equipara sus crímenes a los de George Bush. La responsabilidad fáustica, directa y devastadora del capitalismo occidental, principal promotor de la sociedad del espectáculo global, es uno de los ejes de la película, que la expone con claridad y sutileza en uno de los planos fijos sobre el que se imprimen los textos al comienzo; en el recorrido a pie de Congo desde un cine hasta la terraza de enfrente en la que mataba periódicamente; en la aparición del director del diario cuya concepción del periodismo consistía en decidir quién era ‘comunista’ de acuerdo a la información disponible y ejerce un periodismo acrítico; en la sujeción del estado a los flujos de capital, expuesta por el paisaje arquitectónico del centro de compras; en el fragmento de un discurso de Obama, uno entre otros sugestivos usos de las transmisiones televisivas.
La concepción heroica del agresor estandarizada por el espectáculo cinematográfico, estadounidense en particular, así como el discurso monolítico de la sexualidad, es puesta en tensión por al menos dos decisiones de la película: el plano final del hombre solo yéndose de espaldas a la cámara (donde se lee ‘hombre’ y antes, o en otras películas, se leía ‘héroe’, vale decir ‘arquetipo’, por más fragilidad antiheroica que podamos ver, por ejemplo, en Más corazón que odio y otros magníficos clásicos, aquí debe leerse ‘genocida’ sin por eso dejar de leer ‘hombre’), y el color rosa del sombrero de cowboy de Anwar Congo en los estáticos planos también usados para el afiche, en los que el protagonista vestido de frac y su compañero travestido, ambos rodeados de bailarinas, son a los musicales de Hollywood lo que Massina y Mastroianni eran a Rogers y Astaire en Ginger y Fred de Fellini.
Anwar Congo se suma a Sabzian como uno de los reflejos más lúcidos -vale decir brutales- que ha dado el cine de la figura del espectador, en buena medida porque tanto The Act of Killing como Primer plano hacen de la pantalla una especie de espejo en el que los primeros planos no devuelven solamente una cara, sino una persona o su ausencia, y las representaciones ponen en abismo al ser (de Congo –que actúa y revisa lo actuado- y del que mira, instalado en un lugar de continua reflexión, en un laberinto de espejos cinematográfico que resulta ético) y a la historia. Si Sabzian era el espectador –cinéfilo en ese caso tan particular- en tanto padeciente –le pedía a Kiarostami que filmara su sufrimiento- y víctima, Congo es un (¿representante del?) espectador –consumista acrítico de mainstreamen su caso- en tanto victimario y asesino que pasa del cine el acto sin solución de continuidad e interviene en lo real físico sojuzgando los cuerpos.
Al margen de que el iraní sólo se hizo pasar durante algunas semanas por director de cine ante una familia a la que apenas le pidió plata para un taxi, y el indonesio, en cambio, es un fuera de la ley, blanqueado por la república, que asesinó ciudadanos a mansalva, ambos son máscaras del discurso acerca del poder –volitivo, estatal, capitalista, cinematográfico- y sus efectos en el sujeto elaborado por las películas. El ‘acto’ en cuestión es tanto acción como representación, hecho y performance, a tal punto que la mirada del espectador se amplía en vez de dividirse, siempre y cuando no sea la de aquellos dispuestos a hacer lo que sea para que el mundo se amolde a la foto fija que decidieron conservar de él.
The Act of Killing, Dinamarca / Noruega / Reino Unido / Suecia / Finlandia, 2012), de Joshua Oppenheimer, Christine Cinn y Anónimo, c/Anwar Congo, 115’.
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