12’14: Los cuatro esclavos que Waltz libera pero no se lleva consigo avanzan hacia el traficante atrapado debajo del caballo muerto. Uno de ellos tiene el rifle que Waltz le dio y el resto agarra palos del suelo. Todavía con grilletes en los pies, caminan como lo hacen los zombis, gran monstruo marxista del cine de terror. La viscosa sangre que salta como un surtidor del cuerpo del traficante al que disparan confirma el momentáneo desplazamiento de género.
31’25: El terrateniente no sabe cómo explicarle a la esclava el estatuto del personaje de Jaime Foxx. Acepta tratarlo como a un hombre libre porque quiere hacer negocios con Waltz, pero no acepta tratarlo como a un blanco, vale decir, como a un igual. Entonces encuentra la solución tratándolo como a Jerry, un chico del pueblo cuya madre trabaja en una casa maderera, empleado de un fabricante de vidrios. La condición de esclavo como precedente de la del trabajador explotado por el capitalista ocioso, en un escena cuya naturaleza de tránsito social, cultural y político está dada por la elección de la escalera como escenario.
36’01: Foxx llega hasta donde tres capataces están a punto de azotar a una esclava negra atada contra un árbol. La música, el plano general en contrapicado, el acercamiento de la cámara, la brisa que mueve las ramas de un sauce y la información sobre el pasado de Foxx construyen una estampa épica a pesar del ridículo traje azul del personaje. Pero es justamente esa discordancia lo que le da potencia dramática a la situación e impide fijarla del todo en la nebulosa idealista. Justo antes de que Foxx mate por primera vez, hay un plano en el que la esclava atada contra el árbol en la mitad derecha del plano mira hacia la otra mitad. En profundidad de campo hay un espejo que refleja la figura sin cabeza de Foxx. En los alrededores de ese plano hay un fabuloso falso raccord que nos lleva de un primer plano de la negra mirando lo que sólo puede ser la imagen de Foxx en ese espejo, a un plano americano del personaje que, aunque de carne y hueso, ya se carga para nosotros de la representación  imaginaria de esa mujer que está imposibilitada de verlo directamente. Después también hay un plano detalle de flores de algodón salpicadas por la sangre de un esclavista que recuerda la lírica violenta del cine japonés.
1’25’’57: Lo primero que vemos de Samuel L. Jackson es su mano. ¿Qué está haciendo? Firmando un cheque del Banco de Mississippi a nombre de Calvin Candie, su amo. Al ser una secuencia de montaje en la que una juguetona melodía marcial amalgama la llegada de Di Caprio, Foxx y Waltz a la plantación con el recibimiento del perplejo e irritado Jackson, a quien todavía no conocemos, ese plano detalle puede ser fácilmente olvidado. Sin embargo, allí está declarada, desde la mismísima primera aparición parcial, su condición de verdadero amo por sobre la figura nominal e infantil de Di Caprio. Cuando Jackson enfrente a Foxx cerca del final de la película y arroje confiado el bastón con que actuaba una condición de víctima que no era tal, caminando sin la más mínima dificultad en ninguna de sus piernas, demostrará que ese bastón no era de apoyo, sino de mando, y que ese bastón era una máscara, único medio de acceder al poder en un orden que se lo negaba desde la concepción.
2’11’’01: Si el cine clásico hizo del apretón de manos un signo del pacto inquebrantable entre hombres que no necesitaban más que dar su palabra y rubricar simbólicamente su voluntad a través de ese contacto físico, en las películas de Tarantino el apretón de manos es a menudo  un gesto traicionero, razón por la que Waltz le niega la suya a Di Caprio, y las transacciones comerciales, así como la firma de acuerdos legales y la exhibición de documentos, ocupan un lugar preponderante. En una de las primeras escenas, Waltz desbarata la posibilidad del duelo tirando a quemarropa contra el policía, saliendo con las manos en alto y esgrimiendo una orden de detención emitida por el gobierno. No hay lugar para la mistificación épica.
Cuando Waltz asesina a Di Caprio en vez de ceder a su deseo de estrecharse las manos, justo después de haber mirado opaca y fijamente a Foxx como despidiéndose, sucede lo que Octavio Paz escribió hace años acerca de una escena de Los olvidados, de Buñuel: “La vieja fatalidad vuelve a funcionar, sólo que despojada de sus atributos sobrenaturales: ahora nos enfrentamos a una fatalidad social y psicológica. O, para emplear la palabra mágica de nuestro tiempo, el nuevo fetiche intelectual: una fatalidad histórica. No basta, sin embargo, con que la sociedad, la historia o las circunstancias se muestren hostiles a los héroes; para que la catástrofe se produzca es necesario que esos determinantes coincidan con la voluntad de los hombres. Pedro lucha contra el azar, contra su mala suerte o mala sombra, encarnada en el Jaibo; cuando, cercado, la acepta y la afronta, transforma la fatalidad en destino. Muere, pero hace suya su muerte. El choque entre la conciencia humana y la fatalidad externa constituye la esencia del acto trágico. Buñuel ha descubierto esta ambigüedad fundamental: sin la complicidad humana el destino no se cumple y la tragedia es imposible. La fatalidad ostenta la máscara de la libertad; ésta, la del destino.»

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