En una encorsetada oración Jane Austen plantea, en el comienzo de Pride and Prejudice (1813), el escenario de limitaciones, convenciones y prejuicios que cimentaron durante el período británico de la Regencia el papel de la mujer y el carácter íntimo de un drama burgués, el de la organización social por medio de las relaciones afectivas: “Es una verdad universalmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa”. ¿Con qué interés puede ser retomado este registro nítido, hasta cierto punto documental, de las transformaciones culturales de una época, de la observación y estudio del deseo como una fuerza que organiza un trayecto novedoso de los sentidos y de los sentimientos? Las adaptaciones cinematográficas de la novela son respetuosas del clásico y con mayor o menor medida logran imprimir la emergencia de un orden de los sentimientos que crece conforme se expande la voracidad colonialista británica. El pueblo de Meryton quedó, en efecto, para siempre grabado como un mundo en repliegue en el que discurren por igual animales de corral y las inocentes chicas Bennet contra la opulencia fruncida de Netherfield Park. La crítica social como huella de las relaciones que se van ensamblando entre las capas sociales en el conflicto de la salida al mundo de las cinco hermanas Bennet, sin embargo, es uno de los ejes con los que se pueden cotejar las transposiciones de Robert Z. Leonard (1940) y la de Joe Wright (2006) en el cine, y la puntillosa miniserie de Simon Langton (1995). Por otra parte, la idea de saturar o de alterar elementos organizadores del conflicto, ya sea que se lo sitúe en otro ámbito y época, como en la India en tiempos de la globalización (Bride and Prejudice, Gurinder Chadha, 2004), o que se trate de una reescritura que sustituye la integridad de los personajes de Austen por otras inquietudes y ansiedades, como las de la antiheroína consciente Bridget Jones (Bridget Jones´s Diary, Sharon Maguire, 2001), es también evidente el interés de llevar al cine analogías, adaptaciones libres del conflicto Meryton-Netherfield Park.
En el caso de la película de Burr Steers, basada en una doble adaptación de Austen y de Seth Grahame-Smith (Pride and Prejudice and Zombies, 2006), el tratamiento es diferente. La publicación de un mash-up, un pastiche literario que cruza dos universos disímiles a instancias de un editor (en este caso Jason Rekulak), es producto de haber “estudiado” los intereses de los lectores jóvenes de novelas clásicas. Al parecer, según estadísticas, quienes disfrutan de la narrativa del XIX también se muestran interesados por productos de la cultura popular como zombis, alienígenas, ninjas y otras rarezas. Un bosquejo de prueba publicado en dominio público muestra la intervención efectiva (y monstruosa) de la novela de Austen; la adaptación suprime fragmentos y vandaliza la gran novela de Austen en un 70%. Grahame-Smith se refirió al procedimiento de expansión del universo Austen como “microcirugía”. No es necesario aclarar que se puede imputar al autor por mala praxis: la primera oración de la novela no tiene atenuantes: “Es una verdad universalmente aceptada que un zombi en posesión de cerebros debe conseguir más cerebros”.
Como con cualquier manufactura, se anunció seguidamente una llamativa producción gráfica y poco después el lanzamiento editorial ubicó la novela en un lugar privilegiado en las listas de ventas. A la edición ilustrada le siguió el proyecto de una novela gráfica a cargo de Tony Lee y de una interpretación virtuosa, casi cinematográfica, del dibujante Cliff Richards. Curiosamente, por medio del lenguaje del cómic el material se ubica en una clave canónica y encuentra un terreno fértil para su resignificación, conservando, a la par, los matices críticos de la sociedad georgiana de Austen. Para entonces Natalie Portman, conocida fan de Jane Austen, decide apropiarse del proyecto de una adaptación cinematográfica, de su producción y del rol de Elizabeth Bennet. Sin embargo, en los últimos años el proyecto, maldito como el ménage à trois que ideara Laurence Olivier (como Darcy) con Vivien Leigh (como Elizabeth) bajo la dirección de George Cukor y que tras sucesivos traspiés concluye con Greer Garson como la rústica Elizabeth y con Leonard como director, se desploma después de varios años de vaivenes junto con el director elegido: David O. Russell. Meses después Portman abandona el proyecto, que es revivido periódicamente por la productora Lionsgate, confiada en el éxito de la novela de Grahame-Smith. Tentaron así sin suerte a Mike Newell y Matt Reeves, y más tarde Mike White firmó un contrato que rompió al poco tiempo. Craig Gillespie se hizo cargo del trabajo, pero por poco tiempo (imaginamos que para entonces ni hacía falta comunicar la renuncia). Recién cuando Burr Steers tomó el mando el proyecto se volvió consistente. Vale la pena mencionar un objetivo que Steers se propuso y que en buena medida logra: “reinsertar todo lo que de Orgullo y prejuicio latiera” (Entertainment Weekly, octubre 2014) en el plot original. Comparado con la presión de los editores del cómic, que exigían muchos más zombis que en los bosquejos de Lee y Richards, la nueva cirugía de Steers ensambla “innombrables” por doquier, pero al mismo tiempo restituye la relación de Elizabeth Bennet (Lily James) y Fitzwilliam Darcy (Sam Reily) a un sitio predominante. Ambos, a la par que expertos exterminadores de las horribles criaturas, arrastran consigo las patologías de su sociedad, en particular la vanidad, la codicia, el tedio y cierta vileza.
El racconto de los orígenes de la plaga zombi, que tendría su inicio en la peste negra, filmada en un hermoso plano secuencia con figuras de teatro de papel (“An Illustrated History of England, 1700-1800”), expone una estilización que a menudo desborda el estereotipo de la película de acción y terror, nutrida de abundantes planos figura en escenas de combate o de reiterados planos subjetivos para captar la perspectiva de las criaturas. La certidumbre de la convención, aunque no se ahorra el consabido desparramo de miembros, quebraduras de huesos y el continuo salpicar de sangre, resta efectividad dramática al conflicto de los cuerpos que se levantan de sus fosas y, en cambio, brinda relieve, por un lado, al apocalipsis capitalista -el régimen que se alimentó de la esclavitud y de la expoliación está infectado y su organización política está desmembrada- y, por el otro, al drama de los sentimientos reprimidos, que igualmente se pone en juego en el contraste del orgullo de Elizabeth y de los prejuicios del altanero Darcy. El giro político que aparece como un novedoso sustrato argumental muestra que los humillados, los infectados, los hambrientos, van a disputar el escenario público y van a sufrir una segunda muerte como carne de cañón del (improbable) proyecto político de George Wickham (Jack Huston). Si bien los zombis –como observa el Reverendo Collins- desarrollaron cierta inteligencia, quienes fueron primero desprovistos de alma pierden luego toda voluntad cuando, como masa, son conducidos a un último reducto humano donde deben librar una batalla definitiva en la Gran Barrera.
El malestar individual, la represión y las ciegas ambiciones que igualmente se despliegan, a pesar del desolador panorama de la caída del Parlamento y del Palacio de Buckingham, revelan que en la ínsula que resiste dentro de la isla del Reino Unido, los zombis son una nueva hegemonía, carcasas apenas de hombres, pero no más ciegos ni más enfermos que los atildados habitantes de los palacios y de las casas de la aristocracia rural. La sociedad asiste, jugando a las cartas, a su desintegración, pero también a la necrosis de un nuevo tejido que no es otra cosa que su mismo cuerpo degradado, desprovisto de atavíos. Tal como Wickham enseña a Elizabeth en Saint-Lazare, los zombis pueden adoptar una cierta urbanidad, pueden comulgar y controlar su apetito de carne humana. La enfermedad, nuevamente, puede servir para organizar la conducta y la división de tareas.
Si bien la película deliberadamente cae en situaciones convencionales, deja ver en la mixturación de géneros, en la tensión de los planos narrativos y en las correctas interpretaciones, la emergencia de síntomas verdaderos. Orgullo, prejuicio y zombis puede ser vista como una deformación del mundo de Jane Austen, una representación distorsionada de un mundo objetivamente enfermo en el que las mujeres emprenden, como lo quiso Austen hace más de doscientos años, un proceso de autoeducación de los sentimientos.
Orgullo, prejuicio y zombies (Estados Unidos/Inglaterra, 2016), de Burr Steers, c/ Lily James, Sam Riley, Jack Huston, Bella Heathcote, 108′.
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