Hay películas que podrían agruparse bajo el rótulo de curativas. No me refiero a que sean optimistas o positivas, que tengan finales felices o carezcan de violencia, o que estén fundamentalmente compuestas por imágenes aptas para todo público. Pueden tener algunas de estas características e incluso todas ellas, pero son, sobre todo, películas en las que el protagonista -siempre un avatar del héroe en la mayor parte del cine industrial- encarna algún tipo de diagnóstico psicopatológico en un contexto más o menos realista, dándole representación cinematográfica a una parte del público que puede llegar a compartir el diagnóstico o identificarse parcialmente con algunos o varios de sus síntomas. A veces el cuadro clínico es bastante claro, otras no lo es tanto, pero más allá de la precisión con que sean representadas sus características, en esta clase de películas mayoritariamente estadounidenses, lo que importa es la enunciación de algún tipo de diagnóstico que funciona simultáneamente como rótulo tranquilizador y orientación terapéutica (cuando también sirve como mecanismo de control entramos al terreno de un melodrama lúcido como Los amantes, de James Gray, o de una película política como El solista, de Joe Wright).
La inestabilidad mental es un signo de los tiempos y su clasificación clínica más o menos seria también lo es, a tal punto que el lenguaje popular incorporó una serie de términos propios de la psicología a su repertorio cotidiano. Supongo, incluso, que esto puede ser todavía más notorio en nuestro país, con su alta tasa de psicoterapeutas y de pacientes. El resto del mundo puede decir que tú y yo estamos locos, compatriota lector, y el interés de una película como Siete psicópatas, que pasó oscuramente por las pantallas de los cines argentinos hace pocas semanas, también residía en el hecho de que la condición psicopática funcionaba casi como un rasgo de identidad generalizado, como un código ontológico sustitutivo del existencialista. Mejor, imposible, de James L. Brooks, fue una película que brindaba la posibilidad de reconocimiento de sí mismo en la pantalla para muchos espectadores que no encontraban la manera de encajar ciertos rasgos y fobias dentro de las expectativas propias o ajenas acerca de la vida en sociedad o de comprender las causas de su malestar.
Creo que El lado luminoso de la vida es una película que se propone cumplir con esa función social antes que nada. Desde el principio sabemos que su protagonista se vio sometido a una situación traumática, está sometido a un tratamiento, menciona algún tipo de diagnóstico y episodios previos al hecho en cuestión, trata de reinsertarse en la vida cotidiana, lo que en este caso significa volver a vivir a la casa de los padres, así como de recuperar a su pareja o en su defecto iniciar otra relación. David O. Russell ya mostraba en The Fighter familias numerosas de clase trabajadora, gritonas y caóticas, barrios bajos, población interracial y otros tópicos en líneas generales ausentes de la mayoría de películas estadounidenses que se estrenan. Lo mismo hace acá y eso permite al menos un par de momentos hermosos y vitales, distintos al promedio, como el plano en cámara lenta de la barra multicultural de hinchas del mismo club tomando cerveza antes de entrar a la cancha, o aquellos en los que el padre despliega una cantidad de cábalas innumerables antes de ver un partido, pese a la nada convincente aunque bien intencionada actuación de Robert De Niro.
Si la cámara en mano nunca molesta del todo quizá sea porque hasta cierto punto está justificada por la inestabilidad más bien maniática del protagonista, pero sobre todo porque ya se ha vuelto un lugar común y entonces no sorprende a nadie que una película esté filmada sin un solo plano fijo. El ojo ya se acostumbró a ello y hoy es casi la norma. El leitmotiv de los personajes corriendo también ayuda a definirlos a ellos tanto como a la puesta en escena, y aquí es donde comienzo a sentir un cierto malestar con la película, por más buenas intenciones que le atribuyo. Funcionan bastante bien las entradas y salidas intempestivas en el cuadro de Jennifer Lawrence y más aún cuando nos enteramos bastante después por qué lo hace, pero así la película no se despega del uso de la movilidad excesiva como expresión del malestar psíquico del personaje y nos manipula del mismo modo en el que todos los que lo rodean, no proponiendo jamás una dimensión diferenciada de salud y otra de enfermedad.
Esa discriminación hubiera sido necesaria en tanto y en cuanto la película nos ha presentado algún tipo de diagnóstico y, por lo tanto, posibilidad de curación. Esta última instancia, sin embargo, sólo aparece ligada a lo que podríamos llamar ‘pensamiento mágico cinematográfico’, un tipo de resolución que depende menos de la lógica dramática propuesta inicialmente, en este caso psicoterapéutica en un contexto realista, que a la de los géneros cinematográficos en general y a la de la comedia romántica en particular, el más idealista y conservador de todos ellos. No es que la línea de acción médica seguida hasta entonces pareciera consistente, pues se basaba casi exclusivamente en recetar pastillas y recomendar pensamientos positivos, supongo que en línea con buena parte de las escuelas conductistas estadounidenses, pero la alternativa dada por la película se reduce a una readaptación al mismo medio ambiente que formó el carácter del protagonista, sin cambios relevantes en quienes lo rodean y con la inclusión de un personaje que funciona como extensión de ese mismo núcleo patológico. No puedo dejar de pensar a la acumulación final de clisés como una toma compulsiva de medicamentos que hacen desaparecer los síntomas pero no sólo no encaran el problema central sino que corren el riesgo de empeorar al espectador-paciente una vez que pase el efecto.
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