*El primer gesto de La zorra y la pampa (Rovere y Sánchez Ordóñez; 2024) es un anacronismo: un hombre tecleando en una vieja máquina de escribir en la oficina de una estación de trenes y dos personas que se asoman por la ventanilla para pedir un pasaje de Rosario hasta Espora, un servicio que no circula desde hace treinta años. Pero ese mismo gesto implica el comienzo de un viaje que no es literalmente geográfico, sino uno que tiene que ver con el pasado. Lo que importa en el recorrido que encaran es menos la recuperación de los lugares como espacios determinados –una serie de pueblos que van desde Pérez, la primera estación después de Rosario, hasta Plomer en la provincia de Buenos Aires, en donde los nombres aparecen apenas como señales para dar una mínima orientación-, que el encuentro con quienes los habitan y la relación que entablan de manera más o menos directa con el tren. El viaje entonces, es punto de partida y excusa, descubrimiento y afirmación: lo que encuentran es la forma en que aquello que constituyó el pasado se enquista en el presente como memoria, pero sobre todo como resistencia.

*El segundo gesto es llegarse a la estación Central Córdoba donde se encuentra la sede de la Asociación Amigos del Riel. Allí hay un esbozo de la resistencia iniciada antes del desguace de los ferrocarriles que empezó con las dictaduras de fines de los 60 y los 70 para llegar a su eclosión en el gobierno menemista de los 90. Los directores van hasta ellos a pedir ayuda para poder hacer el trayecto hasta Espora en una zorra ferroviaria. Esa decisión abrirá la puerta a dos de los elementos cruciales en los que se sostiene el relato del documental. Más que una imposibilidad –se podría haber recurrido a un grupo de amigos para emprender el viaje-, lo que se plantea es la existencia de un espíritu colectivo que se despliega a partir –y alrededor- de las vías. La utopía personal se transforma en hecho colectivo, no solo porque logra involucrar a otros, sino porque les propone recuperar un protagonismo que articula a través de las vías, lo local y lo regional. Cada tramo entre los pueblos es un proceso que va sumando a una totalidad. Pero además, subirse a la zorra es en sí mismo el gesto central de una participación que se sustenta en dos conceptos que el documental sostiene sin subrayados: la puesta en movimiento de algo como un hecho que requiere de a acción grupal y que queda simbolizado en que hay que hacer fuerza con los brazos entre varios, de manera sincrónica; y sobre todo, la solidaridad que implica la relación con el que se comparte el camino, con la invitación a subirse y participar. Más que la epopeya épica del viaje, lo que importa es juntar, unir a la gente detrás de un objetivo: llegar a un lugar juntos, haciendo fuerza.

*El otro elemento crucial aparece en la imagen, aparentemente casual, del trazado de las vías y trenes del ferromodelismo. Esa escena que parece banal y accesoria, es un prólogo necesario al otro elemento de peso del documental. Los Amigos del Riel ponen en funcionamiento esos pequeños trenes para que lo real entre en contacto con el juego –esa es la dualidad de los trencitos eléctricos. Es a partir de allí que el documental se centra en el espíritu del juego. Si la solidaridad se motoriza cada vez que, por ejemplo, es necesario reparar la zorra –lo que parece traer de nuevo a la vida plena a los ferroviarios: basta ver las caras de felicidad con que se ponen a trabajar-, el juego empieza con la zorra. La zorra es el juguete con el que los cineastas juegan a hacer el recorrido. También con el que juega cada uno de los que se suben a ella (y es maravilloso verla a Diana Bellessi exclamar que ese es el sueño de su vida y pedir que le regalen la zorra cuando termine la filmación). En el camino, esa zorra puesta sobre los rieles recuerda, desde lo visual, a los subibajas, con esos brazos que se mueven alternativamente hacia arriba y hacia abajo. O incluso, como dice una de las mujeres que sube en Pérez, “es como andar en una calesita”. Ya lo dice uno de los miembros de Amigos del Belgrano, para justificar el uso del ferrocar: ”Al tener la zorra jugábamos un poco a ser ferroviarios”. Subirse a la zorra es recuperar un espacio de lo infantil, algo lúdico en lo que todos se involucran por su propia voluntad. Todos juegan: los niños corren saludando, los adultos ponen en movimiento al juguete y los cineastas juegan además a hacer una película.

*Por esa razón, el final de la travesía pierde relevancia. Es solo llegar al punto final de un recorrido donde el valor reside en lo que se va encontrando en el camino. En términos del juego, no importa ganar, llegar a la meta, sino haber jugado compartiendo la experiencia con los otros. Con la poesía que habla sobre los rieles y las maestras que comparten una canción; con los médicos que trabajan en campamentos de salud y los músicos que cantan contra los agrotóxicos; con los bailarines de folklore y los ex ferroviarios que se debaten entre una pasión que nunca se agota y la tristeza de un mundo perdido. La zorra y la pampa releva más que el camino, aquello que lo hace posible: ese entramado de pueblos que en algún momento tuvieron su ebullición alrededor de la estación del tren. Y de paso, demuestra las posibilidades de la organización en las comunidades para utilizar lo que los gobiernos abandonan. Son ellos los que desbrozan los pastizales para descubrir que debajo siguen estado los rieles; los que empujan la zorra para ponerla en movimiento; los que avanzan hasta el pueblo siguiente. Los que, como los pueblos aborígenes del pasado, se lanzan a la aventura de viajar de un lugar al otro a partir de la libertad de andar y la necesidad de sumar a una idea para volverla parte de un colectivo.

La zorra y la pampa (Argentina, 2024). Guion y dirección: Leandro Rovere, Ignacio Sánchez Ordóñez. Fotografía: Patricio Carrogio.  Edición: Leandro Rovere. Elenco: Carlos Fernández Priotti, Ramón de las Navas, Diana Bellessi, Damián Verzeñazi, Asociación amigos del Belgrano.  Duración: 103 minutos.

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