Las casualidades hacen que me detenga en un cartel que hay en la vidriera de una zapatería. Está escrito en inglés y la traducción sería algo como “Dale a una mujer el zapato correcto y conquistará el mundo”. El cartel no es más que un anuncio que se despega de una marca comercial específica, con la pretensión de afirmarse en la esfera de los valores. Solo se trata de ver en dónde puede estar la trampa, ese detalle que hace que pasemos de un valor no monetario al dominio del mercado. Puede ser, en este caso, el “dale” del comienzo, en tanto implica una imposibilidad –la mujer no puede hacerse por sí misma de ese objeto que puede revestir cierta importancia- y una necesidad –la necesaria intervención de otro que se lo facilite-. La relación de poder (de decisión), entonces, no se altera. El otro detalle es a qué mundo se está refiriendo el mensaje, que puede ser conquistado por la mujer. Si el zapato, en cuestiones de mercado, está ligado a la frivolidad de la moda antes que a una estructura social o política en la cual se puede intervenir, no deja de venirme a la cabeza la historia prototípica del “zapato correcto”: la Cenicienta que salía de la pobreza, pero lo que conquistaba era solo el amor de un príncipe al cual, mediante el matrimonio, quedaba nuevamente subsumida.

Emanuelle Blachey (Emanuelle Devos) es la mujer del “zapato correcto” en La número uno. Directiva de una empresa privada dedicada a la producción de energía, es tentada con la posibilidad de asumir la presidencia de la empresa estatal de aguas. En ella no hay voluntad de poder, sino la prosecución de una carrera en la cual ese paso resulta lógico. El problema no está en el personaje y en sus posibles ambiciones, sino en quién va a ser capaz de proveerle ese zapato que le permitirá “conquistar el mundo”. El príncipe de la Cenicienta ahora es reemplazado por un colectivo feminista denominado –algo pomposamente- Olympe, que son quienes le ofrecen postularla para el cargo para el momento en que muera el presidente, quien está gravemente enfermo. Por debajo de ese grupo de mujeres –a las que vemos por primera vez en una reunión en la que se “debaten” temas relacionados con el rol de la mujer en la sociedad con un nivel de liviandad aplastante-, subyace el príncipe verdadero, el que ha orientado la jugada: ese primer ministro al que nunca vemos, pero que ha quedado fascinado –así se nos dice, al menos- con la capacidad de esta mujer.

Ese detalle no es menor en tanto aparece como una formulación inicial de la tensión que La número uno nunca logra resolver. ¿Hay una fuerza femenina capaz de desafiar el poder y el lugar que ocupa el hombre en la sociedad o simplemente estamos en presencia de otra graciosa concesión de un hombre poderoso? La respuesta a esa pregunta  debería estar en la elección narrativa de la película pero, por sobre todo, en una mirada que articule la representación realista del mundo que se pretende. ¿De qué sirve la descripción de una situación si no se corresponde con una toma de posición precisa? ¿De qué vale “denunciar” un orden patriarcal, si todo lo que interesa es poner una cuña y no cuestionar las formas que asume el sistema? Dicho de otra manera: La número uno pretende partir de una perspectiva cercana al feminismo –o, con mayor propiedad, opuesta al patriarcado- pero les hace reproducir a sus personajes, los mecanismos de ese mismo sistema al cual, en apariencia, se opone.  La otra opción, si se lo piensa con mayor dosis de realidad, es que toda la película sea como aquel cartel de la zapatería: un anuncio que parece decir una cosa, para terminar contribuyendo a la naturalización de otra.

Veamos. Las mujeres que atraviesan el relato de la película de Tonie Marshall son débiles, tienen algo que puede perjudicarlas -la internación en la clínica en Emanuelle, el video de la hija de Vera (Suzanne Clement). Su fuerza no reside en ellas mismas ni como individuos ni como un colectivo que despliega sus acciones, sino en la voluntad de los otros –la campaña para visibilizar al personaje central para que consiga el puesto no hace más que perpetuar la lógica del sistema-, en especial de lo que los hombres puedan aportarles. Emanuelle no llega a un puesto de toma de decisiones por sus propios méritos, sino por una intrincada red de manejos en la que todas las mujeres son en algún momento desplazadas –hay que mencionar que en el tramo final, la película además se olvida de Olympe y de sus miembros- ,y que se rige por lealtades y traiciones entre los hombres. Blachey llega al cargo porque las amenazas de Beaumel (Richard Berry) se le vuelven en su contra, cuando se obliga a sí mismo a forzar el propio tablero que él había armado (dejar fuera a su candidato porque estaba con una de sus ¿ex? Amantes y menospreciar a quienes lo secundan). Hay que notar que los dos momentos en los que se abre una brecha en ese bloque monolítico de hombres no proviene del accionar de las mujeres, sino de la traición y del traspaso de información valiosa de parte de otros hombres: Archambault (Bernard Verley) entregando un papel comprometedor para Beaumel; Ronsin (Benjamin Biolay) ofreciendo a Blachey la información que le permitirá derrotar a Beaumel).

Y no es menos importante que Emanuelle sea la Cenicienta del cuento, la que parece ser buena solo para su trabajo, para la relación con los chinos, pero que desconoce toda forma de política. No sabe cómo moverse en un territorio que la descoloca, la deja petrificada. Pero además es una Cenicienta que ni siquiera conquista al príncipe por sí misma –léase, sus encantos-; por el contrario, está en manos de los hombres. Esos que le pueden proporcionar el “zapato correcto”.

La película no pone en cuestionamiento el sistema –es más, creo que no le interesa-. Las mujeres, afirma, son vulnerables y no pueden conquistar el poder. Los hombres son los que, en el mejor de los casos, ceden su lugar y solo porque buscan otros horizontes más redituables. Que una mujer llegue a un puesto de importancia es una consecuencia directa de que los hombres no quieren ocupar ese lugar. Ausente esa mirada cuestionadora, el personaje central queda expuesto ante la naturalización de ese funcionamiento. En ese punto, la persistencia de una serie de gestos –el jefe tocando la rodilla de Emanuelle en el auto y la amenaza de Beaumel durante el entreacto de la ópera- son puestos en un primer plano tan alevoso que parecen querer constituir por sí solos elementos que denuncien la situación de indefensión que viven las mujeres, pero que queden remarcados en la historia y en la visión del espectador –como la manipulación que ejerce sobre el espectador en la escena del velorio, por ejemplo; como la súbita desaparición de personajes importantes de la trama; como la elipsis facilista con que resuelve el ascenso de Blachey-. Parecen estar señalando justamente esas falencias para construir una visión crítica de lo que se relata.

Vuelvo sobre el cartel de la zapatería y la relación con la película. Pienso, ahora, que además hay algo absurdo en que un zapato correcto permita conquistar el mundo, una reducción algo simplista de las complejidades de la vida diaria. Pero también lo hay en la creencia de que Blachey asciende en una escala de poder por ser presidenta de una empresa del estado. Llegar a la presidencia de la empresa de aguas es como aquí llegar a la de AySA: se trata de empresas de segundo –o tercer- orden en la estructura de poder de una nación. La política –o sea, la toma de decisiones que afectan a un conjunto de ciudadanos- en La número uno está eludida: ni siquiera está en un segundo plano, como lo demuestra esa referencia a los empleados de la empresa a los que tampoco nunca se ve. Lo que hay es una Cenicienta cuyo acceso a un cargo se vuelve abstracto en tanto, por lo que se ve, la política y el poder real están en otro lado. Y no puede haber conclusión más retrógrada para la lucha de las mujeres que conformarse con pasar a ser, después de un año, la oradora principal de una convención de pares de género, ese otro lugar del que la película no nos deja saber nada, no nos deja escuchar sus voces, y que reduce a la misma cosmética que le aplica al personaje central.

Acá se puede leer una crítica sobre la misma película.

La número uno (Numéro une, Francia, 2017). Dirección: Tonie Marshall. Guion: Tonie Marshall, Marion Doussot. Fotografía: Julien Roux. Edición: Marie-Pierre Frappier  . Elenco: Emmanuelle Devos, Suzanne Clément, Richard Berry. Duración: 110 minutos.

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