
En el comienzo de Yo nunca quise ser famosa (de Cata, Ostrovsky y Álvarez; 2024), una voz en off se plantea para sí y para el espectador, cuál puede ser el interés, qué es lo particular que puede tener la película que está comenzando. La respuesta –“capturar una intimidad”- es precisa pero se vuelve parcial, porque deja de lado la pregunta que se impone de manera inmediata: para qué contar esa intimidad, qué se pretende hacer con ella. Esa pregunta se responderá recién en el tramo final, cuando la misma voz se rinda ante la evidencia de que a la protagonista es a quien menos le interesa esa película que están filmando. Lo que importa es registrar un posible todo que se sabe parcial, para que no se pierda. Para que la memoria sobre esa cantante que se hizo llamar Lila Kay -según ella misma dice, de manera casual, azarosa-, no se desvanezca definitivamente.
Lo complejo, en todo caso, es que ya no hay Lila Kay, sino Lila Libstein. Y es a ella a quien filman en esa intimidad de la casa que se nutre de encuentros familiares y entrevistas para que hable de su vida. Y la afirmación de quién aún existe y quién no, resulta tajante. Cuando, de manera contundente, señala que de aquellas 200 canciones que tenía en la cabeza, “no me acuerdo ni una, como si nunca las hubiera cantado”, y que las únicas que recuerda son las canciones en yiddish que le enseñó su padre, reafirma que Lila Kay es un objeto del pasado. Que lo que queda es esa mujer que superó los 90 años, que se niega una y otra vez a cantar -aunque en el cumpleaños de su hijo, una de esas viejas canciones de infancia brota de su boca- y que no tiene ganas de hacer más nada. Entonces, se comprende que la presencia de la cámara no implica solo un registro, sino un acompañamiento -que se explicita en los momentos en que se recupera luego de una internación- que la misma Lila agradece, porque cree que los más jóvenes no pasan tiempo con gente grande porque lo ven como una pérdida de tiempo.
Lila Kay, entonces se convierte en un recuerdo evocado por Lila Lipstein. Pero reducida en ella a una especie de dibujo de contornos en el que a veces no hay posibilidad de completar su interior. Lila Kay está hecha de esos trazos que combinan el comienzo de sus actuaciones en la radio, su voz en orquestas de jazz, las giras por América y poco más. Es el documental el que recupera parte de esa imagen entre los recortes de diarios de la época, las fotos promocionales y una banda sonora en la que suenan algunas de sus canciones -que abrevaban en ese género melódico pop de los 60 aggiornado a partir del Club del Clan-. La memoria, en cambio, insiste con Lila Lipstein, con la que era antes de ser Lila Kay y la que era cuando se bajaba de los escenarios.
Allí sí, esos recuerdos devuelven una imagen de inconformismo, de desapego a la aceptación de las reglas impuestas por el entorno. Desde no hacer giras de más de un mes para poder volver a ver a los hijos que quedaban en Argentina hasta su decisión de dejar de trabajar en la fábrica de muñecas cuando encuentra dinero en la calle; de la decisión de no aprender el alemán por el recuerdo del Holocausto a su recuerdo de querer ir a la iglesia cuando era chica, contra la opinión de su familia; Lila se reconstruye como una personalidad rebelde que hizo lo que quiso en su vida (salvo ser pianista, como dice, por falta de tiempo), incluso lo que podría pensarse como ir contra las reglas del mercado. Cuando dice que “podría haber sido la más famosa de todas, pero yo nunca quise ser famosa” se afirma en eso que relatará una y otra vez, respecto de que siempre había elegido el lugar que quiso ocupar. Aunque desde afuera y como señala la voz en off, persista la sospecha de que algunas de las cosas que cuenta las haya inventado (o al menos, exagerado)
Por debajo de esa suficiencia, sin embargo, en algún momento surge un hilo de preocupación. “Yo no sé si alguien se va a acordar; los que me conocieron ya se murieron todos”. Si allí se esboza la conciencia de pertenecer a un mundo que ya no existe -y del que es una sobreviviente-, el desafío que se plantea en la película es de qué manera recuperar una historia para que efectivamente no se pierda, cuando solo se cuenta con una memoria parcial -real o fingida, ya no importa-, un relato que no puede contrastarse con sus contemporáneos y del que no parecen quedar más rastros que los que guardó la propia Lila. La pregunta es cómo se hace para relacionar ese registro limitado y sesgado desde lo personal con la memoria que implican las fotos y los discos que atestiguan la existencia pasada de una tal Lila Kay. El documental elige no intervenir ante esa voz y utilizar esos recursos sin redirigirlos hacia la historia del personaje. El resultado es cierta disociación inevitable en la que los objetos y el relato de Lila van por caminos paralelos, como si unos y otros se repelieran, no pudieran entrar en contacto, atrapados en la existencia en tiempos diferentes y memorias dispersas.
Yo nunca quise ser famosa (Argentina, 2024). Guion y dirección: Verónica de Cata, Joaquín Ostrovsky, Nicolás Álvarez. Fotografía: Nicolás Alvarez, Joaquín Ostrovsky, Verónica Facchini, Sofía Alurralde y Anahí Molina. Edición: Verónica de Cata. Elenco: Lila Kay, Diana Stalman, Daniel Stalman, Katia Blejer, Nicolás Álvarez y Joaquín Ostrovsky. Duración: 90 minutos.
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