1 de Febrero. En el final del verano -mi verano, no el verano climático-, el tedio de volver al trabajo se ve contrarrestado por el entusiasmo de otro renacer, que es el de mi entusiasmo por volver al cine, por volver a ver cine; en épocas de plantillas y macroestructuras netflixteanas que reproducen un único patrón, donde Disney ha hegemonizado y monopolizado hasta el boxeo, donde todo pasa por plataformas o nada; en épocas donde estamos pronunciando el responso al cine -también el réquiem a mis vacaciones-, Paul Thomas Anderson –por suerte- vuelve a salvar las dos muertes. Viene, como lo viene haciendo desde finales de los noventa, con un aire renovador, fresco, inteligente, redentor. Borges dice que desde el origen de la palabra se han estado contando las mismas historias; el tema es saber hacerlo, y Paul Thomas Anderson lo sabe, porque entiende todo lo que hay que entender, porque el secreto y la fórmula siguen siendo el saber qué y cómo decir. Podés hacer una película más sobre el amor adolescente o podes hacer Licorice Pizza; no inventar nada, quizás, o volver a contarnos todo otra vez y conmovernos como si fuese la primera. Podés hacer una película burdamente ambientada en los 70s, excederte en pantalones Oxford y pelucones y hipeadas y autos y LSD, o podés hacer que esos setentas pasen naturales ante nuestros ojos y nos sintamos embebidos en la Guerra Fría sin tener que musicalizar con “ZZ Top” o “La casa del sol naciente” o recurrentes alusiones que más que a la realidad nos recuerdan a los actos escolares donde ponen en boca de los actores los sucesos que están ocurriendo. Anderson (no Wes) lo sabe hacer. Lo sabe hacer al elegir a toda la talentosa Alana Haim -nuestra Diamond Girl, la Rainbow a la que no le falta ni un color- y al pequeño/enorme Cooper Hoffman (hijo de Philip Seymour Hoffman) para llevarnos a correr con ellos, en el sentido en que se quiera correr; para escapar, para volar, para acabar, para jaquear realidades, para salvar(se), para buscar y encontrar(se), para no quedarse… Correr para burlar el tiempo, correr como metáfora de la juventud… Los protagonistas y su séquito de niños corren. Son solo niños (como esos niños salvajes de Peter Pan, niños yankees de los 70s que tienen todo permitido, incluso la desprotección; niños que son el sueño americano y que aún no saben que corren para que no los alcance la realidad que les espera; niños libres, con la piel dura, como aquellos niños de la película de Truffaut); niños que son promesa en ese mundo macabro manejado por excéntricos actores de Hollywood, directores, productores, políticos, que NO CORREN (solo uno de ellos se atreve a saltar en su moto una montaña de fuego, pero, como su vida, derrapa). Niños actores envejecidos en ese sistema que los explota y descarta. Niños con pijamas apretados que le dan un almohadazo a la realidad. Niños camas de agua y pinballs. Leonardo Favio solía contar que una amiga de la infancia, en Luján de Cuyo, le enseñó, además del amor, lo que era la muerte: “es un señor todo quieto que se muere”, le dijo. Desde ese momento en adelante, Favio supo que si te movés no te morís, que si vas corriendo a la plaza no te morís, y así, durante años, vivió convencido de que si corría, la muerte no lo iba a alcanzar. Correr como Favio para escapar de la muerte, como en los sueños, en bajada; correr con Bowie de fondo, dejando a su paso cientos de autos atascados y embotellados por la falta de combustible producto de la crisis del petróleo y el sistema; “pitocatalanear” la situación, conseguir lo que se quiera conseguir, porque en ese EE.UU todo se consigue, hasta un camión, conducido por nuestra heroína judía que sabe de conducir camiones marcha atrás -sin nafta y en bajada sinuosa- como también sabe que ese retroceso le habla del suyo, de su incapacidad de encontrarse, de preguntarse a dónde pertenece, adónde encaja. Nuestra heroína judía sabe que en el encuentro con Gary jaquea su temible futuro estático y mediocre; sabe, aunque no quiera, que con Gary siempre será un seguir rodando, un rodar hacia el otro y hacia ellos mismos; sabe que está más allá de pertenecer a un mundo de púberes usando bikini, desencajada, pero al que también encuentra el único mundo posible para seguir corriendo, como en Run Like Hell, “con tus labios abotonados, y tus ojos de persiana (que no quieren ver), con tu sonrisa vacía (no en este caso, que las dos sonrisas salvan el mundo, “sonrisa como un estandarte al frente de la vida”) y tu corazón hambriento”: “You’d better run”. Correr… y si es de la mano, mejor…

Licorice Pizza sabe de homenajes, de guiños bien hechos; sabe que nadie mejor que Sean Penn para ser dirigido y sacarle un William Holden hecho bodrio, arcaico, soberbiamente megalómano, hedonista berreta y decadente, reducido a unos pocos grandes clásicos que lo construyen y amortizándolos en cada frase tirada (desperdiciada) a Alana. Licorice Pizza sabe que no hay mejor voz que la de Tom Waits como dueño de circo; sabe que el niño de oro Bradley Cooper se ha encendido y que no habrá otro mejor Jon Peters que el de él, con su pelo, su ropa de Elvis tardío, su euforia compulsiva, su caminar histérico y frenético, sus pendejadas caprichosas, cristalizando el lado A y B de la industria cinematográfica y el poder artificial e impotente. Un Bradley Cooper que personifica al productor de la película “Nace una estrella” –película de la que el mismo Cooper hará y protagonizará una remake 40 años después-. Licorice Pizza sabe poner a un John Michael Higgins hablando en japonés, aunque no se trate más que de un americano  traduciendo ese japonés que no entiende a su inglés japonesado. Licorice Pizza sabe hacer un homenaje encriptado a Taxi Driver, allí donde la heroína supone que crecer y madurar es meterse en política y trabajar en la oficina del candidato a legislador y que siempre habrá un potencial Travis Bickle acechándola y diciéndole en silencio que ese no es el camino. Pero el mundo de Licorice Pizza no es un mundo de adultos perdidos; es un mundo de ellos, de los chicos (antes que se choquen con el futuro y sean, en la mayoría de los casos, adultos desencantados y perdidos), preciosos chicos que, como en la Melody de Waris Hussein, asaltan la zorra para escapar de la realidad como la zorra salvadora que fue ésta, mi noche en el cine.

Licorice Pizza es una película sencilla, poco pretensiosa pero inmensa, adorable, graciosa, fresca, inteligente; es una película de un humor sutil, no impuesto, que te mantendrá con el rictus de la sonrisa durante sus dos horas de duración; es una oda a la amistad, al amor, a esos paraísos perdidos; es disfrute neto, disfrute de cada gesto, de cada palabra, de las respiraciones, donde los silencios son tan importantes o más que las palabras -la escena de la llamada silenciosa, donde Gary y Alana se quedan escuchándose las respiraciones, comunicándose el todo, se ha vuelto ya escena de culto, y las miradas, “esas miradas que escriben mundos en el infinito”, son el todo, como aquellas miradas cómplices de Auggie y Paul en “Cigarros”, esas complicidades que conjuran algo que se vuelve eterno y nos hace creer que no todo está perdido y que -a pesar del fin de las vacaciones- el verano y el cine siguen sobreviviendo, siguen corriendo…

Ilustración interior: Simona Provenzano

Licorice Pizza (Estados Unidos, 2021). Guion y dirección: Paul Thomas Anderson. Fotografía: Paul Thomas Anderson y Michael Bauman. Música: Jonny Greenwood. Reparto: Alana Haim, Cooper Hoffman, Sean Penn, Tom Waits, Bradley Cooper, Ben Safdie, Maya Rudolph, Joseph Cross, Emma Dumont, Skyler Gisondo, John C. Reilly, Mary Elizabeth Ellis, Emily Althaus. Duración: 133 minutos.

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