¿Se obamizaron las candidaturas al Oscar? Llama la atención la cantidad de películas que se acumularon este año sobre la abolición de la esclavitud (Lincoln), la cultura negra (Django sin cadenas), las fábulas históricas y utópicas sobre la lucha por los derechos humanos y el discurso sobre la diversidad sexual (Cloud Atlas), o la política de relaciones exteriores en apariencia más conciliadora de la administración demócrata (Argo). ¿Es La niña del sur salvaje otra pieza de ese rompecabezas? Si es afirmativa la respuesta, le aplicaría la misma pregunta que a la mayoría de las otras, hasta cierto punto extensible también a la gestión política de Obama: ¿cuán consistente es su progresismo, cuán genuinas son sus propuestas y cuán efectivas sus medidas? Dejemos la respuesta en suspenso, mencionemos que El solista (Joe Wright) fue una de las primeras y más felices evidencias mainstreamde la mixtura entre estética y política (con la crítica al desempeño de la derecha republicana en el poder cuando el huracán Katrina devastó Nueva Orleáns como discurso en común), y ocupémonos de la sorpresa de la semana, más allá de un premio importante que se llevó en el festival de Cannes y yo ignoraba por despiste, provincianismo o la inocultable desconfianza recíproca que signa mi relación con los festivales de cine, cuanto más independientes se postulan peor, generadores de estándares tan o más institucionales que los del mercado puro y duro.
La niña del sur salvaje se llama, en realidad, Beasts of the Southern Wild. El título que le asignaron en este país invita a confusión en los espectadores ante el estreno simultáneo de la gran película de la semana y una de las mejores del año, La chica del sur, de José Luis García. Pero la chica del sur es una chica coreana y la niña del sur salvaje es una nena estadounidense de 6 o 7 años. ¿Las bestias del título original son las legendarias criaturas que gravitan sobre la película, desde que una maestra habla de ellas tras mostrar una pseudo pintura rupestre tatuada en su muslo hasta el encuentro final, o son los habitantes de Louisiana que forman una comunidad entre desclasada y tribal que se enfrentan juntos a una vida sin las comodidades urbanas, las reglas de convivencia burguesas ni la alienación citadina? En este último caso ¿qué carga lleva el término? Tanto esta película como Django sin cadenas abren discusiones semánticas en las que se juega el modo en que una sociedad se refiere a sus desigualdades y en el que los integrantes de ella se ven a sí mismos, ya sea que lo consigan por un proceso de emancipación personal de la mirada o por asunción de la mirada que los otros tienen de ellos. Huelga decir que el desarrollo de cualquier identidad tiene un poco de esto y un poco de aquello, y tanto la película de Tarantino como esta importan por su potencia narrativa, su consistencia estética, la visibilidad vindicativa dada a culturas y clases sociales sometidas y marginadas, la puesta en escena de conflictos ético-políticos con herramientas espectaculares, y la enorme dimensión afectiva que liga a los personajes entre sí y a los espectadores con la película sin mayores condescendencias.
En el principio era La Bañera y en La Bañera había, sobre todo, agua, pero también negros y blancos pobres, ariscos y chúcaros, jodones y bebedores, que viven de la pesca, todos juntos y entreverados. Entre ellos, una nena de no más de 6 o 7 años, flaca como una garza, sin sonrisa, sin madre y, afortunadamente, también sin lágrimas. Los nenes de esta película no están ahí para darnos lástima sino para sobrevivir como sobreviven los animales que rodean a hombres y mujeres escasa pero suficientemente diferenciados entre sí. En el principio también era el verbo. La voz off de la nena fue una de las primeras causas de extrañeza, ya que no parecía responder a su edad, y la razón terminé encontrándola un par de días después, cuando me enteré que el personaje concebido en el guión tenía el doble de edad de la nena que terminó actuando. Esa discrepancia es una de las varias que le dan singularidad a esta película que ha sido estrenada con la prohibición de que la vayan a ver menores de 13 años, quizá atenuada si son acompañados por sus padres, y que ayudan a verla como una ficción con chicos destinada a los adultos, acaso también a los púberes. Pese a que se sobreponen a todo lo que les acaece, los nenes lo pasan mal. Algo de la crueldad sádica de los cuentos de hadas está presente aquí, lo que la hace fuertemente atractiva para un adulto que dejó de ser chico hace tiempo, pero encuentra en estos espectáculos una manera desviada de recuperar la infancia sin necesidad de volver a creer en el eufemismo de su inocencia.
Mientras la miraba ni siquiera pensé en el realismo mágico, contraseña eficaz para la clasificación de la película que posteriormente escuché repetir a varios de los interlocutores con los que hablé de ella. La etiqueta me hubiera impedido disfrutarla, pero creo que unas cuantas de las características de ese discurso le son aplicables o al menos la rondan: el riesgo de ahogarse en las pantanosas aguas del esteticismo que corre la preocupación política manifiesta y hasta incluso declamada hacia los marginados, la idealización de la ignorancia y la brutalidad cuando no de la perversión (en su vertiente más amoral), la sensualidad superficial y esplendorosa, o la estimulación de las glándulas emocionales primarias y elementales del imposible regreso al paraíso polimorfo de la niñez. Comparto casi todas esas objeciones que, sin embargo, no encendieron sus luces de alerta mientras miraba la película. O quizás lo hicieron, y entonces habría que pensar que la película se impuso por la pura eficacia de sus procedimientos, capaces de refutar o seducir tales prejuicios, salvo en ciertas escenas cercanas al final en las que la idea de libertad o rebelión social se vale de clisés melodramáticos que revelan la banalidad en el peor de los casos, la ingenuidad en el mejor, de la concepción política sostenida por el colectivo de artistas (Court 13) que la realizaron y la firman en la primera placa de los créditos finales. Si esto fuera cierto, entonces quedaría más o menos claro que se hace fuerte en el plano psicológico, mientras que su mirada política se reduce a la confianza en el voluntarismo y la espontaneidad civil. Estar en desacuerdo no impide disfrutarla, así como señalar la potente creación de atmósferas emocionales menos fantásticas que regresivas, la influencia concreta del áspero realismo literario estadounidense de principios del siglo pasado capaz de crear una impresión lo suficientemente concreta y material de la pobreza y la ignorancia como para inquietar al espectador, la hibridación juguetona y estimulante entre postproducción digital y textura fílmica, y volver a pensar cuestiones como las de qué tipo de activismo político no violento puede adoptar un estadounidense o cualquier artista que no está de acuerdo con el estado de las cosas en un estado nación simultáneamente democrático e imperialista.
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