* La película inicia con un paralelismo que excede la sucesión de hechos en un mismo tiempo y diferentes espacios. Implica un distanciamiento entre mundos irreconciliables. En un lado, el dispositivo marcial que se despliega hasta el absurdo –pero también como potente representación simbólica de clase- que implica el desplazamiento de un convoy militar, la marcha ordenada de los cocineros y la llegada a palacio de la familia real y sus mascotas, cada uno de ellos en un auto que replica a los otros. En el otro, Diana Spencer (Kristen Stewart) manejando su auto deportivo, perdida en la ruta y deteniéndose en un parador para preguntar el camino a esa terra incógnita que es la morada real. El paralelismo, que es también representación de pertenencias, se mantendrá a lo largo de todo el relato como forma de subrayar esa imposible convivencia y el carácter forzado que su concreción implica.

* La entrada a ese parador en la ruta y la reacción de los comensales ante la presencia imprevista –no todos los días se aparece una princesa en un lugar semejante- constituyen una forma de relacionarse con el mundo que rehúye de la protocolización de la vida monárquica (cuya observación más bizarra es la costumbre de pesar a cada uno de los invitados al llegar y al irse, en una antigua balanza) que regirá durante esos días de Navidad. La circularidad que asume el relato deposita en el final a Diana en una especie de espejo más alegre que la imagen del comienzo. El camino no es a la obligación sino a la liberación que se permite, manejando el auto en dirección inversa, alejándose de la realeza, mientras canta con sus hijos (“All I need is a miracle” de Mike & the Mechanics, cuyo estribillo puede relacionarse en la simplicidad abrumadora, con el diálogo que Diana entabla con uno de sus hijos: “-¿Quieres ser la Reina? –Solo seré tu mamá”) al llevarlos a un local de comidas rápidas. Y es el momento en el que se afirma su identidad, antes diluida en los contornos protocolares, al pronunciar su apellido.

* La estratificación social queda avalada una y otra vez. La realeza no comparte espacio con los estamentos más bajos de lo social, a no ser que sean lugares de tránsito común o por la reproducción de la situación de servidumbre. No hay, entre esos estratos, ninguna forma de comunicación que no sea la gestualidad pre-establecida por el servicio –lo cual se advierte especialmente en los momentos de convivencia en donde se imponen los silencios o en el mejor de los casos, la irrupción prepotente de la mirada que implica el lugar de poder-. La brecha entre Diana y la familia real, encarnada especialmente en su esposo (Jack Farthing) y su suegra (Stella Gonet) se resuelve en ese espacio de interacciones. Con ellos, el diálogo se impone solo en dos momentos. Con Carlos, separados por una mesa de pool; con la Reina, en las escalinatas que llevan al parque, en una escena en la que la posición de Diana se parece a la de los súbditos. En uno y otro momento, lo que asoma es la irreductibilidad de un mandato que es parte de la condición de los personajes. Un príncipe que obliga a desdoblarse entre uno real y otro para aparecer en las fotos. Una Reina que abona la mitificación de su figura (“El único retrato que importa es el que pusieron en el billete de diez libras. Ahí entiendes lo que eres”). Entre ambos perfilan una idea de la imagen proyectada que debe sobreponerse a la real y que encuentra su formulación programática en Diana, cuando se ordena cerrar y coser las cortinas de su habitación (en un episodio que la película retrata más cercano a la paranoia que a la realidad respecto del acoso de los paparazzi).

* Diana aparece como la representación de la ruptura de ese distanciamiento de clases. El episodio inicial del parador es el punto de partida de una cadena que se extenderá hacia el cocinero en jefe (Sean Harris), al mayor Gregory (Timothy Spall) –que reafirma ese mandato superior, explicitado por la historia de su juramento en el pasado, contado a Diana- y especialmente hacia su vestidora preferida. En ellos va encontrando un espacio de diálogo no exento de rispideces –que se manifiestan de manera más clara en quienes parecen demostrar mayor apego al mandato y la servidumbre como en las otras vestidoras- pero en el que entran en juego también complicidades –el cocinero la encuentra al comienzo en el camino y en el final le prepara el auto; el mayor le proporciona el libro sobre Ana Bolena-. La relación con Maggie (Sally Hawkins), no solamente establece su cercanía con un par genérico, sino que en el tramo final avala una representación expansiva y condescendiente con el personaje de Diana, cifrada tanto en el atractivo que despertaba –como personaje y como mujer- como en lo que implica de referencia hacia las minorías sexuales. La duda que queda flotando es si hay allí algún viso de realidad o si solo se trata de acomodar la imagen pasada a los tiempos actuales, como correlato de esa advertencia inicial que invita a entender la película como “una fábula”.

* Pero tal vez la noción que la película pone en juego de manera más persistente es el conflicto que presenta en la relación de Diana con el espacio y el tiempo. Ya desde el comienzo queda expuesto, pero el relato insistirá con la idea de que Diana siempre llega tarde a todo. Hay una voluntad de que ese tiempo medido y programado hasta en las vestimentas que se deben usar, no se corresponde con los tiempos del personaje. Los primeros son lineales, establecidos por un orden que los excede; los segundos tienden a la bifurcación, a la dispersión, a retardar lo obligatorio. Esa diferencia se pone en la boca del personaje: “No hay futuro. El pasado y el presente son lo mismo”. Más que una declaración punk, se trata de la constatación de un lugar en el que el movimiento se ha clausurado y donde el tiempo se vuelve circular, y por tanto, reiteración de sí mismo. El tiempo, para Diana, deviene esencia en tanto implica su propia constitución como persona(je), propia de un mundo en movimiento. La representación de la amenaza que implica esa indiferenciación entre pasado y presente es la fantasmagórica aparición de Ana Bolena (Amy Manson) como posible profecía de su destino y espejo en el cual observarse para construir la posibilidad de una escapatoria (aunque en la realidad, el destino la espere a bordo de un auto, como el que al final de la película le promete liberación). Como consecuencia de esa ruptura temporal, el personaje se desplaza también de los espacios comunes que proveen una incomodidad –excesivamente subrayado en la comida o en la escena a la salida de la misa- intolerable que lleva a Diana a moverse por espacios vacíos que se vuelven, por eso mismo, personales. Su habitación, los pasillos de la mansión, los jardines y la expedición a la clausurada casa paterna son espacios de huída dentro del territorio acotado por las obligaciones familiares reales.

* De allí que en la escena que resuelve su presencia en la mansión, se produce el intercambio del lugar que se espera de ella –observadora de la partida de caza en la que participan su esposo y su hijo mayor- por el que decide tomar para sí misma. Irrumpiendo en la acción de la cacería, recupera para su cuerpo la postura del espantapájaros –recuerdo palpable y símbolo de la infancia perdida y clausurada- a la vez que interrumpe el destino que le espera a los faisanes (“Los faisanes están allí para que se les dispare” le dice el mayor Gregory, con la misma lógica que se podría aplicar a la relación entre los fotógrafos y la familia real) y el suyo propio, para el escape con sus hijos. Esa huida es la que despeja, al menos hasta ese punto, la sinonimia animal que Diana había erigido sobre su propia imagen (“Sus lentes son como un microscopio y yo soy el insecto en el plato”; “Voy a ocupar mi lugar entre los faisanes”) y que no es más que la liberación del lugar que le asignaron como objeto de estudio continuo y como presa real de caza.

* El problema, en todo caso, de Spencer no es su mirada sobre la realeza, sino la forma en que decide construir a su personaje desde afuera, clausurando su interioridad hasta un punto de frialdad que solo parece romper en los diálogos con Maggie. La construcción modélica y estructurada, deja a Diana como un personaje al borde de la maqueta, puesta en un espacio en el que se la condena a representar un rol predeterminado. De allí que, a fin de cuentas, la película de Larraín prueba con ella el mismo procedimiento que lleva adelante la familia real: se interesa más por el lugar que ocupa que por darle espacio a su desarrollo como personaje. Los destellos de vitalidad que emergen cada tanto sirven para abrir una grieta en esa estructura armada desde afuera, pero no alcanzan para conseguir la intensidad que el personaje –el de la película enfrentado a la imagen pública del que fuera la persona real- parece estar reclamando.

Calificación: 6/10

Spencer (Raino Unido/Alemania/Estados Unidos/Chile, 2021). Dirección: Pablo Larraín. Guion: Steven Knight. Fotografía: Claire Mathon. Montaje: Sebastián Sepúlverda. Elenco: Kristen Stewart, Timothy Spall, Sean Harris, Sally Hawkins, Jack Nielen, Freddie Spry, Jack Farthing, Stella Gonet. Duración: 117 minutos.

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