La primera imagen es la del asiento trasero de un auto en viaje. Allí viajan los tres pequeños hermanos. Todavía llevan puestos los uniformes del colegio que más tarde cambiarán. Están juntos y ese hecho excede al espacio común, para instalar la cercanía que existe entre ellos (el gesto de Fede de acariciar la cabeza de su hermana mientras duerme lo reafirma), lo que se comparte. La llegada a la quinta es una apertura de ese ojo que miraba a los niños para incorporar a los padres hacia el interior del campo visual. Esa entrada se corresponde con la dispersión de ese vínculo compartido: los hermanos comienzan a tomar caminos diferentes (los dos varones corren por la pileta vacía y se tiran boca arriba en el fondo; la hermana los observa desde arriba) que solo por momentos confluyen parcialmente. La distancia que se marca entre la acción (Martín apuntando y disparando la antorcha hacia el nido de avispas) y la reacción (Fede y Silvina alejándose del peligro latente) y los espacios que deciden explorar por su cuenta (la casa abandonada, el monte).

También se vuelven divergentes los espacios de padres e hijos y que no logran coincidir en momentos comunes, ni siquiera en la fiesta de cumpleaños de Silvina. Como si la estructura familiar estallara en la sola presencia de la quinta y sus circunstancias. Cuando al llegar, Rudi y Silvia advierten el desorden en el interior de la casa que revela la presencia y permanencia de personas ajenas, el único interés de ambos pasa a ser la seguridad, la vulnerabilidad del espacio propio, las responsabilidades del cuidador, la necesidad de reforzar los controles. Lo que en Rudi es estructural –la seguridad del barrio-, en Silvia se traslada a lo personal –la seguridad de los hijos- como si los dos hablaran en idiomas diferentes. En ellos se fragmenta la unidad, llevándolos a no compartir espacios, acciones, tiempos (el epicentro de esa disgregación es la noche posterior al cumpleaños, cuando Rudi sale durante toda la noche).

En los hermanos, esa separación se activa y se sostiene. Martín parece obsesionarse con la casa abandonada y con ese cuerpo que ve con su hermano y que los aterroriza la noche en que entran en ella. Fede, en cambio, parece sumirse en una pesadilla hecha de muertos y movimientos extraños de su cuerpo que hasta su hermana nota. Y Silvina, concentrada en el cuidado de ese pichón solitario que encuentra en el monte y en la mirada persecutoria, obsesiva, de ese otro niño del barrio. Esa separación que se produce entre los tres es lo que lleva a que La quinta (Schnicer, 2024) entre en una atmósfera enrarecida. Si la súbita aparición de ese cuerpo en la casa abandonada funciona como punto de partida, lo interesante es que a partir de ese momento se elude la posibilidad de caer en lo terrorífico –de hecho, la visión del cuerpo es siempre fragmentaria, correspondiente con lo que genera a los ojos de los niños. La quintase sitúa en una línea en que lo misterioso, hasta lo ominoso, aparecen en primer plano, pero resistiéndose a la explicación o a su derivación al territorio de los mayores. En ese mundo de niños, los miedos y pesadillas, y hasta la curiosidad, no pueden ponerse en palabras: son una suma de gestos que toman distancia de lo habitual, pero que no se explicitan desde lo verbal. Son miradas extrañadas o perdidas en un punto. O sorprendidas. O presas de una fascinación inexplicable que circula por el interior de los personajes.

El recorrido de los hermanos es sinuoso, pero tiene en común una primera forma de enfrentarse a la destrucción, a la muerte. Algo que en Martín late como llamado a la acción, con su compulsión al fuego tanto ante el nido de avispas como en la casa abandonada. Y que en Fede vuelve como elemento desestabilizador, como aquello que no se quiere –pero no se puede evitar- ver. Los mayores tienen otros tratos con la vida –también Silvia ve una escena que no esperaba ver, en la casa de su vecina- y con la muerte. Hay una distancia que establecen entre lo propio y lo ajeno, aunque permanezca no dicho, a partir de la discusión por la seguridad basada en el uso de armas. En ese mundo de mayores, subsiste la sensación de que todo aún puede arreglarse: un cuerpo puede enterrarse para que desaparezca, un espacio inseguro puede volverse seguro, un guardia vecinal puede incorporarse al nuevo cuerpo de seguridad contratado. Es un mundo de reuniones, papeles, firmas, conclusiones. De cuerpos distantes. El de los niños es un mundo diferente. El misterio permanece (¿qué pasó con ese cuerpo? ¿lo vieron o lo imaginaron?) pero en esa permanencia habilita la potencia de aquello que puede desaparecer de la vista. La experiencia de los tres hermanos con la muerte es la experiencia de un mundo que pasa de lo fantástico a lo real. Por eso se funden los tres en un abrazo interminable en el camino de entrada a la quinta. Ese abrazo los devuelve a la unidad perdida cuando llegaron y es, en definitiva, el único refugio posible. Después seguirán juntos. Dentro de la casa, mientras los grandes juegan a la asamblea vecinal, los tres hermanos conjuran sus miedos sentados uno al lado del otro, mirando el fuego en el hogar. Como si allí quisieran quemar en su interior las experiencias de esos días.

La quinta (Argentina, Brasil, Chile, España / 2024). Guion y dirección: Silvina Schnicer.  Fotografía: Iván Gierasinchuk. Edición: Ulises Porra. Elenco: Valentín Salavarrey, Milo Lis, Emma Cetrángolo, Cecilia Rainero, Sebastián Arzeno. Duración: 98 minutos.

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